Mateo sentado en su pupitre clavaba las pupilas en la hoja en blanco. Sus manos se retorcían por debajo de la mesa. De un momento a otro, caería la sentencia. Oía retumbar sobre el piso los tacones de la seño Matilde. Se sabía presa antes de ser oteada. Su corazón se estremecía como en una pista de autos locos.
Por alguna extraña razón, la seño aquel día lo había dejado para el final. Pasó varias veces a su lado, lo miró de soslayo y lo sobrepasó sin detenerse. Mateo quería terminar la agonía cuanto antes. Sentir el golpe seco de sus palabras sobre su nuca y su mirada glacial. Pero tuvo que esperar.
—Mateo, dame tu excusa de hoy.
—Yo… es que…
—¡No me digas que te has quedado sin excusas!
Mateo tragó saliva. Tenía en mente decirle que su perro se había comido la página y que quedó tal mal que tuvo que arrancarla del cuaderno. Pero se le atascaba en la garganta. No le salía.
—De acuerdo. Te quedas sin recreo. Quiero que me escribas una buena excusa. Que tenga una extensión mínima de 100 palabras y que me la pueda creer.
Mateo se quedó a solas en el aula. El número 100 retumbaba en su mente como un eco maldito. Él era un niño de acción. Ese número asociado a la cantidad de palabras era una montaña de escalada imposible.
Fuera se oía el bullicio de los niños que trotaban en la explanada de cemento del patio. El sol se colaba por las ventanas y se posaba osado sobre su pupitre. Mateo extendió sus manos para recibir su calor. Un recuerdo se coló en su mente. Tita Greta le comentó una vez que para encontrar una buena excusa había que ir a la tienda de las excusas usadas. Justo ahora necesitaba una, y de las buenas.
Cerró sus ojos y se esforzó por imaginar, pero no resultó. “Vaya castigo”, pensó, “de todas formas estoy perdido”. Mateo se dio por rendido antes de empezar a escalar. Comenzó a explorar con los ojos los rincones de la clase. Cuando menos se lo esperaba se topó con algo fuera de lugar. Al lado de la estantería donde solían colocar sus materiales escolares, vio una puertecita verde diminuta. Le extrañó porque había mirado millones de veces antes y nunca la había visto. Pero, ¿qué puede importarle esa diminuta cuestión a un condenado?
Se levantó y se dirigió hacia la puertecilla. La empujó hacia dentro y entró gateando hacia su interior. Una vez dentro, después de acomodar su vista a la penumbra, se encontró frente a un largo mostrador tras el cual había una señora mayor con gafas gruesas. La estancia olía a nuevo y a papel como una tienda de libros.
—¿Vienes a por una buena excusa? ¿Verdad?
—Pues sí. Pero no tengo dinero para pagarla —admitió desesperanzado.
—Lo único que hace falta es que tengas una necesidad. ¿La tienes?
—Sí…
—Vale, dime motivo y extensión en palabras.
Mateo empezó a hablarle a la mujer como si la conociera de toda la vida. A medida que iba hablando, la carga que llevaba encima empezaba a aligerarse. Cada vez le importaba menos su castigo y la sentencia. Se sentía más alto, más fuerte. Le daba igual si salía de allí sin excusas, ya no las necesitaba.
La mujer lo escuchaba con atención sin anotar nada. De vez en cuando le acompañaba en su relato con una sonrisa.
—Bien, Mateo, ya tengo todo lo que necesito. No hace falta que me digas más.
Se desplazó hacia una especie de caja registradora que había sobre el mostrador, giró la palanca hacia detrás y hacia delante. Tras numerosos clics, la caja devolvió un folio escrito.
Mateo recibió con una sonrisa en sus ojos el escrito y lo dobló.
—Gracias.
—Gracias a ti, joven. Es momento de que te marches. Falta poco para que toque el timbre.
Mateo volvió otra vez hacia la pequeña puerta verde y salió a su clase. Se sentó en su silla y esperó a que sonase el timbre. Un sonido metálico rugió en el edificio. Los niños empezaron a entrar de forma ordenada. La seño Matilde los siguió hasta la clase.
Una vez que se sentaron, les mando una nueva tarea. Después se dirigió hacia el pupitre de Mateo. Tomó el folio con sus manos y se dispuso a leerlo:
<< Hay un montón de excusas usadas: mi perro se comió el folio, mi madre se dejó la llave dentro de casa y hasta que no vino mi padre, a la noche, no pudimos entrar, etc… pero en realidad no necesito ninguna. No lo hice porque escribir no es lo mío, porque no le veo sentido a hacer una redacción sobre un tema que no me interesa nada. Lo siento, pero ni puedo ni quiero ir contra mí mismo. Si quiere castígueme, déjeme sin recreo, mándeme cien redacciones de cien palabras que no haré o preocúpese por lo que me motiva de verdad>>
Los ojos de la seño Matilde parpadeaban inquietos mientras iban recorriendo las líneas del folio. Cuando terminó de leer, lo dejó sobre su mesa sin decir nada. Se fue hacia su tarima y Mateo se quedó en su pupitre. Como se aburría, tomó su cuaderno y empezó a dibujar un día sin paredes.
@ana.escritora.terapeuta
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Me ha gustado muchísimo!! La vida siempre tiene otras "salidas", mientras hay vida hay esperanza. Besos
ResponderEliminarGracias, Rosa.
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