Joaquín
llevaba una semana difícil. El trabajo se le hacía cuesta arriba con la remodelación
de la plantilla, y Juana, su mujer, estaba intratable. Por las noches le
sobresaltaban sueños intranquilos y una pesadilla recurrente. La misma escena,
una y otra vez… Se veía de pequeño, jugando con su maqueta de trenes,
totalmente absorto. De repente, la puerta se abría y aparecía su madre, con esa
mirada llena de reproche contenido, a punto de estallar, y la misma sentencia
lapidaria de siempre: “nunca llegarás a ser nada en la vida. Perdiendo el
tiempo con trenecitos en lugar de estudiar…”. Aún hoy, de adulto, esa escena le
martirizaba. Cuando era pequeño trataba de estar alerta para que su madre no lo
pillase jugando por sorpresa, pero ella era demasiado sigilosa, con esas
malditas zapatillas tan silenciosas. No era un ángel, pero se deslizaba como si
lo fuese.
Los
desayunos con Juana eran tensos. Nada más poner el pie fuera de la cama, a la
que se cruzase con ella, sentía su mirada inquisitiva. Cualquier cosa, por muy
peregrina que fuese, era motivo para abrir un minucioso interrogatorio. Él
trataba de zafarse como fuera, pero era difícil esquivar a su mujer. A veces,
en su fuero interno, le daba la impresión de estar lidiando con su madre. Se ponía
enfermo con sólo pensarlo, por lo que trataba de llenar su mente de otros
elementos distractores. El caso es que, cada vez, se iba más temprano a
trabajar y pasaba menos tiempo en casa.
Juana se
sentía desquiciada, pensaba que su marido la engañaba con otra. No entendía por
qué trabajaba cada vez durante más tiempo si ganaba lo mismo, como tampoco, por
qué mensualmente hacía una trasferencia de trescientos euros a una cuenta
particular. Sentía miedo de preguntarlo y el runrún se la iba comiendo por
dentro. Un día, tomando café con una amiga se vino abajo y, entre lloros y
sollozos, se sinceró. Su amiga, que se despachaba como una experta, se lo
confirmó: “Juana, tu marido te engaña”. Le aconsejó que contratara un detective
para seguirlo y le pasó un contacto.
Al
principio, Juana dudó en llamarlo, pero la situación se tornó tan insoportable,
que un día se armó de valor y llamó. Joaquín notaba a su mujer diferente. La
veía triste y preocupada. Sintió compasión por ella y quiso preguntarle, pero
no se atrevió porque temía desatar un aluvión de preguntas. Y eso, para él, era
muy difícil de soportar. Él la quería, pero sabía que entre los dos se alzaba
un muro inexpugnable.
Cuando Juana
recibió el sobre con las fotos del detective, no se atrevía a abrirlo. Llamó a
su amiga para tener apoyo y consuelo, y junto a ella lo abrió. Las fotos no
daban lugar a dudas. Joaquín todos los días, después del trabajo, acudía a un
piso. No se veía el interior, puesto que tenía las persianas bajadas, pero sí
cómo salía y entraba del mismo inmueble todos los días. Juana se derrumbó. Necesitó
un cargamento de tilas, una copa de coñac y una ducha para tratar de reponerse
del golpe. “Toda mi vida hecha añicos”, pensaba. Luego, una vez que se
recompuso, fue al piso a la hora en que solía estar dentro su marido y llamó a
la puerta.
La
puerta no se abría, pero Juana sabía que allí estaba su marido; así que,
después de tocar el timbre sin piedad, empezó a aporrearla, al tiempo que
gritaba: “! sé que estás dentro! ¡O la abres o la echo abajo!”. Después de unos
instantes, la puerta se abrió. Detrás estaba Joaquín con el rostro demudado y
lleno de terror. Se hizo a un lado para que ella pasase, y cuando Juana vio el
interior, una risa nerviosa la invadió. Después de recuperar el aliento, le
espetó con incredulidad: “nunca podría haber imaginado que me engañases con esto…”
Extendida por el suelo, una magnífica maqueta de trenes cobraba vida, ajena al tumultuoso colapso emocional de dos personas que habiéndose alejado tanto, ahora, tenían que decidir entre si intentar acercarse o alejarse definitivamente.
Ana Cristina González Aranda.
@ana.escritora.terapeuta.
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