Donut menguante: micro-relato sobre la tensión entre impulso y voluntad.
Hundía
sus uñas rojas, largas y cuidadas, en el cuerpo esponjoso de un donut
caramelizado. Le gustaba saborearlo, mordisco a mordisco, mientras acomodaba su
cuerpo en una silla, que se le hacía más estrecha de lo necesario.
A
ratos, sus ojos se escapaban hacia figuras ágiles que desfilaban por la acera.
“Algún día dejaré el azúcar. Algún día…”, murmuró para sí, con esa mentira
suave que usaba para alejar los remordimientos.
Pero
ese día, la culpa alzaba la voz, como una canción antigua que no quiere
apagarse. Trató de silenciarla a manotazos, como quien se libra de una tela de
araña. “Joder…, prefiero disfrutar que vivir amargada”. Pensó, buscándose
razones. Y las encontró: Laura, su antigua compañera de disfrutes. La que dejó
el azúcar, el pan, la cerveza, la risa… y se volvió un cartel ambulante de
prohibiciones.
Volvió a mirar el donut. A cada bocado era más
pequeño, pero más sabroso…
“Donut menguante…, sabor creciente”, se
dijo, casi divertida.
Y entonces otra voz le taladró el pensamiento:
“Dulzura creciente, salud menguante”.
Dejó
el donut sobre el plato. Tenía que sumergirse en sus pensamientos. Otra batalla
interna comenzaba. Su placer pendía de un hilo…
¿Qué te hizo sentir esta historia?
¿Te ha pasado a ti también? ¿Será cierto eso de que a nadie le amarga un dulce? Os leo en comentarios.
@ana.escritora.terapeuta.
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