Se lo tomaba muy en serio. Era la tercera generación de su familia. Se sabía experto y oteaba los alrededores con sigilo. Podía permanecer horas en su puesto. Hasta que no veía la pieza a tiro seguro, no apretaba el gatillo.
¡Pam!, un disparo certero, seco, con ese olor a pólvora quemada que anunciaba su tributo a la muerte.
Ya tenía el dedo a un click del disparo. Disfrutaba de contemplar los últimos minutos de vida de ese ejemplar magnífico que se pavoneaba ante sus ojos. La dopamina corría a raudales por sus venas mientras mantenía el pulso firme. Sentía la escopeta como una extensión natural de su cuerpo. Humedecía los labios en su ritual sagrado, homenaje a sus ancestros. Respiró hondo antes de dejar salir el disparo.
De repente, su nuca se enderezó por el impacto de un golpe que lo pilló desprevenido.
—¡Mariano! ¡Ya estás dejando el rifle en el suelo! Es que no te puedo dejar solo.
Se giró contrariado para encontrarse con sus afilados ojos. No la imaginaba tan pronto de vuelta en casa. Tragó saliva para encarar su rudeza.
—Te dije que matases a la gallina, no que me armases una cacería en el corral. ¡Alma de cántaro! Si es que una lo tiene que hacer todo… Anda, quita de ahí, ¡inútil! Y ese trasto lo quiero en el desguace —amenazó Petronila señalando la vieja escopeta.
Mariano enterró su mirada en la tierra. Se supo cazador cazado. Derrotado de tan siquiera vivir un sueño con los ojos abiertos. Su mujer era un auténtico perro rabioso. Disfrutaba de espantar a ladridos sus anhelos. “De ser animal, habría sido un valioso ejemplar de rehala”, pensaba mientras oía los últimos cacareos desesperados de la gallina.
El golpe sordo del hacha sobre el tocón de encina hirió el corral, dejando un silencio de muerte.
@ana.escritora.terapeuta
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