Demasiado
tráfico esa tarde. Apretaba el volante con la misma rabia que apretaba sus
dientes. Obligado a ceder el paso, asistía impotente a la procesión de
vehículos que se sucedían uno tras otro como en una letanía. “¡Venga ya! Esto
no hay quien lo soporte… Que no tengo todo el día”, pensaba. La saliva se le
hacía espesa, esa fila india de coches parecía burlarse de él. Justo cuando ya
se despejaba el horizonte, apareció ese coche rojo de la nada. “¡Será posible!
¿Cómo se atreve esa niñata a colarse?”, se dijo furioso. Pisó el acelerador como impelido por una
descarga eléctrica. Siguió el turismo hasta que paró.
Cuando
vio a la joven bajar del coche, se fue hacia ella con la boca tan llena de
enojo que le costaba articular palabra.
La mujer sorprendida, lo miraba de arriba abajo tratando de entender
algo.
—Pero,
¿qué le pasa?
—Entonces…
¿no me has visto en la otra calle? —logró balbucear con la indignación a flor
de piel.
—Pues…
no —parpadeó la joven tratando de recordar.
—Llevaba
mucho rato esperando y ya me tocaba salir a mí, cuando llegaste tú y seguiste
al último coche.
—Pues
lo siento, pero no lo he visto. Solo iba detrás de ese coche y pasé.
—¿Cómo
que no me has visto? —preguntó incrédulo.
—Pues
eso mismo, que no lo he visto.
—¿Y
te quedas tan tranquila? —preguntó con la furia saliéndole por los ojos.
—¿Por
qué iba a alterarme? —la pregunta lo atravesó como una flecha.
Tan
lleno estaba de razones que se quedó sin ellas. Se fue hacia su coche con la
ira maltrecha y marchó con el camino despejado pero la mente confusa. Una
pregunta se le coló como un relámpago: ¿por qué iba a alterarme?
@ana.escritora.terapeuta

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