A
Isabela le gustaba bailar a la luz de la luna. Su escenario: una vieja cancha
de tenis abandonada, en mitad de la nada, fuera del fragor de luces que
vomitaba la ciudad.
Cada
noche, después de salir del trabajo, se cambiaba de ropa en casa, tomaba su
coche y conducía hasta su pista de baile. Y allí, arropada al abrigo de las
estrellas, en el cielo limpio de la noche, se entregaba a la danza.
Bailaba
para ella, para el cielo, las estrellas, la luna, la noche. Rodeada de una exuberancia
salvaje, complacida, que la observaba en silencio. Giraba, saltaba, se
volteaba, marcaba sus movimientos con maestría al compás de una música que le
sonaba desde dentro.
Unos
ojos redondos y grandes, hechos a la oscuridad, la contemplaban y la seguían
sin perder detalle. Custodiaban su presencia como celosos guardianes de un
tesoro de valor ancestral.
Ella
se había convertido en un elemento más de aquel hábitat asilvestrado, que el
hombre una vez había conquistado y que la naturaleza había vuelto a reclamar.
Isabela
también volvía a la naturaleza que le había sido arrancada. Y allí, hiciese
frío, calor, lloviese o nevase, danzaba. Aunque el viento azotara su cara, el
frío entumeciese sus dedos, o la nieve crujiera bajo sus pies, seguía bailando
sabiéndose libre y ajena a un mundo que cada vez tenía menos cabida en ella.
@ana.escritora.terapeuta
¡Me ha encantado, Ana! ¡Cuánta ternura! ¡Cuánta sensibilidad!❤️❤️❤️
ResponderEliminarGracias, Rosa 🌹
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