El
hipopótamo cayó en medio del salón provocando un estruendo decadente. Se oía el
repiqueteo ahogado de las cucharas de plata removiéndose sobre el fondo de los
platos de porcelana. Los dedos del marqués tamborileaban inquietos sobre la
superficie de madera maciza de la mesa, por encima del fino mantel de hilo.
Ninguno
de los comensales quería hablar de la cosa, pero la cosa los observaba posada
sobre sus atropelladas cabezas. La palabra se deslizaba hueca como un eco
errado entre labios inexpresivos que trataban de fingir que eran ajenos a
aquella atmósfera opresiva que los envolvía.
Y entre
las palabras vanas que atravesaban el silencio como cuchillos romos, una
vocecita infantil se abrió paso. Las espaldas se tensaron y el rigor se hizo
tan patente que hería. La pregunta lanzada al aire por la niña hirió de muerte
la compostura. Quedó flotando en el aire como una nube a punto de abrirse en
lluvia.
—¿Y qué
hay de postre?
Miradas
incisivas, nudos crispados sobre la mesa, gargantas oprimidas en las que las
cuerdas vocales amenazaban con romperse, silencio, un eterno espacio infinito
de silencio para la mente saltarina de una niña. Al fin, alguien se atrevió a
acoger la pregunta de la niña. Fue su abuela, la que la había acunado y mecido
de pequeña, la que dio el paso sin contener el temblor de su voz.
—Cariño…,
hoy el postre…somos nosotros.
@ana.escritora.terapeuta.
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