Leonor
rio frenética como una mona histérica. Fue larga la espera, demasiado. De
haberlo sabido, habría hincado la uña con más saña. Ya bien pequeña lo supo.
Era diferente a sus hermanos. Para ser más exactos, era diferente a todos los
niños de su entorno a los que llamaba en tono despectivo “frágiles mariposas”.
Ella siempre supo esconderse. Aprendió a fingir y a ocultarse tras una máscara.
A los adultos les parecía una niña tan buena y tan adorable…
------------
Los
accidentes ocurrían de la manera más inexplicable a su alrededor. “¡Qué mala
suerte tenemos!”, solía decir su madre mientras su padre callaba, severo, con
la mirada fija en ella. Entonces, Leonor se mostraba compungida y miraba hacia
el suelo con pesar.
Sucede
que hasta las mentes más maquiavélicas tienen un punto flaco, algo que los
delata por mucho que se esfuercen por ser infalibles a la hora de no dejar
rastros. La debilidad de Leonor era escribir en su diario. Un diario que
llevaba donde quiera que fuese. Tenía especial cuidado de no dejarlo en cualquier
sitio, y cuando dormía, lo depositaba debajo de su almohada.
Leonor
iba creciendo a la par que su resentimiento. Se sabía ajena al mundo de las
emociones, y eso, la hacía despreciar a la humanidad sintiente. Lo único que
podía sentir era una ira cegadora y un ansia desaforada por hacer daño. Fue
volviéndose más sádica en sus actos. Lo calculaba todo al detalle y disfrutaba
consumiendo las emociones afectadas de sus víctimas. Luego, en la soledad de su
cuarto se recreaba anotando sus fechorías en su diario de abordo.
Un día
quiso escalar más lejos, planificar algo bien tramado y de consecuencias
mortales. Se deleitó buscando a su víctima. La eligió fuera del núcleo
familiar. Una muchacha rumana encantadora, de gran belleza, que acudía a hacer
las labores domésticas en la finca. La estuvo estudiando de cerca. Se ganó su
confianza y trazó el plan. Esta vez no esperó a ejecutarlo para plasmarlo en su
diario, sino que lo esbozó con detenimiento antes de siquiera empezar a ponerlo
en marcha.
Pero
sucedió lo inesperado, le sobrevinieron unas fiebres terribles. Convulsionaba y
deliraba mientras relataba cosas inconexas y sin aparente sentido. En uno de
los episodios febriles, al alcanzar los 40 grados, la llevaron a la bañera para
tratar de bajarle la temperatura. Su padre se quedó en la habitación y sus ojos
se encontraron con una esquina del diario que sobresalía por debajo de la
almohada. Lo tomó con sus manos, lo abrió y empezó a ojearlo.
A medida
que lo leía, se iba crispando por dentro. Sus sospechas adquirían cuerpo de
realidad. Y para un padre, pasar del pálpito a la confirmación de que su hija,
en realidad, era un monstruo no era algo fácil de asimilar. Se llevó el diario y
lo guardó en un cajón del escritorio bajo llave. Todavía no era consciente de
su último plan. Lo conocería en la fría oscuridad de la media noche.
Cuando Eduardo
se metió en su despacho para terminar de leerse el diario y se topó con las
intenciones siniestras de su hija, se quedó tan helado que tuvo que servirse
una copa de coñac para entrar en calor. Sintió un frío de ultratumba recorrer
sus entrañas. Esa niña estaba maldita desde el día que nació. Le inquietaba su
presencia, sus reacciones le parecían sobreactuadas pero lo que nunca se
imaginaría es que fuese la maldad personificada. “¿Y ahora cómo se lo digo a su
madre? María es capaz de morirse antes que admitirlo”
Se
levantó del sillón y deambuló de un lado a otro de la habitación como un león
enjaulado. Tenía que pensar, tenía que actuar ya. Su hija era un peligro para
cualquier persona, incluso su familia. “!Oh! ¡Dios mío! Perdóname por lo que
voy a hacer. Si mi hija es un monstruo, yo voy a cometer una monstruosidad”.
Al día
siguiente, salió temprano y se dirigió a la ciudad. Mientras iba en el coche
marcó un contacto en el navegador. Al tercer tono, se oyó una voz al otro lado:
—Clínica
del doctor Gutierrez, ¿en qué puedo ayudarle?
—Sí, soy
Eduardo Somosierra, amigo del doctor, dígale que tengo que hablar con él sobre
un asunto urgente, por favor.
—Ahora
mismo está ocupado con un paciente, cuando termine le paso el recado. ¿le digo
que lo llame? ¿Tiene él su número de teléfono o lo anoto?
—Eso
sería perfecto. Sí, lo tiene. Muchas gracias.
A los
cinco minutos, Eduardo recibió la llamada de su amigo. Después de un breve saludo,
Eduardo le pidió de manera apremiante quedar para esa misma mañana. Como estaba
a media hora de distancia de la consulta, el doctor anuló las citas de la
mañana por indisposición repentina. Quedaron en una cafetería discreta de las
afueras.
Cuando se
vieron las caras, el doctor Gutierrez se preocupó de veras por su amigo. Nunca
lo había visto tan demacrado. Eduardo era una persona recia, de fuerte carácter
y nada impresionable. Y si le había pedido de esa forma que le hiciera hueco
con tan poco tiempo de antelación, algo muy grave lo acechaba.
Eduardo
le reveló el macabro descubrimiento. La única persona en quien podía confiar
era en él, Andrés Gutierrez, amigo desde la infancia. El doctor lo escuchaba
sin perder detalle. Era terrible lo que le revelaba. Le mostró el diario.
Andrés lo ojeó. No daba crédito a lo que veía. “!Dios Santo! Si solo es una
niña de 10 años…”, pensó, pero sus ojos leían lo que leían, no había margen
para la duda. Era un claro caso de conducta psicopática.
Al
ponerlo en conocimiento del plan que había ideado para defender a su familia y
a la sociedad de su hija, Andrés pegó un respingo de la silla. Si terrible era
la confesión, terrible era la solución. Posible era más que posible, pero
joder… qué marrón para su conciencia. Se resistió a tomar parte. Eduardo le
recordó que se lo debía. Le salvó la vida y la reputación en ese caso que
Andrés no lograba olvidar. Esa maldita borrachera de juventud que se cebó con
la vida de una prostituta. Se puede decir que Eduardo le sacó las castañas del
fuego a su amigo recién licenciado de medicina.
Andrés
no podía negarse. Sabía que los fantasmas del pasado no desaparecen, y ahora,
la cara de la mujer volvía a dibujarse con un realismo hiriente en su cerebro.
No le quedó más remedio que acceder. Ambos, después de la cafetería, fueron a
la consulta. Eduardo le recetó ketamina. Quedaron en ultimar los últimos
detalles y se despidieron.
En casa,
Leonor seguía igual. María lloraba preocupada. Su marido le había dicho que iba
a contactar con un médico de confianza para que la reconociera. Lo esperaba
desolada, tendida en una colchoneta que había dispuesto junto a la cama de su
hija. Al oír llegar a Eduardo, se levantó de un salto y corrió escaleras abajo
para ver si venía con el médico. Pero venía sólo. Le dijo que el doctor
acudiría por la tarde porque estaba muy ocupado.
Poco
antes de la caída de la tarde, Andrés llegó a la finca. Los perros ladraban
fuera de sí. El viento ululaba con silbidos que ponían los pelos de punta. Era
un ambiente endemoniado propicio para asistir a un demonio. Fue recibido en la
entrada por Eduardo, que lo condujo hacia la habitación de su hija. “Hermosa
cara de ángel para un espíritu malvado”, pensó el médico mientras la miraba. La
estuvo examinando durante media hora. María no perdía detalle, preguntaba con
desasosiego qué le pasaba a su hija.
—Señora,
todavía es pronto, pero temo que se trate de un cuadro psicótico. Las próximas
24 horas serán determinantes. Le extiendo una receta, Spravato, 3 inhalaciones
al día, mañana, tarde y noche. Si se altera más, me llaman. Tengo que irme.
—Te
acompaño —se ofreció Eduardo.
Ya en la
puerta del porche, Andrés le preguntó si ya había empezado a darle las
pastillas de ketamina. Con el spray nasal la dosis se duplicaría hasta un nivel
máximo para inducir una catalepsia. Se despidieron con ánimo sombrío. Eduardo
se fue hacia su coche para ir a la farmacia más cercana.
La noche
fue movida. Su hija parecía removerse como un resorte diabólico. Gritaba y
aullaba como una loca. Daba miedo verla. Como María estaba exhausta y con los
nervios destrozados, Eduardo se ofreció a pasar la noche a su lado. Así, tenía
más facilidad para administrarle la medicación a destajo, sin levantar
sospechas. Sobre las 6:00 de la mañana, Leonor cayó en un estado de
somnolencia.
Ya
estaban los primeros destellos de sol abriéndose paso entre las ventanas,
cuando María subió a ver cómo había pasado la noche. Al entrar en la habitación
vio a su marido dormido en la colchoneta, y a su hija, que parecía que dormía
tranquila. Se acercó a la cama y besó su frente. La notó más tibia, casi fría.
Pensó que la fiebre había remitido y que la estancia estaba más fresca que de
costumbre, así que no le dio importancia. La movió con suavidad para tratar de
despertarla, pero la niña no se movía. Yacía como inerte. Arreció en sus
movimientos, pero nada, la niña no reaccionaba. Histérica, fue hacia su marido
que se levantó como sacudido de un mal sueño.
—Pero,
¿Qué pasa?, María. A qué tanta alarma.
—La
niña, la niña… no se mueve…está…está
Eduardo
se acercó a la cama y la tocó. Notó su frente casi fría, su cuerpo inerte y
rígido. Se sentó a su lado y la abrazó medio llorando. No le costó porque se
sentía muerto por dentro. Su mujer se le unió en el llanto. Después de media
hora, Eduardo llamó a su amigo para que viniese a certificar su muerte.
Celebraron el funeral en intimidad. María estaba destrozada, y él también.
Un
domingo Eduardo, se fue a la ciudad a visitar a una amiga que le habían dicho
que estaba internada en un psiquiátrico. Fue acompañado de su amigo Andrés.
Cuando llegaron, les pidieron que justificase su relación con la paciente
Alicia Fuentes Garrido. “Amigo de sus padres fallecidos en un accidente”,
especificó Eduardo. Los llevaron frente a la puerta de una habitación. No
podían pasar a verla porque estaba fuera de sí. La vieron desde una ventanilla
redonda rodeada de peluches desmembrados y abiertos en canal con el relleno
sacado. Sus ojos daban miedo. Reía como una mona ansiosa mientras gritaba
impelida por el frenesí de la locura:
—Si lo
llego a saber, os mato mucho antes… a todos. !A ti el primero, papaíto…!
No hay comentarios:
Publicar un comentario