—¡Brujería!
¡Hechicería! ¡Lo sabía! —exclamó con euforia, pero con un pellizco en el
estómago.
Dolores
Cuevas no había cesado en su empeño desde que lo conoció. Enseguida abrigó la
sospecha de que ocultaba algo. Muy agradable, muy atento con todo el mundo.
Demasiado perfecto para ser verdad. Estaba segura de que detrás de tanta
fachada había algo tenebroso.
Sus
vecinos apenas le hacían caso. Por algo se había ganado la fama de alcahueta y
chismosa. Sus rumores habían alimentado rencillas y rencores. Enseguida
previnieron al nuevo cura. Pero no hizo falta, Anselmo supo ver la suspicacia
detrás de esos diminutos ojos que lo escrutaban todo. Como necesitaba de una mujer que se ocupase
de las tareas domésticas de su nueva casa, la contrató a ella. Le indicó que
podía acceder a todas las dependencias de la casa, menos a una habitación, que
siempre permanecía cerrada bajo llave.
La
tentación fue demasiado irresistible. Durante meses la curiosidad la devoraba.
Ansiaba conseguir la llave, pero el sacerdote la llevaba siempre colgando de
una cadena. No podía evitar sus ojos sobre ella en cuanto lo tenía en frente
por mucho que lo intentase. Anselmo disfrutaba viendo cómo se cocía a fuego
lento.
Una
mañana ocurrió lo que tanto había deseado. El cura le comentó afligido que su
cadena se había roto y que había perdido la llave. Le pidió de forma encarecida
que, si la encontraba en algún rincón, se lo hiciese saber y que, bajo ningún
concepto, abriese la puerta. Nada más irse, Dolores registró cada palmo de la
casa. Ya iba a desistir cuando vio algo brillante entre el parterre. Se acercó
y allí la vio, medio oculta entre la hierba.
La
cogió y como alma llevada por el diablo, se fue con ella hacia la habitación.
Casi no podía contener el aliento y su corazón latía desbocado. Estaba tan
emocionada que le costó atinar en la cerradura. Metió la llave. La giró. La
puerta cedió con un crujido que pareció resonar en toda la casa. Un olor
penetrante a cera y a moho la golpeó de inmediato. Las sombras danzantes de las
velas la hicieron titubear un instante.
Se
dejó envolver por la penumbra vacilante. Se adentró para vencer su miopía. Al
acercarse, vio su propio rostro en fotos esparcidas por toda la pared: pegadas
con cinta amarillenta, algunas arrancadas y dobladas, mirándola con expresión
inmóvil y fría.
Intentó
convencerse de que era una broma, un montaje, pero su corazón le gritaba que
no. El miedo la impulsaba a salir, y al mismo tiempo, la curiosidad la mantenía
pegada a la escena. Un escalofrío la recorrió. La humedad de la habitación
calaba sus huesos. Su mente estaba confusa; el terror la sacudía. Y, al mismo
tiempo, sentía la excitación de haber descubierto algo muy gordo. No pudo oír
las pisadas tras ella. En ese momento, su corazón latía a mil, y la voz le
temblaba al pronunciar las palabras que al principio habían sido exclamación de
triunfo:
—¡Brujería!
¡Hechicería! ¡Lo sa…!
Sus palabras
quedaron suspendidas, envueltas en una densa neblina.
@ana.escritora.terapeuta

No hay comentarios:
Publicar un comentario