Elvira amaba su vida pautada. Soltera
y solitaria se refugiaba entre las rutinas de su trabajo y de su vida hogareña.
Era agente judicial. Un trabajo perfecto donde no tomar decisiones ni asumir
riesgos. Para ella la vida era una dulce sucesión de días repetidos.
Un día un papel se coló en una de
las carpetas. La irritación le subió a la garganta. Lo leyó y se le heló la
sangre… Una frase en mayúsculas, acusadora, le quemaba los ojos: ÉL NO ES QUIEN
DICE SER. No podía ignorarlo: era un asunto vital, pero a la vez escabroso. Supondría
un auténtico escándalo. Tenía que tomar una decisión. Pensó en deshacerse de él,
pero cada noche soñaba con el papel ardiendo en sus manos. Además, alguien lo
había depositado allí y sentía sus ojos sobre ella.
Las semanas pasaban y ella vivía un
infierno. Pensó en trasladar el asunto a otra carpeta, pero se sintió ruin. Le
vino a la mente dejar el folio tirado por uno de los pasillos, pero lo desechó.
Sus huellas estarían impresas. “¿Y si lo llevo a la policía?”, se preguntó, pero
lo descartó.
Tras un mes sin comer ni dormir… se rindió.
Llevaría el papel al secretario judicial. Decidirse fue como quitarse de encima
la losa que la aplastaba.
El secretario lo leyó y soltó una
carcajada.
—¡Elvira! ¿No lo sabías? Es la
inocentada de Vicente.
—¡Elvira! ¿Qué te pasa?
@ana.escritora.terapeuta
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