Lucía contemplaba cómo se deslizaban las gotas de
lluvia tras el cristal de la ventana. “¡Qué día tan triste!”, se dijo, mientras
tomaba una taza de café entre sus manos para sentir su calor.
Llevaba, apenas, 15 minutos en la cafetería, pero
la cadencia del tiempo se le mostraba cruda y difícil de sostener. Los
pensamientos se le arremolinaban, confusos y atropellados. Era inútil. Empezara
por donde empezara terminaban en el mismo sitio: el peor de los escenarios
posibles.
Estaba tan ensimismada que no la vio llegar hasta
que casi la tuvo enfrente.
—Siento la tardanza, Lucía, se me ha complicado
todo —trató de disculparse mientras se deshacía con pesadez del abrigo y los
atuendos invernales.
Lucía la miró tratando de auscultar en sus ojos una
brizna de luz que hiciera disolver la sombra que se había instalado en sus
vidas. Pero no vio nada más allá del dolor. Sintió ese pellizco que le atoraba
el alma. La amaba en silencio y en secreto. Se lamentaba de ser una cobarde y
no atreverse a decírselo. De no haber podido impedir que se metiese en ese
callejón sin salida en que estaba ahora.
El camarero, un joven de tez risueña y gestos
agradables, se acercó a ellas.
—! Alicia! —exclamó con un entusiasmo que delataba
su alegría de verla—. Se te echaba de menos por aquí… —el rubor asomó por sus
mejillas—. ¿Qué quieres para tomar?
—Gracias, Ramón, es que he estado muy liada con los
estudios. Ya sabes… Me pones una manzanilla doble.
—¿Algo para acompañar? —preguntó extrañado.
—No, Ramón, gracias. Sólo eso.
Las dos amigas se quedaron a solas, en silencio.
Una calma tensa se posó sobre ellas.
—Ali… ¿qué vas a hacer? —se atrevió, al fin, a
preguntar Lucía con un nudo en el estómago.
—No lo sé… —contestó Alicia arrastrando las
palabras con pesadez, al tiempo, que luchaba por reprimir las lágrimas que
asomaban por sus ojos—. Me siento como si me hubiera atravesado un tranvía.
¿Qué es eso? —preguntó, de repente, mirando hacia el asiento vacío que estaba
justo al lado de Lucía.
—¿Te refieres a esto? —preguntó Lucía mientras
cogía un periódico del que sólo asomaba una esquina— Se ve que quien estuvo
aquí antes lo dejó.
—Dámelo, Lucía, por favor —le imploró—. Quiero
ojearlo.
Alicia empezó a pasar las páginas como buscando
algo bajo la atenta mirada de su amiga que la seguía en sus movimientos.
<< ¿Qué está haciendo?>>, se preguntaba
Lucía mientras la veía tomar pequeños sorbos de manzanilla con la mente
concentrada entre las páginas de aquel ejemplar de prensa.
—Ali, ¿qué buscas ahí? No entiendo nada. Todavía no
me has dicho que vas a…
—¡Calla!, por favor… —le imploró a modo de
súplica—. Necesito calma. Necesito silencio. Las palabras me atormentan.
Alicia siguió deslizando páginas al compás de su
mirada, hasta que sus ojos se anclaron en una. Respiró aliviada. Una ilusión
pareció saltar a la conquista de sus pupilas. Seguía sin decir nada, pero la
comisura de sus labios se curvaba ligeramente hacia arriba en lo que parecía
ser un atisbo de sonrisa.
—¿Has encontrado algo? —Preguntó Lucía medio
echando su cuerpo hacia delante para ver dónde tenía puesta la vista Alicia.
—¡Sí! ¡Así, es! —le respondió con la mirada
brillante—. ¡Mira!
Alicia giró en periódico hacia Lucía mientras le
indicaba con el dedo dónde tenía que leer. Lucía, llena de curiosidad, empezó a
leer: “Podador de sombras”.
—Ali, ¿qué es esto? —preguntó confusa y desconfiada
mientras se distanciaba de la publicación como queriéndola echar para atrás.
—Justo lo que necesito ahora, Lucía…
—Lo siento, Ali, pero no lo creo. Lo que tú
necesitas es aclararte y tomar una decisión.
—¡No me digas lo que necesito! —respondió indignada
Alicia con un golpe en la voz—. Tú no tienes ni idea por lo que estoy pasando. ¡No
sé ni puedo aclararme!
Lucía sintió que se encogía en la silla hasta casi
desaparecer. No tenía intención de herirla con sus palabras, sólo quería
protegerla. La sabía débil y vulnerable.
—Lo siento, Lucía, no quería hablarte así. Me
siento muy mal y necesito…
—No, no te disculpes. Es cierto, no tengo ningún
derecho a decirte lo que necesitas.
—Lucía, sé que lo haces porque quieres me quieres
bien, pero ahora no puedes hacer nada por mí. ¿Entiendes?
—¿Y crees que esta persona, que no conoces de nada,
va a ayudarte? —preguntó Lucía inquiriéndola con la mirada—. No te lo tomes a
mal, pero es que me preocupa que pueda pasarte algo.
—¡Sí!, no me preguntes por qué, pero sé que tengo
que ir. Es un pálpito.
—¡Puede ser peligroso? ¿Y si es un loco que se
anuncia para captar víctimas?
—¡Para! —le ordenó con determinación Alicia— ¡Sé lo
que intentas hacer! Ahora lo que menos necesito es que me metas miedo. Voy a
ir. Ya está decidido.
Alicia cogió el periódico y, con cuidado, rasgó un
trozo para llevarse el anuncio. Se levantó decidida, sin darle oportunidad de
réplica a su amiga, tomó sus pertenencias y dejó sobre la mesa dinero para
pagar ambas consumiciones.
—Pago yo. Quédate con la vuelta.
Se marchó dejando a sus espaldas a Lucía que la
observaba atónica y con los ojos surcados por la preocupación. Hubiera querido
detenerla, pero sus piernas permanecían ancladas al suelo.
La tarde se aclaró, parecía que el sol quería
recuperar sus dominios e imponerse sobre las nubes. Alicia abrigó esos rayos de
luz dentro de su agitado corazón. Condujo impelida por un impulso inexorable
que la atraía hacia lo desconocido. El móvil marcaba la ruta hacia lo incierto,
ruta que ya había iniciado apenas hacía unos meses o, quizás, mucho antes, de
que empezase su pesadilla.
Nada más salir de la cafetería se había apresurado
a marcar el número del anuncio en su teléfono. Le respondió una voz masculina,
que arrastraba un toque ronco. Al principio, el tono la intimidó, pero a medida
que fue avanzando la conversación se fue sintiendo cada vez más reconfortada.
Le dio cita para esa misma tarde a las 4:30.
A medida que se iba acercando a su destino, las
sienes empezaron a palpitarle con sacudidas y el corazón se le desbocó.
Reconoció su nerviosismo, alimentado por las palabras de Lucía. Ciertos
pensamientos empezaron a cobrar forma para echarle más leña al fuego de sus
miedos.
Casi llegando, tuvo que apartarse a un lado. Con el
corazón acelerado y las lágrimas inundando su rostro, abrazó desesperada el
volante deseando morirse en ese instante. “Estoy destrozada, estoy muerta… ¿Qué
importa si alguien me mata?”, se dijo a gritos en mitad del silencio, roto sólo
por sus sollozos.
Miró su reloj, marcaban las 4:25. Apartó las lágrimas
de su cara con el dorso de la mano. Buscó un pañuelo para secarlas en el bolso.
Se miró en el espejo retrovisor del coche y trató de recomponerse para asistir
a la cita. Ya que había llegado hasta allí, no iba a echarse atrás. Pensó que
ya había tocado fondo, que perder su vida no era lo más terrible que podía
sucederle porque lo más terrible lo llevaba encima ya. Una decisión pendía
sobre su cabeza como una espada de Damocles. A ella había ligado su vida. No
había escapatoria posible. Los dados estaban echados.
Accionó el coche y condujo hacia el lugar,
aceptando su destino. Se sentía verdugo, mártir y víctima de su vida. Se
esforzaba por no pensar. Cuando los pensamientos se le volvían a colar los
sorteaba como si de un bache se tratase.
Estacionó el coche y bajó. Observó el sitio:
recóndito pero accesible; sencillo pero cuidado. Había esmero y limpieza. Su madre,
desde pequeña, le decía: “según las personas cuidan lo de fuera, así cuidan lo
de dentro”. Se le quedó grabado. Recordar esas palabras en esos momentos la
aliviaron en parte.
Subió las escaleras que separaban el terreno del
porche, tiró con suavidad de la cadenita que pendía de una pequeña campana que
colgaba justo al lado de la puerta y esperó. El tintineo agudo fue seguido de
unos pasos que avanzaban lentos, como amortiguados por el eco de una distancia
que no dejaba de crecer. “¿De verdad creo que he llegado a algún sitio?”, se
preguntó mientras esperaba delante de la puerta.
La puerta se abrió. Un hombre de unos 80 años salió
a recibirla. Delgado, de baja estatura y con una mirada profunda, la observaba
desde el dintel.
—Debes de ser Alicia, ¿verdad?
—Hola, sí, soy Alicia.
—Bienvenida a mi casa, Alicia. Puedes pasar,
adelante. Estaba seguro de que vendrías.
Los dos pasaron al interior. La casa era de buenas
dimensiones y luminosa. La tarima de madera vieja crujía bajo sus pasos. La
condujo hacia una estancia que daba a la parte posterior de la casa. A través
de un ventanal podía ver el jardín, poblado de hierbas aromáticas. La sala olía
a lavanda e incienso. Tenía librerías enmarcando todos los espacios de la
pared.
—¿Te gusta mi jardín?
—Sí, es muy bonito.
—Ahí es donde entierro a mis victimas… —le dijo
escrutándola con la mirada.
Al oírlo, Alicia tensó su cuerpo y sintió que el
terror la invadía. Se quedó paralizada. Los músculos no respondían, los notaba
rígidos, a punto de romperse.
—Tranquila, solo bromeaba. He visto en tus ojos que
estabas muerta de miedo. Son pocos los que se atreven a venir hasta aquí.
—No ha tenido ninguna gracia. Casi se me sale el
corazón por la boca.
—Lo sé, lo sé, disculpa los modales de este viejo
solitario que ya no sabe habitar entre la gente.
Alicia lo miraba, sin saber qué hacer,
desconcertada. Había sentido miedo, pero ahora al contemplarlo, sentía una
extraña combinación entre compasión y fascinación. Pensó, “me está poniendo a
prueba”.
—Siéntate Alicia, aunque también, si lo deseas
puedes irte. Hagas lo que hagas, lo comprenderé. Tú decides.
Alicia se sentó y esperó que su anfitrión no fuese
un psicópata. Por alguna razón, su presencia no le inquietaba, le inspiraba
confianza. Y eso en ella ya era un paso.
—¿Cómo se llama usted? Aún no me lo ha dicho.
—Paul, me llamo Paul. No me hables de usted. ¿Quieres
tomar una infusión?
—No gracias, Paul, tengo el estómago encogido.
—No es para menos, después del susto que te has
llevado. Has venido aquí para hablar, puedes empezar.
—No sé por dónde empezar.
—Eso da igual. Empieces por donde empieces, lo
quieras o no, terminarás en el mismo sitio: ese que hace que tu vida se
estrangule.
—Entonces empiezo por el final. Estoy embarazada y
no sé qué hacer…
—¿Por qué dices que no sabes qué hacer?
—Porque mis padres quieren que aborte.
—Y tú no estás de acuerdo, ¿no es así?
—Sí, así es.
—Si no sintieses la presión que te asfixia, si no
tuvieses todos los impedimentos que sientes, tú, ¿qué harías?
—Lo tendría…
Las lágrimas empezaron a brotar por sus ojos,
primero tímidas, para después desbocarse como un torrente. Lloraba por todos
los poros de su piel, por todos los rincones de su cuerpo y de su alma. Había
soportado tanta presión por todos lados que ahora se sentía explotar. Le
vinieron a la mente las recriminaciones duras de su padre; sus amenazas ante un
futuro que ella iba a traicionar; la falta de apoyo por parte de su madre, que
no hacía más que lamentarse por la venida al mundo de una criatura que iba a
tener una vida desdichada y sin recursos. Ella, tan responsable y tan contenida,
que nunca, nunca, nunca se hubiera imaginado deslizarse por tal escenario.
Paul la observaba en silencio, acogía su drama
dándole espacio y tiempo para supurar todo el dolor que de repente se le
agolpaba. Deslizó una caja de pañuelos desechables hacia ella. Y esperó a que
la tormenta amainase, sin decir nada, ofreciéndole el apoyo de su mirada.
Cuando Alicia se sintió más descargada, empezó a
desenredar la madeja de su vida. Siempre había sido la niña perfecta que
complacía a todos en todo: a sus padres, a sus amigos, a sus profesores. Era la
niña prodigio, dispuesta a regalar una sonrisa y satisfacer expectativas
ajenas. Ella se sentía feliz y satisfecha de cumplir. Todo iba de fábula hasta
que Andrés se cruzó en su camino.
Lo conoció una mañana cuando fue al departamento de
la Universidad donde trabaja su padre. Era un hombre joven y atractivo. Nada
más conocerla se mostró encantador con ella. Al saber que había una asignatura
de la carrera que se le resistía para sacar matrícula de honor, se ofreció, con
el permiso de su padre, a darle clases.
Al principio, iba a la facultad para recibir las
clases; con el tiempo, él fue insinuando que el mejor sitio sería su
apartamento. Allí, nadie los molestaría. Ella se sentía atraída por él, aunque
lo consideraba demasiado mayor. Andrés se mostraba cauto en sus acercamientos.
La tanteaba: primero, con miradas un poco más intensas; después, con la
proximidad de su cuerpo. Poco a poco, la fue conduciendo a un contacto cada vez
más íntimo, fue alimentando el deseo en ella de forma intermitente: un día era
más osado, otro más distante y otro, totalmente indiferente.
Alicia se
sentía confundida: sentía cosas que nunca antes había sentido. El deseo que iba
naciendo en ella la obsesionaba hasta el punto de que tenía que esforzarse para
que no interfiriese en sus estudios. Trataba de mantenerlo al margen, pero se
le colaba por las rendijas de una vida que hasta entonces había mantenido
totalmente controlada. Al mismo tiempo, empezó a sentir el aguijoneo de los
celos y la desconfianza, estimulados por los gestos y momentos de calculada
indiferencia de Andrés.
De pequeños escarceos, él fue subiendo a mayores
demandas. Alicia se oponía, y entonces, la castigaba con el mutismo y la
distancia, hasta que terminó venciendo sus resistencias. Y entonces, quedó
embarazada. Andrés la animó a abortar. Le pagaba todos los gastos. Bajo ningún
concepto su padre podría saber nada. Llegó a amenazarla.
Alicia, se debatía entre su gran desolación por
conocer quién de verdad era Andrés, el miedo a decepcionar a sus padres, y la
responsabilidad de llevar una vida latiendo en ella. Le costó confesarse ante
sus padres, pero lo hizo. No les dijo quién era el padre. Eso avivó todavía más
los rescoldos del fuego familiar. No encontró apoyo en ellos. La presionaron
por cielo, tierra y aire para que abortara y no echara a perder su vida.
Su único apoyo fue su amiga Lucía, que no podía
serle de gran ayuda, y ahora, este hombre, un perfecto desconocido frente al
que se encontraba.
—Vaya, ha tenido que ser muy duro para ti, Alicia.
Así que lo que creíste que era una bendición para ti, ha sido tu condena
—comentó arrastrando con cadencia las palabras mientras fijaba sus pupilas en
ella como el que desvela un secreto oculto.
Alicia abrió los ojos de par en par sacudida por
una descarga eléctrica. No salía de su asombro. Creía entender, pero no atinaba
a hilvanar sus pensamientos. Se sentía entre confusa y expectante. Este hombre
quería ponerla frente a una tesitura más allá de lo que estaba familiarizada.
—¿Cómo?
—Sí, tu complacencia hacia los demás ha sido tu
moneda de cambio. Te has vendido a unos y otros para comprar su afecto. En
estos momentos, te sientes sola frente a una decisión, en la que una vez más, te
empujan a pasar por encima de ti. Como siempre ha sido, ahora es…
—¡Dios mío! Es verdad… —reaccionó llevándose las
manos a la cabeza—. Pero mis padres lo hacen por mi bien.
—Sí, por supuesto. Siempre lo han hecho. Pero eso
no significa que lo que ellos con toda su buena voluntad determinen para ti, lo
sea. Porque de lo contrario, ¿no estarías aquí? ¿Verdad? ¿Tú quieres abortar?
—No, yo no…
—¿Por qué? Dime lo que piensas, lo que sientes…
Dame tus motivos. Sólo los tuyos.
—Algo por dentro me grita que no quiero hacerlo.
Entiendo que ellos piensen que es lo mejor para mí, pero yo… —empezó a sollozar
de nuevo— no quiero matar lo que ya vive dentro de mí. Imagino cómo será
sentirlo en mis brazos y no puedo, no me siento capaz de hacerlo…
—Veo que lo tienes claro.
—Sí, pero no sé decirles No a mis padres.
—Ya… por eso estás aquí: no sabes decirles No a tus
padres como tampoco supiste decirle No a Andrés. Y puedes seguir así mucho
tiempo, pero cuanto más intentes complacer a los demás, más te vaciarás de ti
misma.
Alicia se echó hacia atrás en la silla, con los
ojos muy abiertos y el corazón noqueado. Paul le había removido los frágiles
cimientos sobre los que asentaba su vida. Se sentía cobarde y miserable por no
haber plantado cara en momentos de su vida en los que había deseado tomar sus
propias decisiones. Esa era su condena: por no saber imponerse, aceptaba la
imposición de otros.
—Tengo tanto miedo… y si ellos tienen razón, y si
me equivoco, y si arruino mi vida, y si soy una desgracia para mi hijo…
—Las cuentas del “Y si…” son infinitas, pero llevan
a lo mismo —Paul hizo una pausa mientras la miraba fijamente para sellar sus
palabras en su mente.
—¿A qué?
—A renunciar por miedo. Te cuesta tomar decisiones
porque tienes miedo al rechazo, porque no te sientes suficiente como para que
hagas lo que hagas te acepten tal y como eres. Por eso sumas “y si” para
amarrarte a lo que otros decidan por ti y así, asegurarte su afecto.
—¡Oh! ¡Es terrible! Pero es cierto. Me cuesta tanto
asumir esta decisión y hacer frente a mis padres…
—Ya… nadie dice que sea fácil, pero es algo que
tendrás que afrontar. La cuestión es: o marcas tu compás y asumes tu
responsabilidad, u otros te lo marcarán y tendrás que tragarte los efectos de
decisiones que no son las tuyas. O tomas el timón de tu barco o lo toman otros.
Y eso en sí, ya es una decisión. ¿Entiendes?
—Sí, nunca antes lo había visto con tanta claridad.
Lo voy a hacer: voy a tomar mi decisión, la que yo quiero, aunque me echen a
patadas de casa.
—No, no lo harán —le dijo Paul con seguridad.
—¿Cómo lo sabes? ¡Tú no conoces a mi padre! ¡el
catedrático de renombre! ¡Ni a mi madre, la antropóloga y escritora!
—No, no los conozco, pero sí sé algo: que por
encima de todo te quieren. Y lo quieran o no, no tendrán más remedio que
aceptarlo. Eso sí, no te esperes que lo celebren. Antes despotricarán y
patalearán.
—Me alegro de haber venido. Mi madre me llevó a una
psicóloga para que me convenciese de que tener a mi hijo era una locura.
—Se ve que no te convenció —le dijo Paul mientras
le devolvía una amplia sonrisa que mostraba unos dientes impecables.
—¡Qué va! Fue una situación de lo más engorroso.
¿Eres psicólogo?
—¡Por Dios! ¡no! No tengo un título al que deberme
y enmarcar como una lápida en la pared.
—Eres un podador de sombras auténtico.
—Lo soy con el permiso de quien quiere despejar sus
sombras.
—¿Y cómo has llegado a serlo?
—Cualquiera puede. Primero tienes que reconocer tus
sombras y después, arrojar luz sobre ellas para disolverlas. Una vez que has
lidiado con lo que te frena puedes acompañar a otros en su proceso.
—Me gustaría hacerlo a mí también.
—Tengo algo para ti —dijo Paul mientras se
levantaba y se dirigía hacia un armario para coger algo.
Paul volvió hacia la mesa y puso encima de ella
unas tijeras de podar relucientes ante la atenta mirada de Alicia.
—Aquí tienes para empezar. Te paso el testigo. Me
estoy haciendo demasiado viejo y hacen falta podadores de sombras. Puedo ir
guiándote. No estás sola Alicia. Tú eres suficiente, no lo olvides nunca.
@ana.escritora.terapeuta
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