Mario estrujaba sus manos como queriendo
sacarse la piel. Sus pies golpeaban el suelo,
inquietos. Echaba su cuerpo hacia atrás en el respaldo de la silla
mientras miraba al doctor con los ojos bien abiertos.
—¿Desde cuándo dices que sientes ese zumbido en la
cabeza?
—Hace ya mucho, doctor. No sé… quizás unos cinco años
o así.
—¿Has oído alguna vez lo que son los acúfenos?
—Sí, pero… no, no es eso. No oigo pitidos sino
zumbidos. No es lo mismo.
El doctor lo escrutaba. Le pareció un
personaje extraño, como salido de otra época. No quiso entretenerse con él más
de la cuenta porque ese día tenía la consulta cargada de visitas, y lo despachó
prescribiéndole un tranquilizante suave.
Mario salió de la consulta contrariado.
Uno más en la larga lista de doctores a los que había acudido sin éxito. No
sentía que el doctor lo hubiese tomado en serio. “¡Claro! Como él no siente
este maldito zumbido…”, se dijo disgustado de camino a su casa.
Llegó antes de lo esperado. Se encontró
con Maruja, que lo saludó con un gruñido. Como tenía el ánimo para broncas,
acudió a refugiarse en su habitación. Pero a los pocos minutos, su madre entró,
como de costumbre, sin llamar y abriendo la puerta de golpe.
—¡Mamá! ¡Te he dicho que no entres sin llamar!
—¿Ah… sí? ¿Por qué? ¿Qué escondes? ¿No tendrás
revistas sucias? ¿Dónde has estado?
—He ido al médico…
—¿Para los zumbidos esos que te inventas? Lo haces
para fastidiarme, para estar aquí holgazaneando todo el día. ¿Sabes a qué edad
empezó a trabajar tu difunto padre?
—Mamá, sí. Me lo has dicho cientos de veces. Por
favor… vete. Me están dando ahora muy fuerte en la cabeza.
Pero Maruja no lo escuchaba y saltaba de
reproche en reproche con toda la inquina de la que era capaz. Llegó un momento
en que Mario dejó de oírla. Sus ladridos se confundían con el zumbido, que cada
vez era más potente. Sintió una explosión en su cabeza. El zumbido era
ensordecedor, lo arrastraba como un agujero negro. Tuvo que arrojarse al suelo
para no caer y perdió la noción del tiempo y del espacio.
Cuando despertó, vio el cuerpo de su madre
tirado en el suelo. No se movía y tenía los ojos abiertos, con una mirada
espantosa. Estaba hinchada y cubierta de picaduras. Con el corazón en vilo y la
mente confusa, creyó oír un ligero zumbido. Miró alrededor y vio una avispa
revoloteando en la habitación. Se acercó a la ventana y la abrió para dejarla
salir. Volvió hacia su madre y, con un hilo en la voz, se disculpó:
—Mamá… lo siento. Te dije que me estaba
zumbando fuerte.
@ana.escritora.terapeuta.
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