viernes, 25 de abril de 2025

La máscara de la cordura


 

Leonor rio frenética como una mona histérica. Fue larga la espera, demasiado. De haberlo sabido, habría hincado la uña con más saña. Ya bien pequeña lo supo. Era diferente a sus hermanos. Para ser más exactos, era diferente a todos los niños de su entorno a los que llamaba en tono despectivo “frágiles mariposas”. Ella siempre supo esconderse. Aprendió a fingir y a ocultarse tras una máscara. A los adultos les parecía una niña tan buena y tan adorable…

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Los accidentes ocurrían de la manera más inexplicable a su alrededor. “¡Qué mala suerte tenemos!”, solía decir su madre mientras su padre callaba, severo, con la mirada fija en ella. Entonces, Leonor se mostraba compungida y miraba hacia el suelo con pesar.

Sucede que hasta las mentes más maquiavélicas tienen un punto flaco, algo que los delata por mucho que se esfuercen por ser infalibles a la hora de no dejar rastros. La debilidad de Leonor era escribir en su diario. Un diario que llevaba donde quiera que fuese. Tenía especial cuidado de no dejarlo en cualquier sitio, y cuando dormía, lo depositaba debajo de su almohada.

Leonor iba creciendo a la par que su resentimiento. Se sabía ajena al mundo de las emociones, y eso, la hacía despreciar a la humanidad sintiente. Lo único que podía sentir era una ira cegadora y un ansia desaforada por hacer daño. Fue volviéndose más sádica en sus actos. Lo calculaba todo al detalle y disfrutaba consumiendo las emociones afectadas de sus víctimas. Luego, en la soledad de su cuarto se recreaba anotando sus fechorías en su diario de abordo.

Un día quiso escalar más lejos, planificar algo bien tramado y de consecuencias mortales. Se deleitó buscando a su víctima. La eligió fuera del núcleo familiar. Una muchacha rumana encantadora, de gran belleza, que acudía a hacer las labores domésticas en la finca. La estuvo estudiando de cerca. Se ganó su confianza y trazó el plan. Esta vez no esperó a ejecutarlo para plasmarlo en su diario, sino que lo esbozó con detenimiento antes de siquiera empezar a ponerlo en marcha.

Pero sucedió lo inesperado, le sobrevinieron unas fiebres terribles. Convulsionaba y deliraba mientras relataba cosas inconexas y sin aparente sentido. En uno de los episodios febriles, al alcanzar los 40 grados, la llevaron a la bañera para tratar de bajarle la temperatura. Su padre se quedó en la habitación y sus ojos se encontraron con una esquina del diario que sobresalía por debajo de la almohada. Lo tomó con sus manos, lo abrió y empezó a ojearlo.

A medida que lo leía, se iba crispando por dentro. Sus sospechas adquirían cuerpo de realidad. Y para un padre, pasar del pálpito a la confirmación de que su hija, en realidad, era un monstruo no era algo fácil de asimilar. Se llevó el diario y lo guardó en un cajón del escritorio bajo llave. Todavía no era consciente de su último plan. Lo conocería en la fría oscuridad de la media noche.

Cuando Eduardo se metió en su despacho para terminar de leerse el diario y se topó con las intenciones siniestras de su hija, se quedó tan helado que tuvo que servirse una copa de coñac para entrar en calor. Sintió un frío de ultratumba recorrer sus entrañas. Esa niña estaba maldita desde el día que nació. Le inquietaba su presencia, sus reacciones le parecían sobreactuadas pero lo que nunca se imaginaría es que fuese la maldad personificada. “¿Y ahora cómo se lo digo a su madre? María es capaz de morirse antes que admitirlo”

Se levantó del sillón y deambuló de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado. Tenía que pensar, tenía que actuar ya. Su hija era un peligro para cualquier persona, incluso su familia. “!Oh! ¡Dios mío! Perdóname por lo que voy a hacer. Si mi hija es un monstruo, yo voy a cometer una monstruosidad”.

Al día siguiente, salió temprano y se dirigió a la ciudad. Mientras iba en el coche marcó un contacto en el navegador. Al tercer tono, se oyó una voz al otro lado:

—Clínica del doctor Gutierrez, ¿en qué puedo ayudarle?

—Sí, soy Eduardo Somosierra, amigo del doctor, dígale que tengo que hablar con él sobre un asunto urgente, por favor.

—Ahora mismo está ocupado con un paciente, cuando termine le paso el recado. ¿le digo que lo llame? ¿Tiene él su número de teléfono o lo anoto?

—Eso sería perfecto. Sí, lo tiene. Muchas gracias.

A los cinco minutos, Eduardo recibió la llamada de su amigo. Después de un breve saludo, Eduardo le pidió de manera apremiante quedar para esa misma mañana. Como estaba a media hora de distancia de la consulta, el doctor anuló las citas de la mañana por indisposición repentina. Quedaron en una cafetería discreta de las afueras.

Cuando se vieron las caras, el doctor Gutierrez se preocupó de veras por su amigo. Nunca lo había visto tan demacrado. Eduardo era una persona recia, de fuerte carácter y nada impresionable. Y si le había pedido de esa forma que le hiciera hueco con tan poco tiempo de antelación, algo muy grave lo acechaba.

Eduardo le reveló el macabro descubrimiento. La única persona en quien podía confiar era en él, Andrés Gutierrez, amigo desde la infancia. El doctor lo escuchaba sin perder detalle. Era terrible lo que le revelaba. Le mostró el diario. Andrés lo ojeó. No daba crédito a lo que veía. “!Dios Santo! Si solo es una niña de 10 años…”, pensó, pero sus ojos leían lo que leían, no había margen para la duda. Era un claro caso de conducta psicopática.

Al ponerlo en conocimiento del plan que había ideado para defender a su familia y a la sociedad de su hija, Andrés pegó un respingo de la silla. Si terrible era la confesión, terrible era la solución. Posible era más que posible, pero joder… qué marrón para su conciencia. Se resistió a tomar parte. Eduardo le recordó que se lo debía. Le salvó la vida y la reputación en ese caso que Andrés no lograba olvidar. Esa maldita borrachera de juventud que se cebó con la vida de una prostituta. Se puede decir que Eduardo le sacó las castañas del fuego a su amigo recién licenciado de medicina.

Andrés no podía negarse. Sabía que los fantasmas del pasado no desaparecen, y ahora, la cara de la mujer volvía a dibujarse con un realismo hiriente en su cerebro. No le quedó más remedio que acceder. Ambos, después de la cafetería, fueron a la consulta. Eduardo le recetó ketamina. Quedaron en ultimar los últimos detalles y se despidieron.

En casa, Leonor seguía igual. María lloraba preocupada. Su marido le había dicho que iba a contactar con un médico de confianza para que la reconociera. Lo esperaba desolada, tendida en una colchoneta que había dispuesto junto a la cama de su hija. Al oír llegar a Eduardo, se levantó de un salto y corrió escaleras abajo para ver si venía con el médico. Pero venía sólo. Le dijo que el doctor acudiría por la tarde porque estaba muy ocupado.

Poco antes de la caída de la tarde, Andrés llegó a la finca. Los perros ladraban fuera de sí. El viento ululaba con silbidos que ponían los pelos de punta. Era un ambiente endemoniado propicio para asistir a un demonio. Fue recibido en la entrada por Eduardo, que lo condujo hacia la habitación de su hija. “Hermosa cara de ángel para un espíritu malvado”, pensó el médico mientras la miraba. La estuvo examinando durante media hora. María no perdía detalle, preguntaba con desasosiego qué le pasaba a su hija.

—Señora, todavía es pronto, pero temo que se trate de un cuadro psicótico. Las próximas 24 horas serán determinantes. Le extiendo una receta, Spravato, 3 inhalaciones al día, mañana, tarde y noche. Si se altera más, me llaman. Tengo que irme.

—Te acompaño —se ofreció Eduardo.

Ya en la puerta del porche, Andrés le preguntó si ya había empezado a darle las pastillas de ketamina. Con el spray nasal la dosis se duplicaría hasta un nivel máximo para inducir una catalepsia. Se despidieron con ánimo sombrío. Eduardo se fue hacia su coche para ir a la farmacia más cercana.

La noche fue movida. Su hija parecía removerse como un resorte diabólico. Gritaba y aullaba como una loca. Daba miedo verla. Como María estaba exhausta y con los nervios destrozados, Eduardo se ofreció a pasar la noche a su lado. Así, tenía más facilidad para administrarle la medicación a destajo, sin levantar sospechas. Sobre las 6:00 de la mañana, Leonor cayó en un estado de somnolencia.

Ya estaban los primeros destellos de sol abriéndose paso entre las ventanas, cuando María subió a ver cómo había pasado la noche. Al entrar en la habitación vio a su marido dormido en la colchoneta, y a su hija, que parecía que dormía tranquila. Se acercó a la cama y besó su frente. La notó más tibia, casi fría. Pensó que la fiebre había remitido y que la estancia estaba más fresca que de costumbre, así que no le dio importancia. La movió con suavidad para tratar de despertarla, pero la niña no se movía. Yacía como inerte. Arreció en sus movimientos, pero nada, la niña no reaccionaba. Histérica, fue hacia su marido que se levantó como sacudido de un mal sueño.

—Pero, ¿Qué pasa?, María. A qué tanta alarma.

—La niña, la niña… no se mueve…está…está

Eduardo se acercó a la cama y la tocó. Notó su frente casi fría, su cuerpo inerte y rígido. Se sentó a su lado y la abrazó medio llorando. No le costó porque se sentía muerto por dentro. Su mujer se le unió en el llanto. Después de media hora, Eduardo llamó a su amigo para que viniese a certificar su muerte. Celebraron el funeral en intimidad. María estaba destrozada, y él también.

Un domingo Eduardo, se fue a la ciudad a visitar a una amiga que le habían dicho que estaba internada en un psiquiátrico. Fue acompañado de su amigo Andrés. Cuando llegaron, les pidieron que justificase su relación con la paciente Alicia Fuentes Garrido. “Amigo de sus padres fallecidos en un accidente”, especificó Eduardo. Los llevaron frente a la puerta de una habitación. No podían pasar a verla porque estaba fuera de sí. La vieron desde una ventanilla redonda rodeada de peluches desmembrados y abiertos en canal con el relleno sacado. Sus ojos daban miedo. Reía como una mona ansiosa mientras gritaba impelida por el frenesí de la locura:

—Si lo llego a saber, os mato mucho antes… a todos. !A ti el primero, papaíto…!

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sábado, 19 de abril de 2025

Un café hacia las nubes.

 


Humedecía sus dedos alrededor de la humeante taza de café. Tenía ansias de penetrar en lo profundo. Siempre las había tenido, pero este loco mundo la apartaba cuando ella trataba de sumergirse, y por eso, le daba la impresión de estar persiguiendo espejismos que se desvanecían en el aire como las volutas de vapor que emergían de su taza. Pero esa mañana se sentía distinta, más ligera, más liviana que de costumbre. No quería apartarse de su ensoñación. Silenció las notificaciones del móvil en su mente y se dejó atrapar por el instante.

Sus ojos tras el vapor, sus manos cálidas, su respiración cada vez más lenta y acompasada como el lento golpeteo rítmico de un tambor. La atmósfera se fue difuminado y ella entró confiada en el sopor. La barrera entre los mundos se fue desvaneciendo. Pasado y futuro cayeron como una desvencijada torre de naipes. Una sonrisa asomó por su rostro como el amanecer de un nuevo día. Abrió los ojos sin abrir los párpados y allí estaba. Por fin lo había logrado, sin esfuerzo alguno, sólo dejándose llevar y entregándose a lo incierto.

El sol acariciaba su rostro y surcaba sus mejillas. Sentía la ingravidez de su cuerpo sobre un espacio que la acogía como un tierno abrazo. Quiso ir tras las nubes y las siguió, cobijándose tras ellas y jugando a esconderse como había deseado tantas veces de pequeña. Luego quiso descender y pisar la fresca hierba con la planta desnuda de sus pies para sentir el rocío. Podría pasarse la eternidad colgada de ese instante. Ya nada ni nadie podría arrancarla de allí.

Cuando volvió a habitar su cuerpo, la taza estaba fría. Había perdido totalmente la noción del tiempo, pero no le importaba. No sentía prisas ni urgencia.  Su corazón irradiaba un amor tan intenso que era difícil de contener. Se sentía dichosa. Cualquier cosa que pasase no la podría turbar. Su móvil sonó, miró la pantalla. La llamaban del trabajo. No había acudido ni dado ningún tipo de aviso. Sonrió para sus adentros y no contestó. Decidió tomarse el día libre.  Lo que sucediese a partir de entonces, sería otra historia porque ella ya no era la misma.

@ana.escritora.terapeuta

 

 

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viernes, 11 de abril de 2025

Y la “Ceni” la lió parda…

 



El mundo de los cuentos tradicionales estaba patas arriba. El narrador no daba de sí en un barco donde, cada vez, se abrían más brechas. Blancanieves se negaba a pasar media vida aletargada esperando al príncipe azul; los tres cerditos se cansaron de tener que huir del lobo y se aliaron con Caperu para darle matarile; Rapunzel, la niña hechicera, estaba harta de su larga cabellera y se rapó la cabeza. “Ay qué cruz”, se lamentaba para después tratar de consolarse, “al menos Cenicienta no ha aparecido por aquí”. Pero la Ceni acudió a visitarlo con el entrecejo fruncido y cara de pocos amigos.

—Señor narrador, me las piro de aquí. He venido a despedirme.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Te han comido la cabeza las feministas con eso de la igualdad?

—No, me han visitado para reclutarme y cambiarme la historia, pero paso de guionistas. Yo quiero narrar mi propia vida. No quiero consignas ni proclamas que no sean las mías.

—¿Y qué vas a hacer? No se puede salir de una narración, así como así.

—Lo tengo todo planeado. Ya verás… será divertido.

—¿No puedo hacer nada para detenerte? —preguntó el narrador lanzando su último cartucho.

—Mírame —le contestó con decisión la Ceni, ¿tú crees que puedes hacerme cambiar de opinión a estas alturas de la película?

—No… —le contestó el narrador desanimado.

La Ceni se fue a su cuento. Se dispuso a seguir la trama. Fregó la casa, asistió a sus hermanastras y les sonrió sus disparates. Todo parecía ir miel sobre hojuelas, y hasta el narrador pensó que la Ceni se había retractado. Llegó la noche del gran baile y, una vez que sus hermanastras marcharon a palacio, La Ceni se dispuso a lloriquear en la despensa. Le costó trabajo empapar su rostro porque no sentía la más mínima pena, pero empezó a pensar en lo que significaría para ella seguir atada a esa narración y las lágrimas le brotaron con facilidad. A los pocos minutos, ya estaba el Hada madrina para rescatarla como tantas veces durante tantos años…

—No llores mi vida. ¿Qué deseas? Tus deseos para mí son órdenes.

—Deseo lo de siempre: vestido, carroza, chapines para mí y un chapín especial para mi hermana mayor. Quiero que sea tan especial que sólo a ella le esté bien.

—Pero Ceni… te estás saltando el guion. Tenías que decirme lo desgraciada que eras y yo conseguirte lo que necesitabas para escapar de la situación. ¿Y eso del chapín especial? ¿A qué viene? ¿Qué estás tramando?

—Pues verás, dos cosas: soy desgraciada y quiero escapar de la situación, y eso incluye escapar de este maldito cuento que me tiene… ¡hasta las narices!; y, además, tú eres un hada madrina y como, bien dices, tienes que obedecerme porque mis deseos son órdenes.

—¡Vaya por Dios! Pues es cierto, tengo que obedecerte. ¡Ay madre!, Ceni, la que vas a liar…

El Hada madrina cumplió los deseos de Ceni. Ceni deslumbrante acudió a palacio montada en una espléndida carroza. Cuando entró en el salón de baile, todos quedaron admirados de su belleza y gran porte. El príncipe, encandilado, fue a recibirla con los brazos abiertos y la agasajó con cumplidos y mazapanes durante el baile. A Ceni, se le hacía larga la espera, pero al final, las campanadas del reloj dieron las doce.

—¡Por fin! —exclamó triunfal— príncipe, discúlpame, pero tengo que irme.

Cení se recogió los bajos de su voluminoso traje y echó a correr como alma que se la lleva el diablo. Tuvo especial cuidado de quitarse sus chapines después de bajar las escalinatas, y dejar en el último escalón el chapín especial. El príncipe quedó desconsolado, pero al encontrar el chapín recuperó la esperanza de encontrar a Ceni. Al fin y al cabo, ya lo había hecho cientos de veces, así que una vez más…

Al día siguiente se publicó el edicto real: Un paje, acompañado de su alteza el príncipe, visitaría cada una de las casas de las damas invitadas al baile. La dama cuyo pie calzase el chapín a la perfección sería la nueva princesa. Y así fue como después de llevar una veintena de casas, paje y príncipe llegaron a la casa de la madrasta de Ceni. Como era de esperar, las hermanastras estaban tan ansiosas que bizqueaban más de lo normal. El príncipe quería saltarse el paso, pero como estaba en el guion… hizo de tripas corazón y le probó el zapato a la mayor. El chapín encajó a la perfección y al príncipe casi que le da un patatús.

—¡No puede ser! ¡Tiene que haber un error!

—No, su alteza, el chapín es perfecto para este pie. Tenemos delante de nosotros a la nueva princesa —le contestó el paje socarrón.

—¡Me niego! Hay otra dama en esta casa, ¿Verdad?

—No, no hay más damas aparte de mis dos hijas. Sólo una criada y creo que, ahora mismo, ni está. Y mi hija ha cumplido con la condición. El chapín está hecho a su medida —recalcó la madrastra tajante.

Era cierto, la Ceni no estaba allí. Poco antes de que llegase la comitiva real, había partido con un hatillo de ropa y unos cuantos ahorros. Quería hacerse a la mar y correr aventuras. Sentir el sol y el salitre en su piel. Oír el sonido de las gaviotas mecerse al compás de las olas mientras oteaba horizontes desde la cubierta de un barco. Su corazón palpitaba de emoción. Por primera vez en su vida, era la narradora de su propia historia.

@ana.escritora.terapeuta.

 

 

 

 

 

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viernes, 4 de abril de 2025

Libertad

 


La verdadera libertad del ser humano no puede serle arrebatada. Es una libertad más allá de su cuerpo, más allá de las condiciones que lo rodeen por muy adversas que sean. Pueden confinarte, apresarte, someterte a presiones físicas o psíquicas, pero si tú no lo decides, no pueden despojarte de tu libertad interior. Viktor Frank, psicólogo, prisionero en un campo de concentración nazi, hablaba de prisioneros que iban a consolar a otros prisioneros ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Ante la desolación y la dura lucha por la supervivencia, le daban sentido a su sufrimiento anteponiendo su dignidad personal. Sin, embargo, otros, acababan cediendo su valor como personas para tratar de sobrevivir un día más. De modo que “el tipo de persona en que se convertía un prisionero era más el resultado de una decisión personal que el producto de la tiranía del Lager” (Viktor Frank, pag  96)

Se da la paradoja de que las personas, aún disponiendo de su tiempo y de sí mismas, en realidad, pueden estar más esclavizadas que otras que están bajo algún tipo de enclaustramiento o limitación. La libertad no es decidir dónde tomarse el café ni a qué lugar ir de vacaciones en verano. Es algo mucho más profundo y sutil. Implica comprometerse con uno mismo; elegir por encima de todo, incluso de la presión social y de situaciones límite; alinearte con tus propios valores y ejercer la dignidad comportándote como en realidad deseas, no como otros esperan.

La libertad interior es lo que nos hace humanos. El miedo nos aleja de nosotros mismos, nos embrutece. Y es a través de miedo como juegan a doblegar a las personas. Ninguna otra emoción es más poderosa para ejercer el control. Un control que va deslizándose en la mente de las personas en forma de creencias limitantes. Hay toda una programación mental encubierta. Está difuminada y extendida. Es difícil verla, pero está por todos lados. Medios de comunicación; aluvión de sobreinformación sesgada en internet; programas educativos, consignas huecas…. De tal suerte, que una gran mayoría siente que piensa, cuando en realidad, es pensada.

Lo más codiciado es ese último reducto de la libertad humana. George Orwell, en su novela 1984, lo hizo patente. A continuación, voy a transcribir fragmentos de su novela:

—“Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Wiston, eres una mancha que debemos borrar… cuando por fin te rindas de nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes mientras se nos resisten... Los convertimos, captamos su mente, los reformamos”.

—“Nunca te figures que vas a salvarte, Wiston, aunque te rindas por completo. Nunca te escaparás de nosotros…. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma… Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro. Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de…nosotros”.

Los que hemos leído 1984 sabemos que Wiston acaba amando al Gran Hermano. Fue un acto de miedo que emergió de su libre voluntad lo que lo llevó a ello. La gran lucha no es por los recursos, ni por el dinero ni por el poder, sino por arrebatarle a la Humanidad su bien más preciado: la libertad.

@ana.escritora.terapeuta.

 

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El podador de sombras

  Lucía contemplaba cómo se deslizaban las gotas de lluvia tras el cristal de la ventana. “¡Qué día tan triste!”, se dijo, mientras tomaba u...