domingo, 13 de julio de 2025

El tenderete (2): El desenlace. Relato irónico y con crítica social sobre las quejas y las ofensas.

 


El tenderete (1): la llegada

Se levantó, cogió su abrigo y su sombrero y salió del despacho. Hacía una mañana espléndida de primavera. Caminaba tranquilo, sin prisas. A su paso iba saludando a sus vecinos. Al doblar la calle, se internó en la plaza y vio el destartalado puestecillo. Se acercó, y nada más llegar, el hombrecillo lo recibió con honores:

Buenos días, un hombre de porte tan elegante no puede menos que ser el alcalde. ¿En qué puede servirle un humilde servidor? ¿Viene a por más notas?

Emmmm... puede ser… —admitió titubeante, pues se sentía ridículo, mientras miraba hacia un lado u otro para comprobar si alguien lo había visto.

Entiendo…, tome —le dijo el hombrecillo, al tiempo que, le pasaba con discreción dos tacos de notas—. ¿Cree que tendrá suficiente con éstos?

Ummm…, puede… —le contestó Mateo al recogerlos, carraspeando un poco para darse importancia.

¿Puede un servidor, servirle en algo más? —le preguntó el tendero con gesto algo teatral.

¡Sí! —le contestó con firmeza Mateo—. Mi aguacil habrá puesto en su conocimiento que es de obligado cumplimiento para montar un puesto ambulante en la plaza, la correspondiente solicitud del mismo, acompañada del abono de la correspondiente tasa.

Mateo se irguió todo lo que pudo para imbuir su mensaje de toda su autoridad. Se sentía satisfecho de su parrafada. De pequeño, le premiaban en el cole por juntar tantas palabras seguidas, y de manera tan pomposa, para decir algo que muchos despachaban con una sencilla frase. Se creía todo un maestro consumado en el arte de la oratoria. Le gustaba oírse a sí mismo. La realidad era bien distinta: sus vecinos no soportaban sus arengas. Él notaba que se mostraban inquietos y con ganas de marcharse en cuanto empezaba a abrir la boca, pero lo achacaba a la envidia y a la poca cultura. Lo había anotado en una de las notas.

¡Aja! ¡Entendido! ¿Algo más, su señoría?

No, eso es todo —respondió el alcalde satisfecho de haber ejercido su autoridad.

El día transcurrió a un ritmo frenético. Unos iban y otros venían. Todos impelidos por la necesidad de verter sus quejas, que parecían no dejar de crecer. El hombrecillo no daba abasto. Tuvo que sacar cajas y más cajas, tacos y más tacos, pues no había suficiente para tanta queja. Una señora mayor, Lourdes, lo miró de forma compasiva.

Le estamos dando mucha faena, ¿verdad?

Es mi trabajo y estoy más que acostumbrado. No me quejo.

¿En todos sitios es como aquí? —preguntó curiosa.

Ya lo creo que sí. La queja es un vicio muy querido y extendido, señora.

¿Ha comido algo? —No, pero no se preocupe por mí. En serio, estoy bien.

Lourdes lo miró y sintió ternura por aquel extraño hombrecillo. Dejó su taco sin estrenar a un vecino que se estaba impacientando en la cola, y se fue a su casa. Al regresar, vio que la cola se había disuelto. Llevaba una canastilla con un bizcocho, una botella de agua y unas piezas de fruta en su interior.

No voy a irme de aquí si no aceptas lo que te traigo —Le dijo con rotundidad.

Bueno, si se pone así, lo acepto. Muchas gracias, Lourdes. ¿Quiere llevarse otro taco? Acabo de sacar más.

¿Cómo sabe que me llamo Lourdes? En ningún momento le he dicho mi nombre —preguntó Lourdes con recelo.

Me has pillado —admitió el hombrecillo—. En realidad, lo sé todo de vosotros.

¿Es un agente del gobierno?

¿Del gobierno? —se sorprendió medio riendo el hombrecillo—. En absoluto. Digamos que soy un servidor del Universo, igual que usted, igual que todos, solo que no lo saben. Insisto, ¿se lleva otro taco? Ahora no hay gente, pero me temo que no tardaran en volver.

No, no lo quiero. Ayer me di cuenta de lo estúpido que resulta quejarse. No quiero volver a quejarme nunca más. Si necesita algo, cualquier cosa, incluso un lugar donde refugiarse a la noche, mi casa es la última de la calle que gira a la izquierda, el número 7.

De acuerdo, muchas gracias, Lourdes.

Antes de irme, me gustaría conocer su nombre.

Es de justicia, Lourdes. Me llamo Salvador.

Bonito nombre. Adiós, Salvador, que tenga un buen día.

Adiós, Lourdes, encantado de volver a verte y muchas gracias por tu amabilidad.

Al día siguiente, los vecinos de Valdevaquerilla estaban consternados: el puesto y el hombrecillo habían desparecido. La plaza lucía desierta, como de costumbre. Como no tenían otro sitio donde acudir a quejarse, fueron al ayuntamiento. El alcalde no daba crédito. Se había marchado sin despedirse y sin pedir la licencia, y, encima, se había llevado todas las quejas de sus vecinos, incluidas las suyas propias. ¡Menuda desfachatez la suya! El enfado y el descontento iban calentando el ambiente.

¡Podemos denunciarlo! —propuso Anastasio, uno de los vecinos más mayores del lugar.

¿Con qué cargos y con qué datos? ¿Estafa? —preguntó Mateo con aire socarrón.

¿Cómo? —preguntó Matilda, que era una de las mujeres que lo cazaba todo al vuelo y que tenía una de las lenguas más afiladas del pueblo— ¿de modo que ha montado el puesto sin licencia?

El alcalde se arrepintió, en el acto, de no haber ocultado ese detalle. No sabía cómo salir del atolladero. Sus habilidades de oratoria se quedaron en el trastero. Todos los vecinos lo miraban furiosos. Nunca antes, habían estado tan de acuerdo. Mateo sentía en sus carnes todas las quejas del pueblo. Isidoro, fiel a su cargo, acudió en su defensa:

Mientras ibais a quejaros al puesto, ninguno de vosotros os preocupasteis por la licencia, así que, ahora, id a quejaros con viento fresco afuera. ¡Fuera, he dicho! —exclamó con una autoridad inusual en él, pues se veía en la necesidad de socorrer al alcalde.

Los vecinos se fueron a debatir sobre el asunto a la plaza del pueblo. Todos discutían a la vez, sin escucharse los unos a los otros. Como era de esperar: no sacaron nada en claro, pero se despacharon a gusto. Pusieron a parir al hombrecillo y al alcalde. Incluso, alguno insinuó denunciar al alcalde por trato de favor e incumplimiento del reglamento. Estaban tan afanados en su protesta que no advirtieron la aparición de Lourdes. Al ver que no había manera de hacerse notar, se sentó en un banco a observarlos. Después de un buen rato de contemplación, Luciana, la mujer que regentaba la única tienda de comestibles del pueblo, reparó en ella.

Lourdes, ¿y tú qué piensas? ¡Se ha llevado todas nuestras quejas! A saber… lo que hará con ellas. Y el alcalde lo ha permitido.

Lourdes la sonrió condescendiente y, aprovechando que todas las miradas estaban puestas en ella, se levantó y se dirigió al grupo:

Tengo noticias para vosotros de Salvador, el hombre del puesto.

Todos esperaron ansiosos sus palabras. Lourdes no tenía prisas y disfrutaba de la expectación creada. Así que, después de mantenerlos en vilo durante unos instantes que les parecieron eternos a sus vecinos, se decidió a hablar:

También tengo noticias para el alcalde. Salvador me ha dicho que tenéis que estar juntos para oírlas.

¿Y cómo sabemos que no te lo estás inventando? —preguntó Matilda con la sospecha surcando sus ojillos.

Ya me advirtió, Salvador. Podéis creerme o no. Estáis en vuestro derecho y es vuestra decisión. No gano nada con esto.

¿Y cómo sabes su nombre? ¿Eh? —prosiguió Matilda.

Muy sencillo, se lo pregunté y me lo dijo.

Pues yo vi desde mi ventana que ella se acercó al puesto a darle cosas —dijo Anastasio.

Sí, así es. Fui la única que se preocupó por conocer su nombre y ofrecerle hospitalidad. ¿Y…? ¿Queréis saber lo que me dijo o me marcho?

Todos se quedaron callados y pensativos. En estas que llegó el alcalde acompañado de Isidoro. Uno de los vecinos había acudido al ayuntamiento a darle el aviso. Mateo aprovechó la ocasión para recobrar su socavada autoridad. Ésta vez fue escueto y directo.

Lourdes, di todo lo que te ha dicho el hombre del puesto.

Los vecinos se extrañaron de oírlo hablar sin adornos. Pero, en esos momentos, lo importante era lo que Lourdes tenía que decirles, así que aguardaron impacientes.

Bien, me ha dicho que se ha ido porque ya ha terminado su trabajo en este pueblo. Habéis agotado a buen ritmo todos los tacos, así que ha partido a otro lugar.

Pues… —le interrumpió Avelina—. Delante de mí dijo que había barra libre para las quejas, así que no me cuadra.

Sí, así era: barra libre para las quejas, pero no para los tacos. Cuando se acabasen los tacos, su trabajo terminaba aquí.

Pues eso es muy tramposo. Nos ha engañado. Nos lo podía haber dicho —protestó Luisi.

No, él no os ha engañado, vosotros sí os habéis engañado.

La culpa la tienes tú —acusó Luisi con el dedo a Carmina—. Te he visto cómo acaparabas los tacos para ti y tu marido.

¿Yo? —preguntó Carmina escandalizada—. La envidia que me tienes te envenena. No soportas que sea la mujer del alcalde.

Los vecinos miraron a Carmina y a su marido con desconfianza y recelo. Sus mentes acariciaron la idea de que el alcalde y su mujer, podrían haber utilizado su posición de poder para atesorar más tacos de notas que nadie. La cosa tenía pinta de ponerse muy fea, de no ser porque Lourdes intervino para zanjar el asunto.

¡Basta ya de tantas tonterías! ¡Todos habéis sido avariciosos con los tacos! ¿Sigo con lo que me ha dicho que os diga o dejo que os matéis entre vosotros?

Los vecinos se callaron y dejaron hablar a Lourdes.

Son dos cosas: Una nota escrita para el alcalde, y una propuesta para que os sigáis quejando a gusto. Empiezo por la nota. ¿Alguien que sepa leer bien y que no sea el alcalde?

Sí, yo —se ofreció el aguacil, al tiempo que, se acercaba a Lourdes para recoger la nota.

Isidoro carraspeó un poco para aclarar su voz y comenzó a leer:

Antes de nada: mis disculpas al alcalde por no despedirme ni solicitar la licencia para el puesto.

Soy como la hierba que brota sin pedir permiso: un humilde servidor del 

Universo, no sujeto a las normas de las instituciones creadas por el hombre.

Por una parte, vecinos de Valdevaquerilla, debéis estarle agradecidos a

vuestro alcalde por no haberme desalojado de la plaza. 

De no ser por él, no hubiéseis podido quejaros con el gusto que lo habéis hecho. Así que dejad de 

acusarlo injustamente.

Por otra parte, en vista de la demanda de quejas, os hago una propuesta a través

de Lourdes. Espero que la disfrutéis. 

Un saludo de vuestro humilde servidor: Salvador.

Los vecinos y el alcalde acogieron las palabras de Salvador y se sintieron satisfechos por la explicación, aunque inquietos por lo que Lourdes tenía que decirles a continuación.

Bien, Salvador os ofrece la posibilidad de que vuestras quejas sean escuchadas por los mejores oídos. ¿Estáis dispuestos?

Los vecinos asintieron con la cabeza y esperaron a que siguiese contándoles, pero Lourdes les hizo el ademán de que la siguieran. Así fue como todos en comitiva la siguieron hasta un descampado donde había una tapia. Lourdes se volvió hacia ellos y les dijo:

Aquí es. Ahora, de uno en uno, id detrás del muro y entregad vuestras quejas.

Los vecinos se mostraron entre ansiosos y desconcertados. Querían dar el paso, pero ninguno se atrevía. Después de un tiempo de indecisión, el alcalde sintió que tenía que ser él quien se adelantase, así que les habló a sus vecinos para tener su aprobación. Los vecinos acordaron, por unanimidad, que fuese él quien se acercase primero.

El alcalde respiró hondo y fue tras la tapia. Lo que vio tras ella lo dejó atónito, sin palabras y por supuesto, sin quejas. Detrás del muro había un espléndido burro con una corona de cartón. Tras él, un cartel que rezaba: “Deposite sus quejas ante las mejores orejas. El Universo tomará nota”. Delante del burro había un sillón con una nota en la que se leía: “Siéntase, relájese y quéjese a gusto. Éste es su trono”.

Cuando el alcalde volvió, no parecía el mismo. No dijo nada, y cedió el turno a sus vecinos. Uno a uno vivió la experiencia. A partir del entonces, Valdevaquerilla no volvió a ser el mismo pueblo. Nadie volvió a quejarse nunca más. El pueblo se hizo próspero y creció en habitantes. En su plaza erigieron una gran estatua de un burro de grandes orejas que llevaba una corona, con una inscripción que rezaba: “Las mejores orejas para la queja”.

ANA CRISTINA GONZÁLEZ ARANDA

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

No hay comentarios:

Publicar un comentario

El tenderete (2): El desenlace. Relato irónico y con crítica social sobre las quejas y las ofensas.

  El tenderete (1): la llegada Se levantó, cogió su abrigo y su sombrero y salió del despacho. Hacía una mañana espléndida de primavera. Cam...