sábado, 31 de mayo de 2025

El podador de sombras

 

Lucía contemplaba cómo se deslizaban las gotas de lluvia tras el cristal de la ventana. “¡Qué día tan triste!”, se dijo, mientras tomaba una taza de café entre sus manos para sentir su calor.

Llevaba, apenas, 15 minutos en la cafetería, pero la cadencia del tiempo se le mostraba cruda y difícil de sostener. Los pensamientos se le arremolinaban, confusos y atropellados. Era inútil. Empezara por donde empezara terminaban en el mismo sitio: el peor de los escenarios posibles.

Estaba tan ensimismada que no la vio llegar hasta que casi la tuvo enfrente.

—Siento la tardanza, Lucía, se me ha complicado todo —trató de disculparse mientras se deshacía con pesadez del abrigo y los atuendos invernales.

Lucía la miró tratando de auscultar en sus ojos una brizna de luz que hiciera disolver la sombra que se había instalado en sus vidas. Pero no vio nada más allá del dolor. Sintió ese pellizco que le atoraba el alma. La amaba en silencio y en secreto. Se lamentaba de ser una cobarde y no atreverse a decírselo. De no haber podido impedir que se metiese en ese callejón sin salida en que estaba ahora.

El camarero, un joven de tez risueña y gestos agradables, se acercó a ellas.

—! Alicia! —exclamó con un entusiasmo que delataba su alegría de verla—. Se te echaba de menos por aquí… —el rubor asomó por sus mejillas—. ¿Qué quieres para tomar?

—Gracias, Ramón, es que he estado muy liada con los estudios. Ya sabes… Me pones una manzanilla doble.

—¿Algo para acompañar? —preguntó extrañado.

—No, Ramón, gracias. Sólo eso.

Las dos amigas se quedaron a solas, en silencio. Una calma tensa se posó sobre ellas.

—Ali… ¿qué vas a hacer? —se atrevió, al fin, a preguntar Lucía con un nudo en el estómago.

—No lo sé… —contestó Alicia arrastrando las palabras con pesadez, al tiempo, que luchaba por reprimir las lágrimas que asomaban por sus ojos—. Me siento como si me hubiera atravesado un tranvía. ¿Qué es eso? —preguntó, de repente, mirando hacia el asiento vacío que estaba justo al lado de Lucía.

—¿Te refieres a esto? —preguntó Lucía mientras cogía un periódico del que sólo asomaba una esquina— Se ve que quien estuvo aquí antes lo dejó.

—Dámelo, Lucía, por favor —le imploró—. Quiero ojearlo.

Alicia empezó a pasar las páginas como buscando algo bajo la atenta mirada de su amiga que la seguía en sus movimientos.

<< ¿Qué está haciendo?>>, se preguntaba Lucía mientras la veía tomar pequeños sorbos de manzanilla con la mente concentrada entre las páginas de aquel ejemplar de prensa.

—Ali, ¿qué buscas ahí? No entiendo nada. Todavía no me has dicho que vas a…

—¡Calla!, por favor… —le imploró a modo de súplica—. Necesito calma. Necesito silencio. Las palabras me atormentan.

Alicia siguió deslizando páginas al compás de su mirada, hasta que sus ojos se anclaron en una. Respiró aliviada. Una ilusión pareció saltar a la conquista de sus pupilas. Seguía sin decir nada, pero la comisura de sus labios se curvaba ligeramente hacia arriba en lo que parecía ser un atisbo de sonrisa.

—¿Has encontrado algo? —Preguntó Lucía medio echando su cuerpo hacia delante para ver dónde tenía puesta la vista Alicia.

—¡Sí! ¡Así, es! —le respondió con la mirada brillante—. ¡Mira!

Alicia giró en periódico hacia Lucía mientras le indicaba con el dedo dónde tenía que leer. Lucía, llena de curiosidad, empezó a leer: “Podador de sombras”.

—Ali, ¿qué es esto? —preguntó confusa y desconfiada mientras se distanciaba de la publicación como queriéndola echar para atrás.

—Justo lo que necesito ahora, Lucía…

—Lo siento, Ali, pero no lo creo. Lo que tú necesitas es aclararte y tomar una decisión.

—¡No me digas lo que necesito! —respondió indignada Alicia con un golpe en la voz—. Tú no tienes ni idea por lo que estoy pasando. ¡No sé ni puedo aclararme!

Lucía sintió que se encogía en la silla hasta casi desaparecer. No tenía intención de herirla con sus palabras, sólo quería protegerla. La sabía débil y vulnerable.

—Lo siento, Lucía, no quería hablarte así. Me siento muy mal y necesito…

—No, no te disculpes. Es cierto, no tengo ningún derecho a decirte lo que necesitas.

—Lucía, sé que lo haces porque quieres me quieres bien, pero ahora no puedes hacer nada por mí. ¿Entiendes?

—¿Y crees que esta persona, que no conoces de nada, va a ayudarte? —preguntó Lucía inquiriéndola con la mirada—. No te lo tomes a mal, pero es que me preocupa que pueda pasarte algo.

—¡Sí!, no me preguntes por qué, pero sé que tengo que ir. Es un pálpito.

—¡Puede ser peligroso? ¿Y si es un loco que se anuncia para captar víctimas?

—¡Para! —le ordenó con determinación Alicia— ¡Sé lo que intentas hacer! Ahora lo que menos necesito es que me metas miedo. Voy a ir. Ya está decidido.

Alicia cogió el periódico y, con cuidado, rasgó un trozo para llevarse el anuncio. Se levantó decidida, sin darle oportunidad de réplica a su amiga, tomó sus pertenencias y dejó sobre la mesa dinero para pagar ambas consumiciones.

—Pago yo. Quédate con la vuelta.

Se marchó dejando a sus espaldas a Lucía que la observaba atónica y con los ojos surcados por la preocupación. Hubiera querido detenerla, pero sus piernas permanecían ancladas al suelo.

La tarde se aclaró, parecía que el sol quería recuperar sus dominios e imponerse sobre las nubes. Alicia abrigó esos rayos de luz dentro de su agitado corazón. Condujo impelida por un impulso inexorable que la atraía hacia lo desconocido. El móvil marcaba la ruta hacia lo incierto, ruta que ya había iniciado apenas hacía unos meses o, quizás, mucho antes, de que empezase su pesadilla.

 

Nada más salir de la cafetería se había apresurado a marcar el número del anuncio en su teléfono. Le respondió una voz masculina, que arrastraba un toque ronco. Al principio, el tono la intimidó, pero a medida que fue avanzando la conversación se fue sintiendo cada vez más reconfortada. Le dio cita para esa misma tarde a las 4:30.

 

A medida que se iba acercando a su destino, las sienes empezaron a palpitarle con sacudidas y el corazón se le desbocó. Reconoció su nerviosismo, alimentado por las palabras de Lucía. Ciertos pensamientos empezaron a cobrar forma para echarle más leña al fuego de sus miedos.

Casi llegando, tuvo que apartarse a un lado. Con el corazón acelerado y las lágrimas inundando su rostro, abrazó desesperada el volante deseando morirse en ese instante. “Estoy destrozada, estoy muerta… ¿Qué importa si alguien me mata?”, se dijo a gritos en mitad del silencio, roto sólo por sus sollozos.

Miró su reloj, marcaban las 4:25. Apartó las lágrimas de su cara con el dorso de la mano. Buscó un pañuelo para secarlas en el bolso. Se miró en el espejo retrovisor del coche y trató de recomponerse para asistir a la cita. Ya que había llegado hasta allí, no iba a echarse atrás. Pensó que ya había tocado fondo, que perder su vida no era lo más terrible que podía sucederle porque lo más terrible lo llevaba encima ya. Una decisión pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles. A ella había ligado su vida. No había escapatoria posible. Los dados estaban echados.

Accionó el coche y condujo hacia el lugar, aceptando su destino. Se sentía verdugo, mártir y víctima de su vida. Se esforzaba por no pensar. Cuando los pensamientos se le volvían a colar los sorteaba como si de un bache se tratase.

Estacionó el coche y bajó. Observó el sitio: recóndito pero accesible; sencillo pero cuidado. Había esmero y limpieza. Su madre, desde pequeña, le decía: “según las personas cuidan lo de fuera, así cuidan lo de dentro”. Se le quedó grabado. Recordar esas palabras en esos momentos la aliviaron en parte.

Subió las escaleras que separaban el terreno del porche, tiró con suavidad de la cadenita que pendía de una pequeña campana que colgaba justo al lado de la puerta y esperó. El tintineo agudo fue seguido de unos pasos que avanzaban lentos, como amortiguados por el eco de una distancia que no dejaba de crecer. “¿De verdad creo que he llegado a algún sitio?”, se preguntó mientras esperaba delante de la puerta.

La puerta se abrió. Un hombre de unos 80 años salió a recibirla. Delgado, de baja estatura y con una mirada profunda, la observaba desde el dintel.

—Debes de ser Alicia, ¿verdad?

—Hola, sí, soy Alicia.

—Bienvenida a mi casa, Alicia. Puedes pasar, adelante. Estaba seguro de que vendrías.

Los dos pasaron al interior. La casa era de buenas dimensiones y luminosa. La tarima de madera vieja crujía bajo sus pasos. La condujo hacia una estancia que daba a la parte posterior de la casa. A través de un ventanal podía ver el jardín, poblado de hierbas aromáticas. La sala olía a lavanda e incienso. Tenía librerías enmarcando todos los espacios de la pared.

—¿Te gusta mi jardín?

—Sí, es muy bonito.

—Ahí es donde entierro a mis victimas… —le dijo escrutándola con la mirada.

Al oírlo, Alicia tensó su cuerpo y sintió que el terror la invadía. Se quedó paralizada. Los músculos no respondían, los notaba rígidos, a punto de romperse.

—Tranquila, solo bromeaba. He visto en tus ojos que estabas muerta de miedo. Son pocos los que se atreven a venir hasta aquí.

—No ha tenido ninguna gracia. Casi se me sale el corazón por la boca.

—Lo sé, lo sé, disculpa los modales de este viejo solitario que ya no sabe habitar entre la gente.

Alicia lo miraba, sin saber qué hacer, desconcertada. Había sentido miedo, pero ahora al contemplarlo, sentía una extraña combinación entre compasión y fascinación. Pensó, “me está poniendo a prueba”.

—Siéntate Alicia, aunque también, si lo deseas puedes irte. Hagas lo que hagas, lo comprenderé. Tú decides.

Alicia se sentó y esperó que su anfitrión no fuese un psicópata. Por alguna razón, su presencia no le inquietaba, le inspiraba confianza. Y eso en ella ya era un paso.

—¿Cómo se llama usted? Aún no me lo ha dicho.

—Paul, me llamo Paul. No me hables de usted. ¿Quieres tomar una infusión?

—No gracias, Paul, tengo el estómago encogido.

—No es para menos, después del susto que te has llevado. Has venido aquí para hablar, puedes empezar.

—No sé por dónde empezar.

—Eso da igual. Empieces por donde empieces, lo quieras o no, terminarás en el mismo sitio: ese que hace que tu vida se estrangule.

—Entonces empiezo por el final. Estoy embarazada y no sé qué hacer…

—¿Por qué dices que no sabes qué hacer?

—Porque mis padres quieren que aborte.

—Y tú no estás de acuerdo, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Si no sintieses la presión que te asfixia, si no tuvieses todos los impedimentos que sientes, tú, ¿qué harías?

—Lo tendría…

Las lágrimas empezaron a brotar por sus ojos, primero tímidas, para después desbocarse como un torrente. Lloraba por todos los poros de su piel, por todos los rincones de su cuerpo y de su alma. Había soportado tanta presión por todos lados que ahora se sentía explotar. Le vinieron a la mente las recriminaciones duras de su padre; sus amenazas ante un futuro que ella iba a traicionar; la falta de apoyo por parte de su madre, que no hacía más que lamentarse por la venida al mundo de una criatura que iba a tener una vida desdichada y sin recursos. Ella, tan responsable y tan contenida, que nunca, nunca, nunca se hubiera imaginado deslizarse por tal escenario.

Paul la observaba en silencio, acogía su drama dándole espacio y tiempo para supurar todo el dolor que de repente se le agolpaba. Deslizó una caja de pañuelos desechables hacia ella. Y esperó a que la tormenta amainase, sin decir nada, ofreciéndole el apoyo de su mirada.

Cuando Alicia se sintió más descargada, empezó a desenredar la madeja de su vida. Siempre había sido la niña perfecta que complacía a todos en todo: a sus padres, a sus amigos, a sus profesores. Era la niña prodigio, dispuesta a regalar una sonrisa y satisfacer expectativas ajenas. Ella se sentía feliz y satisfecha de cumplir. Todo iba de fábula hasta que Andrés se cruzó en su camino.

Lo conoció una mañana cuando fue al departamento de la Universidad donde trabaja su padre. Era un hombre joven y atractivo. Nada más conocerla se mostró encantador con ella. Al saber que había una asignatura de la carrera que se le resistía para sacar matrícula de honor, se ofreció, con el permiso de su padre, a darle clases.

Al principio, iba a la facultad para recibir las clases; con el tiempo, él fue insinuando que el mejor sitio sería su apartamento. Allí, nadie los molestaría. Ella se sentía atraída por él, aunque lo consideraba demasiado mayor. Andrés se mostraba cauto en sus acercamientos. La tanteaba: primero, con miradas un poco más intensas; después, con la proximidad de su cuerpo. Poco a poco, la fue conduciendo a un contacto cada vez más íntimo, fue alimentando el deseo en ella de forma intermitente: un día era más osado, otro más distante y otro, totalmente indiferente.

 Alicia se sentía confundida: sentía cosas que nunca antes había sentido. El deseo que iba naciendo en ella la obsesionaba hasta el punto de que tenía que esforzarse para que no interfiriese en sus estudios. Trataba de mantenerlo al margen, pero se le colaba por las rendijas de una vida que hasta entonces había mantenido totalmente controlada. Al mismo tiempo, empezó a sentir el aguijoneo de los celos y la desconfianza, estimulados por los gestos y momentos de calculada indiferencia de Andrés.

De pequeños escarceos, él fue subiendo a mayores demandas. Alicia se oponía, y entonces, la castigaba con el mutismo y la distancia, hasta que terminó venciendo sus resistencias. Y entonces, quedó embarazada. Andrés la animó a abortar. Le pagaba todos los gastos. Bajo ningún concepto su padre podría saber nada. Llegó a amenazarla.

Alicia, se debatía entre su gran desolación por conocer quién de verdad era Andrés, el miedo a decepcionar a sus padres, y la responsabilidad de llevar una vida latiendo en ella. Le costó confesarse ante sus padres, pero lo hizo. No les dijo quién era el padre. Eso avivó todavía más los rescoldos del fuego familiar. No encontró apoyo en ellos. La presionaron por cielo, tierra y aire para que abortara y no echara a perder su vida.

Su único apoyo fue su amiga Lucía, que no podía serle de gran ayuda, y ahora, este hombre, un perfecto desconocido frente al que se encontraba.

—Vaya, ha tenido que ser muy duro para ti, Alicia. Así que lo que creíste que era una bendición para ti, ha sido tu condena —comentó arrastrando con cadencia las palabras mientras fijaba sus pupilas en ella como el que desvela un secreto oculto.

Alicia abrió los ojos de par en par sacudida por una descarga eléctrica. No salía de su asombro. Creía entender, pero no atinaba a hilvanar sus pensamientos. Se sentía entre confusa y expectante. Este hombre quería ponerla frente a una tesitura más allá de lo que estaba familiarizada.

—¿Cómo?

—Sí, tu complacencia hacia los demás ha sido tu moneda de cambio. Te has vendido a unos y otros para comprar su afecto. En estos momentos, te sientes sola frente a una decisión, en la que una vez más, te empujan a pasar por encima de ti. Como siempre ha sido, ahora es…

—¡Dios mío! Es verdad… —reaccionó llevándose las manos a la cabeza—. Pero mis padres lo hacen por mi bien.

—Sí, por supuesto. Siempre lo han hecho. Pero eso no significa que lo que ellos con toda su buena voluntad determinen para ti, lo sea. Porque de lo contrario, ¿no estarías aquí? ¿Verdad? ¿Tú quieres abortar?

—No, yo no…

—¿Por qué? Dime lo que piensas, lo que sientes… Dame tus motivos. Sólo los tuyos.

—Algo por dentro me grita que no quiero hacerlo. Entiendo que ellos piensen que es lo mejor para mí, pero yo… —empezó a sollozar de nuevo— no quiero matar lo que ya vive dentro de mí. Imagino cómo será sentirlo en mis brazos y no puedo, no me siento capaz de hacerlo…

—Veo que lo tienes claro.

—Sí, pero no sé decirles No a mis padres.

—Ya… por eso estás aquí: no sabes decirles No a tus padres como tampoco supiste decirle No a Andrés. Y puedes seguir así mucho tiempo, pero cuanto más intentes complacer a los demás, más te vaciarás de ti misma.

Alicia se echó hacia atrás en la silla, con los ojos muy abiertos y el corazón noqueado. Paul le había removido los frágiles cimientos sobre los que asentaba su vida. Se sentía cobarde y miserable por no haber plantado cara en momentos de su vida en los que había deseado tomar sus propias decisiones. Esa era su condena: por no saber imponerse, aceptaba la imposición de otros.

—Tengo tanto miedo… y si ellos tienen razón, y si me equivoco, y si arruino mi vida, y si soy una desgracia para mi hijo…

—Las cuentas del “Y si…” son infinitas, pero llevan a lo mismo —Paul hizo una pausa mientras la miraba fijamente para sellar sus palabras en su mente.

—¿A qué?

—A renunciar por miedo. Te cuesta tomar decisiones porque tienes miedo al rechazo, porque no te sientes suficiente como para que hagas lo que hagas te acepten tal y como eres. Por eso sumas “y si” para amarrarte a lo que otros decidan por ti y así, asegurarte su afecto.

—¡Oh! ¡Es terrible! Pero es cierto. Me cuesta tanto asumir esta decisión y hacer frente a mis padres…

—Ya… nadie dice que sea fácil, pero es algo que tendrás que afrontar. La cuestión es: o marcas tu compás y asumes tu responsabilidad, u otros te lo marcarán y tendrás que tragarte los efectos de decisiones que no son las tuyas. O tomas el timón de tu barco o lo toman otros. Y eso en sí, ya es una decisión. ¿Entiendes?

—Sí, nunca antes lo había visto con tanta claridad. Lo voy a hacer: voy a tomar mi decisión, la que yo quiero, aunque me echen a patadas de casa.

—No, no lo harán —le dijo Paul con seguridad.

—¿Cómo lo sabes? ¡Tú no conoces a mi padre! ¡el catedrático de renombre! ¡Ni a mi madre, la antropóloga y escritora!

—No, no los conozco, pero sí sé algo: que por encima de todo te quieren. Y lo quieran o no, no tendrán más remedio que aceptarlo. Eso sí, no te esperes que lo celebren. Antes despotricarán y patalearán.

—Me alegro de haber venido. Mi madre me llevó a una psicóloga para que me convenciese de que tener a mi hijo era una locura.

—Se ve que no te convenció —le dijo Paul mientras le devolvía una amplia sonrisa que mostraba unos dientes impecables.

—¡Qué va! Fue una situación de lo más engorroso. ¿Eres psicólogo?

—¡Por Dios! ¡no! No tengo un título al que deberme y enmarcar como una lápida en la pared.

—Eres un podador de sombras auténtico.

—Lo soy con el permiso de quien quiere despejar sus sombras.

—¿Y cómo has llegado a serlo?

—Cualquiera puede. Primero tienes que reconocer tus sombras y después, arrojar luz sobre ellas para disolverlas. Una vez que has lidiado con lo que te frena puedes acompañar a otros en su proceso.

—Me gustaría hacerlo a mí también.

—Tengo algo para ti —dijo Paul mientras se levantaba y se dirigía hacia un armario para coger algo.

Paul volvió hacia la mesa y puso encima de ella unas tijeras de podar relucientes ante la atenta mirada de Alicia.

—Aquí tienes para empezar. Te paso el testigo. Me estoy haciendo demasiado viejo y hacen falta podadores de sombras. Puedo ir guiándote. No estás sola Alicia. Tú eres suficiente, no lo olvides nunca.

@ana.escritora.terapeuta

 


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sábado, 24 de mayo de 2025

Me declaro inocente.

 


Necesitan un culpable y yo soy el blanco perfecto. No tengo nada para defenderme, ni siquiera una buena coartada. Nadie me vio, no fui a ningún sitio ese día. Si soy culpable de algo, es de haberla conocido.

En un momento de mi vida, ella me socorrió, pero luego se volvió pesada. Demasiadas preguntas incómodas. Quería saberlo todo de mí, y yo sólo quería que cerrase la boca. ¡Maldita vieja! Me alegra saberla callada para siempre.

Alguien tiene que hacer el trabajo sucio. La gente es hipócrita: se queja por todo, y luego no hace nada. Van a trabajar como resignadas hormiguitas, para después despotricar contra sus jefes. Y cuando alguien hace lo que hay que hacer, se llevan las manos a la cabeza y hacen aspavientos con sus caras huecas. ¡Esas putas cucarachas no se merecen vivir!

Ahora, van tras mis pasos, a la caza de un culpable, porque no tienen a otro pringado más a mano.

Vivimos en un mundo al revés donde a los valientes, a los que se atreven a dar el paso, se los criminaliza; y a los cobardes, se los sube a un pedestal.

No sé cuánto tiempo tardarán en encontrarme. Me queda tomar una

decisión: ir a la cárcel o morir matando. Pero tome la decisión que tome, me declaro inocente.

@ana.escritora.terapeuta.

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viernes, 16 de mayo de 2025

Mujeres que danzan con la luna.

 


A Isabela le gustaba bailar a la luz de la luna. Su escenario: una vieja cancha de tenis abandonada, en mitad de la nada, fuera del fragor de luces que vomitaba la ciudad.

Cada noche, después de salir del trabajo, se cambiaba de ropa en casa, tomaba su coche y conducía hasta su pista de baile. Y allí, arropada al abrigo de las estrellas, en el cielo limpio de la noche, se entregaba a la danza.

Bailaba para ella, para el cielo, las estrellas, la luna, la noche. Rodeada de una exuberancia salvaje, complacida, que la observaba en silencio. Giraba, saltaba, se volteaba, marcaba sus movimientos con maestría al compás de una música que le sonaba desde dentro.

Unos ojos redondos y grandes, hechos a la oscuridad, la contemplaban y la seguían sin perder detalle. Custodiaban su presencia como celosos guardianes de un tesoro de valor ancestral.

Ella se había convertido en un elemento más de aquel hábitat asilvestrado, que el hombre una vez había conquistado y que la naturaleza había vuelto a reclamar.

Isabela también volvía a la naturaleza que le había sido arrancada. Y allí, hiciese frío, calor, lloviese o nevase, danzaba. Aunque el viento azotara su cara, el frío entumeciese sus dedos, o la nieve crujiera bajo sus pies, seguía bailando sabiéndose libre y ajena a un mundo que cada vez tenía menos cabida en ella.

@ana.escritora.terapeuta

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viernes, 9 de mayo de 2025

El minino


Caminaba sin prisas, segura de sus pasos. Era una tarde fría de invierno. Se desvió del trayecto habitual para acortar el camino de regreso a casa. Y allí estaba: en ese barrio sucio, solitario e inhóspito. Tres figuras emergieron entre los contenedores. Sus sombras se recortaban en el asfalto mientras se acercaban.

Elena oyó sus pasos y volvió la cabeza. Sabía que venían tras ella, y los esperó, observándolos desde la distancia. Vestían el típico atuendo de pandillero: gorras, sudaderas con capucha, pantalones amplios y caídos, y ostentosas cadenas. Se aproximaban, cada vez más cerca, cada vez más amenazantes.

El que parecía el líder iba en medio. Era bajito, delgado y con una mirada desdeñosa. Oteaba a su presa con descaro. Elena sintió cómo aquellos ojos pequeños y cínicos se clavaban en ella. Sus acompañantes, más jóvenes, le doblaban en altura. Uno rebasaba con creces la talla XXXL; el otro era tan escuálido que parecía tener que amarrarse la ropa para no perderla.

Al llegar a su altura, el jefecillo rompió el silencio con una voz ronca y atronadora:

Vaya, vaya, vaya… ¿Qué tenemos por aquí? Una viejecita indefensa —dijo con tono malicioso—. Has tenido suerte de encontrarte con nosotros. ¿Sabes que este barrio es muy, pero que muy peligroso?

Joven, pues no, no lo sabía. Permíteme presentarme: me llamo Elena. ¿Cómo te llamas tú?

¿Qué cómo me llamo yo? —repitió el jefecillo, incrédulo y sarcástico—. ¿Habéis oído eso?

Los dos chicarrones estallaron en carcajadas y gestos grotescos. Parecían dos simios escapados de un zoológico. Pido perdón a los simios por la comparación.

Señora, mejor nos saltamos las presentaciones. Entréguenos el bolso y podrá seguir su camino. Segura y a salvo.

Hmm… Ya veo. Joven, antes de darte mi bolso debo advertirte algo. Dentro llevo a mi gatito. Normalmente soy muy puntual con su comida, pero esta noche estaba en racha y se me pasó la hora en el bingo. Por eso tomé este atajo. Mi minino es inofensivo… salvo cuando tiene hambre.

¡Anda, qué sorpresa! ¡Si dentro del bolso hay un minino! ¡Vaya, vaya, vaya…! Chicos, esta noche nos ha tocado el gordo. ¡Odio los gatos! Mapache, acércate y agarra el bolso. Vamos a mandar a un minino al cielo.

Yo, de vosotros, no haría eso —advirtió Elena—. Está demasiado hambriento. Noto cómo se mueve dentro del bolso…

¡Mapache! —gritó el jefecillo, empujándolo hacia adelante—. ¡Hazlo ya!

Jefe… ¿y si es cierto? —preguntó Mapache, visiblemente inquieto.

¿Cómo va a ser cierto, pedazo de lelo? ¿Un gato dentro de un bolso? ¿Y qué si lo hay? ¿Le tienes miedo a un asqueroso gato?

Jefe, a mí me da muy mal rollo todo esto —intervino el grandullón.

¿Tú también, Quebrantahuesos? ¡No me lo puedo creer! ¿Pero de qué pasta estáis hechos? ¿Os da miedo una vieja?

No es la vieja, jefe… es lo que dice del bolso. Y mírala… está tan tranquila… —murmuró Quebrantahuesos.

Porque o está rematadamente loca… o es muy lista. ¡Menudo par de inútiles! ¡Lo haré yo! Pero olvidaros del botín: me lo quedo entero.

¡Ay, pobrecitos…! —exclamó Elena con pesar, dejando el bolso en el suelo—. Dios los tenga en su gloria.

¡Cállate, estúpida vieja! ¡A mí no me asustas con ese teatro! —gruñó el jefecillo, recogiendo el bolso.

Lo levantó del suelo y se volvió hacia sus compinches:

¡Vamos a los contenedores! Allí estaremos más tranquilos. Señora, váyase antes de que me arrepienta… y la mande al cielo con su minino.

Elena se alejó con paso rápido. Quería salir de allí cuanto antes. El suave tintineo de sus llaves en el bolsillo la reconfortó. Pensó en esa humeante y espesa taza de chocolate caliente que se prepararía nada más llegar a casa.


A la mañana siguiente, la ciudad amaneció con una noticia espeluznante. Todos los medios abrían con el mismo titular:

Tres cadáveres salvajemente mutilados aparecen en un barrio marginal”.

No se hablaba de otra cosa. Los encontraron junto a unos contenedores. Los forenses determinaron, por las marcas de mordida en huesos y tejidos, que podían ser obra de un felino de gran tamaño.

El desconcierto y el miedo se apoderaron de la población. Ningún zoológico había denunciado la fuga de ningún animal. El único felino hallado merodeando por la zona era un simpático e inofensivo minino.

En comisaría, tras dos horas de análisis, identificaron los cuerpos: Leoncio Ortiz, Ismael Serrano y Darío Beltrán. Tres conocidos pandilleros, con antecedentes penales, cuyos alias eran respectivamente: Quebrantahuesos, Garrote Vil y Mapache. Se sospechaba que poco antes de su muerte habían cometido un hurto. Cerca del lugar encontraron un bolso vacío, sin documentación, pero repleto de pelos de gato.

A las doce del mediodía, alguien llamó diciendo que sabía algo del caso. Un oficial tomó nota de sus datos:

Elena Rivera Mejías, 80 años, natural de Albacete, residente en Córdoba, empadronada en la plaza de Judá, número 8, barrio de la Judería.

Afirmaba que sobre las diez de la noche caminaba por el barrio cuando tres jóvenes intentaron robarle el bolso. Ella les advirtió que su gatito tenía hambre, pero no quisieron hacerle caso. Y entonces, pasó lo que pasó.

El oficial dejó de escribir. Se llevó las manos detrás de la nuca y se reclinó en su silla. Pensó que se trataba de otra chiflada buscando atención. Ya iba a colgar cuando recordó el bolso. Le pidió una descripción.

De piel verde, con asas rojas… y un escudo de armas bordado.

El agente se quedó paralizado, rígido como una estatua griega.

Joven, joven… ¿qué pasa? ¿Han encontrado a mi gato? Es un buen minino, pero hay que darle de comer a su hora…

@ana.escritora.terapeuta

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jueves, 1 de mayo de 2025

El postre


 

El hipopótamo cayó en medio del salón provocando un estruendo decadente. Se oía el repiqueteo ahogado de las cucharas de plata removiéndose sobre el fondo de los platos de porcelana. Los dedos del marqués tamborileaban inquietos sobre la superficie de madera maciza de la mesa, por encima del fino mantel de hilo.

Ninguno de los comensales quería hablar de la cosa, pero la cosa los observaba posada sobre sus atropelladas cabezas. La palabra se deslizaba hueca como un eco errado entre labios inexpresivos que trataban de fingir que eran ajenos a aquella atmósfera opresiva que los envolvía.

Y entre las palabras vanas que atravesaban el silencio como cuchillos romos, una vocecita infantil se abrió paso. Las espaldas se tensaron y el rigor se hizo tan patente que hería. La pregunta lanzada al aire por la niña hirió de muerte la compostura. Quedó flotando en el aire como una nube a punto de abrirse en lluvia.

—¿Y qué hay de postre?

Miradas incisivas, nudos crispados sobre la mesa, gargantas oprimidas en las que las cuerdas vocales amenazaban con romperse, silencio, un eterno espacio infinito de silencio para la mente saltarina de una niña. Al fin, alguien se atrevió a acoger la pregunta de la niña. Fue su abuela, la que la había acunado y mecido de pequeña, la que dio el paso sin contener el temblor de su voz.

—Cariño…, hoy el postre…somos nosotros.

@ana.escritora.terapeuta.


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El podador de sombras

  Lucía contemplaba cómo se deslizaban las gotas de lluvia tras el cristal de la ventana. “¡Qué día tan triste!”, se dijo, mientras tomaba u...