Segunda Parte: Transformación.
Tercera parte: Limpieza.
A las tres semanas, el chico volvió. Suso lo observaba mientras se acercaba. Parecía otra persona. Caminaba diferente, con seguridad, con la cabeza bien alta y los hombros erguidos.
—Cuánto me alegra verte, Aníbal. Ya no eres el mismo que se fue de aquí hace unas semanas.
—Y todo, gracias a ti, Suso.
—De eso nada. Tú decidiste dar el paso y yo solo te di el empujoncito. Has tenido el coraje y las agallas para hacerle frente a tus miedos. Has crecido Aníbal.
—Tú me dijiste, qué tenía que hacer y cómo.
—Cierto, pero tú lo hiciste. No olvides eso. He conocido a niños que se han dejado pisotear. Algunos, incluso, renunciaron a su vida. Cuéntame cómo fue todo. Quiero escucharlo. Sentémonos en la acera.
Se fueron al lado de los contenedores. Suso se sentó. Aníbal prefirió estar de pie para sentirse más libre en sus movimientos mientras le narraba su historia. Era la primera vez que tenía algo valioso que contar.
—Estuve practicando varios días, pues Marcos no fue al cole. Al tercer día, cuando apareció, se le veía con ganas de bronca nada más colocarse en la fila. Me miró con esos ojos tan odiosos, le sostuve la mirada y él se sonrió. Cuando salimos al recreo, sabía que iban a venir por mí. No saqué ni el bocadillo porque quería estar alerta. Se me acercaron, rodeándome mientras me decían todas esas cosas: gordo, rata asquerosa y demás insultos. Yo los miraba sin bajarles la mirada y con el entrecejo fruncido. Como veían que no bajaba los ojos, empezaron a ponerse más agresivos, y se acercaron a pegarme. No te puedo decir lo que me pasó, pero sentí una furia incontrolable, y empecé a pegar golpes y arañar con todas mis fuerzas. Nunca había sentido tanta fuerza dentro de mí. Sus golpes no me hacían daño y sus palabras me resbalaban. Perdí la noción del tiempo. Tuvieron que venir los profesores a separarnos. Me llevaron al despacho del Director, llamaron a mi madre y me pusieron un parte por participar en una pelea de patio.
—¿Qué les dijiste? —preguntó Suso intrigado.
—Pues que yo sólo me defendía, y que lo iba a seguir haciendo mientras hiciese falta. Que ningún profesor se había preocupado por ayudarme.
—¡Bien hecho!
—¡Me da tanta rabia! ¿Por qué lo hacen?
—Hay muchos motivos, pero todos se reducen a uno: La herida.
—Ahora recuerdo que me dijiste que nadie merecía manchase con la sangre de nadie. Quiero que me lo expliques, porque desde que me lo contaste, no he dejado de pensar en ello.
—Todos en nuestra vida necesitamos dos cosas: lograr la conexión y evitar el rechazo. Hay niños que desde muy pequeños no tuvieron la conexión con sus padres. O bien, no los trataban bien; o bien, los ignoraban completamente todo el tiempo, ya sea por las prisas, ya sea porque ellos mismos también tenían ese vacío; o bien, los dejaban a su aire, sin darles pautas claras que les marcaran un rumbo. El caso es que esos niños han ido creciendo con una herida que tratan de ocultar. En el fondo saben que son débiles, y por eso, asumir el control y el poder sobre otros les hace sentirse fuertes. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí, más o menos. Pero no les tengo lástima porque hacen mucho daño.
—Todavía estás muy dolido para sentir compasión por ellos. Cuando sanes tu herida, lo verás de otra forma.
—Puede, no digo que no. ¿Sabes Suso?
—Dime, Aníbal.
—He venido porque quería verte y hablar contigo para contártelo todo. Pero también porque tengo que advertirte de algo —dijo Aníbal con preocupación.
—¿Acaso crees que corro peligro, Aníbal? —preguntó Suso, mostrando una sonrisa condescendiente, mientras oteaba el rostro del muchacho.
—No te rías, esto es grave. Los he oído hablar en el recreo con los grandes. Quieren quemar tu carrito y pegarte una paliza.
—¡Ay, criaturas …! ¡Qué se le va a hacer! —Exclamó con resignación— Los esperaré para darles la bienvenida y recibirlos con todos los honores. Se ve que les ha llegado su momento…
—Yo de ti, no bromearía. Uno de los grandes conoce a un tipo de una banda callejera. Tengo miedo por ti, Suso.
—Pues espántalo a escobazos, Aníbal. No les tengo miedo, así que no lo tengas tú por mí. ¿Entendido muchacho? —le preguntó Suso con autoridad, elevando el tono de voz.
—De acuerdo, Suso, pero prométeme que tendrás cuidado. Tengo que irme ahora. Hasta luego.
—He dicho que no te preocupes. Ellos son los que deben tener cuidado. Adiós muchacho.
A la semana siguiente, mientras atardecía, Suso terminaba de recoger su carrito para irse. Ya iba a disponerse a empujarlo calle arriba, cuando los vio aparecer. No iban solos. Les acompañaban tres más: un joven que rondaría los 16 años y otros dos, más mayores, de mirada siniestra, que iban armados con porras.
—Ahí está ese viejo asqueroso —señaló Marcos con la cara surcada por el odio.
—Sí, aquí estoy. Llevaba tiempo esperándoos. Se ve que andabais ocupados buscando ayuda. Aquí me tenéis a mí y a mi carrito. Siempre a vuestro servicio. ¿Qué queréis, pequeñas alimañas?
Marcos empezó a resoplar como lo hace un búfalo antes de embestir. Estaba tenso y rojo. Con las mandíbulas tan contraídas que amenazaban con estallarle. Portaba un pequeño bidón de gasolina que apretaba con fuerza. Los grandullones, de cabeza rapada y llenos de tatuajes hasta el infinito, empezaron a blandir sus porras contra la palma de su otra mano. Lo hacían al compás y rítmicamente. Un sordo rumor despiadado condensó la atmósfera, tornándola cargada y densa. Suso los contemplaba sin inmutarse. Iban aproximándose sin prisas, acortando distancias en un lento ceremonial macabro. Cuando estuvieron a poco más de un metro del barrendero, uno de los “cabezas rapadas” profirió un grito salvaje:
—¡Al ataque! Quemad el carrito. Después nos ocupamos del maldito viejo.
Suso se echó hacia atrás con pasos lentos, mostrando su intención de no huir. Se quedó a una distancia prudencial del carrito. Los grandullones dejaron paso a los cuatro muchachos para que tomasen la iniciativa. Marcos y su acompañante de mayor edad se adelantaron. Los otros dos chicos se arrepintieron y echaron a correr. Marcos los abroncó a voces:
—Malditos traidores. Sois unos gallinas. Os la tengo jurada.
—Déjalos, Marcos. Ya ajustaremos cuentas. No pueden romper el pacto. Venga, rocía el carrito.
Marcos obedeció. Se acercó al carrito y empezó a rociarlo por fuera, con cuidado, para no mancharse la ropa.
—Marcos, tienes que rociar más y abrir la tapa para darle bien por dentro. Así arderá mejor —le aconsejó el joven de dieciséis años, mientras sacaba un encendedor largo de su mochila.
Marcos siguió las instrucciones y cuando terminó de empapar el carrito por dentro y por fuera, dejó el bidón en el suelo. Los grandullones se aproximaron. Querían disfrutar del espectáculo, más de cerca. Suso los seguía con la mirada mientras iba pensando: —Eso es, chicos, acercaros más—.
Ya iba el otro joven a prender fuego con el mechero cuando algo salió del carrito. Era una especie de remolino oscuro que iba haciéndose cada vez más grande. Los cuatro se quedaron paralizados, sin capacidad de reacción. Sus ojos lucían vacíos y atónitos. El torbellino fue rodeándolos. Un zumbido ensordecedor se apoderó de la atmósfera. Los dos jóvenes y los dos grandullones, en un reflejo instintivo taponaron sus oídos con las palmas de las manos mientras se agachaban. El torbellino los acorraló por completo hasta tragárselos. Todo ocurrió con la brevedad de un suspiro. Apenas hacía un instante había cuatro jóvenes, y ahora, sólo un carrito y un barrendero que había acabado con su jornada de trabajo. Suso se acercó al carrito mientras entonaba una vieja melodía, cerró su tapa, lo asió y empezó a empujarlo calle arriba como cada tarde.
@ana.escritora.terapeuta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario