sábado, 12 de julio de 2025

El tenderete (1): La llegada. Relato irónico y con crítica social sobre las quejas y las ofensas.

 


Era un día como otro cualquiera. Nada parecía salirse del guion. La gente hacia lo esperado, lo que había aprendido desde que tenía uso de razón. Todos como pequeñas hormiguitas en sus puestos, afanándose en el día a día con su lista de quehaceres sin fin. Por eso, ese extraño puesto salido de la nada, en medio de la plaza del pueblo, llamó enseguida la atención de sus habitantes. Como estaba solitario, nadie se atrevía a aproximarse. Lo miraban con recelo y curiosidad. Sólo era un pequeño tenderete, tras el cual había un peculiar hombrecillo que vestía de forma un tanto estrafalaria con una túnica multicolor y un turbante dorado.

Lo que más intrigaba a todos era un cartel donde se leía: “Se aceptan quejas y ofensas”. Tuvo que pasar más de dos horas para que alguien se decidiera dar el paso y acercarse. Lo hizo Avelina, una de las viejas más osadas y cotillas del pueblo. Nada más llegar, le preguntó al tendero:

Y aquí ¿qué se vende?

Nada —le contestó divertido el hombrecillo exhibiendo una blanca sonrisa salpicada de huecos—. Sólo se admiten quejas y ofensas.

Uy, qué raro. ¿Y qué se gana con eso?

¿Liberarse de sus quejas para siempre? ¿Le gustaría, señora?

¿Eso es posible? —preguntó Avelina con desconfianza— No sé, no lo veo claro. ¿Qué hay que hacer?

Todo es posible, señora. ¿Ves estos tacos de notas? Pues tome tantos como necesite y escriba en ellos sus quejas y ofensas. Todas cuantas se les ocurra. No hay límites.

No sé escribir…

Eso no es un problema, señora. Usted coge una nota y le dice una queja en voz alta. La queja quedará registrada.

¡Ah! ¿Sí? ¿Tan fácil?

Sí, tan fácil y tan rápido. Es rapi-fácil y facili-rapi. Está chupado para usted. Sólo una queja por nota. Cuando las tenga listas, vuelve por aquí y me las trae. ¿Entendido?

¿Y qué me dará a cambio? —preguntó Avelina que no se mostraba del todo convencida.

Nada, por mi parte. El trato es entre usted, señora, y el Universo.

¡O sea, que puedo ganar algo! —exclamó Avelina con cierto brillo en sus ojillos.

Señora, toda causa tiene un efecto, y todo efecto tiene una causa.

¡Guau! ¡Vaya galimatías! No entiendo ni papa, pero, como es gratis, por probar no pierdo nada. Peor de lo que ya estoy, no me voy a quedar. ¡No señor! Y quién sabe…, sólo hay que hablarles a las notas. ¡Venga! Deme unas cuantas, que lo mismo hasta me sienta bien.

Tome, ¿tendrá suficiente con dos tacos? —le preguntó el hombrecillo mientras le daba dos tacos de notas.

¿Puedo venir a por más, si lo necesito? —preguntó Avelina para cerciorarse.

¡Faltaría más! Todas las veces que quiera y todos los tacos que necesite. Aquí siempre invita la casa. ¡Barra libre de quejas y ofensas! —exclamó el hombrecillo haciendo una gesticulación teatral, al tiempo que, extendía las palmas de sus manos hacia el cielo.

Vale, ya me voy yo más tranquila.

Señora, una cosa antes de irse. Cuando vuelva con las quejas, haga el favor de depositarlas en este buzón —dijo el mercader señalando una pequeña caja de cartón con una ranura.

Vaya…, yo pensaba dárselas a usted. ¿Cómo sabrá las que son mías?

El Universo todo lo sabe, señora. No se preocupe usted por eso. De mil amores, se las recogería, pero lo más seguro es que esté muy ocupado con sus vecinos.

Poco a poco, la gente fue acercándose. Primero con timidez hasta que, goteo a goteo, la confianza se abrió paso entre los lugareños. Había cierto júbilo en el ambiente. Todos querían hablar a la vez, por lo que el tendero tuvo que establecer turnos. Al cabo de una hora, ya había pasado casi todo el pueblo por allí, pues era un pueblo muy pequeño.

Todos se fueron llevando sus tacos de notas con la promesa de volver para depositarlos en el buzón. Algunos, incluso, se miraban entre ellos con recelo. Pascual, el panadero, iba renegando entre dientes:

Fijo que el Estanislao me pone una queja. “El desgracia'o ese me la tiene jur'á. 'Pos mira que me adelanto yo 'pa ponérsela”.

Pues a mí, seguro que me la pone la Luisi. No me quita el ojo de encima. ¡La envidia que es muy mala! —exclamó una mujer robusta de unos cincuenta años que se llamaba Carmina, y que era la mujer del señor alcalde.

Los habitantes de Valdevaquerilla, una vez pasaron por el puestecillo, volvieron a sus quehaceres con la mente puesta en el negocio de las quejas. De haber habido un barómetro que las midiese, ese día habría batido records de infarto.

El alcalde no era ajeno al rumor que se extendió por Valdevaquerilla. Como era un hombre con un férreo sentido del deber, a pesar de que sentía curiosidad, no se movió de su puesto. Hizo lo propio: mandar a Isidoro Contreras, el único aguacil del pueblo.

Cuando Isidoro Contreras llegó al puesto, apenas había un par de curiosos merodeando así que, fue directo al extraño hombrecillo.

Por orden de la máxima autoridad, le hago saber que necesita una licencia para montar un puesto ambulante. ¿La tiene?

¡AY! ¡Vaya! ¡Ya topamos con la autoridad y sus normas! Pues no, no la tengo, y lo sabes; así que, ahórrate las ceremonias. Y de paso, le das saludos al alcalde de mi parte, y le dices que aquí estoy para lo que necesite y mande: a su disposición y servicio —le dijo el hombrecillo mientras le hacía una cómica genuflexión, a modo de reverencia.

Isidoro se quedó sin palabras. No estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones y se sentía confundido. Después de un rato de lucha interna, logró vislumbrar una salida.

Vaya al ayuntamiento, solicite una licencia y pague la tasa. Yo mismo le rellenaré la inscripción.

De acuerdo, pero antes de marcharse con las manos vacías. Tome esto —le dijo el hombrecillo, mientras le daba dos tacos de notas—. Uno para usted, y otro para el Ilustrísimo Señor Alcalde.

¿Papeles en blanco? No gracias, tenemos muchos en el ayuntamiento.

No, no son papeles en blanco. Son notas para recoger quejas y ofensas. ¿Acaso, usted no las tiene?

¿Notas?

No, quejas y ofensas.

Pues… —dijo rascando su cabeza—como todo el mundo, supongo…

¡Ajá! Supone bien. Entonces, tome su taco y el del alcalde. Cuando los llenen, los traen aquí y los depositan en ese buzón. Una queja por nota. Si necesitan más, vienen a por más.

Isidoro cogió los dos tacos sin mucho convencimiento. Desde muy pequeñito le habían enseñado que era de mala educación no aceptar lo que te ofrecían con amabilidad. Y él, era un hombre muy obediente. Volvió al ayuntamiento para informar al alcalde.

Bien, cuéntame. ¿Qué vende? —preguntó el alcalde mientras se echaba un caramelo de menta en la boca.

Pues no sé decirle… Creo que no vende nada. Regala tacos de notas para anotar quejas y ofensas.

¿En serio? ¡Es lo más absurdo y disparatado que he oído en mi vida! ¿Has puesto en su conocimiento el requerimiento de solicitar una licencia para montar un puesto ambulante, Isidoro? —le preguntó Mateo, pues así se llamaba el acalde, mientras lo miraba inquisitivamente a los ojos.

Sí, mi señor. Así lo he hecho, pero…

Pero… ¿qué? Ha dicho que vendrá a solicitarla, ¿verdad? ¿No es así, Isidoro?

Podría ser… No me ha dicho ni que sí ni que no. Me ha dado esto —dijo el aguacil, sacando los dos tacos de notas de su cartera—: uno es para usted, y otro, para mí.

¿Papeles? ¿Y para qué se supone que queremos papeles? —preguntó entre sobresaltado y extrañado Mateo.

Dice que para que anotemos nuestras quejas y ofensas. Lo que usted me diga, señor. ¿Quiere que lo desaloje de la plaza?

No, hombre, no seas bruto. Todavía tenemos que darle algo de tiempo para que venga a hacer la solicitud. Además…, ¡para una vez que pasa algo en este pueblo…! —exclamó Mateo con la mirada perdida.

Bueno, si no hay nada más por lo que se me requiera, me retiro a mi puesto —dijo Isidoro a modo de despedida. Esperó un rato a que el alcalde le contestase y, como vio que estaba en otro mundo, se marchó en silencio a sus asuntos.

    La mente de Mateo vagaba muy lejos en el tiempo. Visitaba las imágenes que poblaban sus anhelos y deseos de juventud. Él siempre se imaginó viviendo en la gran ciudad, con un puesto político de los buenos. Esos que ameritan un gran despacho y reconocimiento social. Se veía elegante, bien trajeado y ocupándose de cuestiones importantes. Pero… Lucas, ese trepa malnacido, le quitó el sitio. Tenía un padrino con más poder, y él, con su enorme valía, quedó relegado a ejercer de alcalde de un pueblucho como el de Valdevaquerilla. Era pensarlo y crisparse, ya tenía los puños fuertemente contraídos cuando una mosca empezó a rondarle. Al principio, ofuscado como estaba, pensando en la cara odiosa de Lucas no le prestó atención y la ignoró. La mosca tomó confianza y se volvió atrevida. Trató de espantarla con la mano, como se hace cuando se tienen malos pensamientos, pero la mosca empezó a merodearle con más insistencia.

    Mateo, tuvo que abandonar sus deseos de venganza para otra ocasión. Se dirigió hacia el mueble aparador, y tomó un spray insecticida con el que roció sin piedad a la osada mosca. Tras consumar el asesinato, se sintió mareado, y abrió la ventana para que el aire renovase la intoxicada atmósfera del despacho.

    Se sentó aturdido y contrariado en su sillón y puso las manos sobre el escritorio. Sus ojos se posaron sobre el taco de notas. Observó que el aguacil se había llevado el suyo. Pensó en cogerlo y, al mismo tiempo, pensó en no cogerlo. Tras unos momentos de indecisión, se decidió a tomar el taco de notas. Pensó, “Total, del aburrimiento no hay quien te saque, Mateo…”

    Abrió el primer cajón de su escritorio, sacó su preciada estilográfica montblanc y se enfrentó al blanco inmaculado de las notas. Empezó a escribir. Al principio tenía que pararse a pensar lo que escribía, pero llegó un momento en el que parecía que la estilográfica iba sola. Terminó de llenar todas las notas en un periquete. Miró el reloj. Habían pasado sólo 5 minutos desde que empezó a escribir. “Caray, pues sí que tengo quejas acumuladas de años. Me faltan más notas…”, pensó. Iba a llamar a Isidoro, pero cambió de idea. Le sentaría bien dar un paseo y estirar las piernas.

Próximo capítulo: mañana.

@ana.escritora.terapeuta


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