Llave
en mano, la joven pareja fue a celebrarlo por todo lo alto. Catorce de febrero
y ya tenían su nidito de amor. Cambiar cierres, carpintería y tarima nueva, una
capita de pintura, muebles con estilo, decoración moderna y quedaría un pisito
precioso. Se pusieron a ello y en tres meses, ya estaba listo para irse a
vivir. Lo estrenaron llenos de ilusión.
La
primera semana, nada más llegar, un vecino de edad avanzada se acercó a ellos
para presentarse.
—Vicente,
me llamo Vicente. ¿Sois los nuevos del 4ºB?
—Sí,
así es. Me llamo Martín y ella es Lidia, mi pareja. Encantados.
—Os
lo tengo que decir, aunque me pese… —la pareja se encogió un poco.
—¿Pasa
algo? —la preocupación surcó la voz de la joven.
—Sí.
Ese piso está maldito. Antes de llegar vosotros, muchas parejas lo habitaron.
No duraron más de tres meses y todas terminaron separadas.
Martín
y Lidia se estremecieron. Se despidieron con rapidez, intentando deshacerse del
eco de sus palabras. Entre los dos coincidieron que, con toda probabilidad, el
anciano estuviese senil. Y así, dieron por zanjado el asunto.
La
pareja celebró con una pareja amiga una cena romántica en su recién estrenado
hogar. Tras varias copas de vino, el asunto aterrizó sobre el mantel de hilo.
Para sorpresa de ambos, la pareja invitada no lo acogió con incredulidad. Había
algo que no sabían y que los sacó de su burbuja de ensoñación.
—Qué
mal rollo. Le tengo mucho respeto a todo eso… —aseguró con tono grave Esteban.
—¿Por
qué? —Martín estaba expectante y con los nudos tensos. Las palabras del anciano
no dejaban de pincharle.
—Eva
y yo nos conocimos así, en una sesión de espiritismo. Eva salió pitando de allí.
Yo salí tras ella. Aquello acabó muy mal…
—¿Cambiamos
de tema? —Rogó Eva con signos evidentes de nerviosismo.
—Ostras…
Eva, no lo sabía. Lo siento. Bueno… ¿vamos a por los postres? —propuso Lidia
para cerrar el asunto en falso.
Pero
la velada estaba tocada de muerte. Casi que ni probaron los postres y la pareja
tuvo prisa por salir de allí. Esa noche discutieron. Lidia le echó en cara a su
novio haber hablado de ese tema. Por lo que, con carácter definitivo, el asunto
fue arrojado a la sección de temas delicados de los que no hablar.
Todo
iba sobre ruedas. Ya casi lo habían olvidado. Pero una mañana soleada en la que
Martín no tenía que ir a trabajar, al abrir el armario para coger una prenda,
tocó la tabla del fondo y la notó oscilante. Era el único armario empotrado del
piso que habían dejado tal cual. Con cuidado, se acercó más y presionó hasta
que cedió. La apartó y sus ojos se adentraron en la oscuridad de una habitación
que no venía en los planos. El olor a cerrado y a moho lo golpeó. Tomó una
linterna y se metió dentro. Era una habitación pequeña, a modo de trastero.
Tenía restos de objetos de escaso valor, cachivaches medio rotos y un montón de
polvo. Después de estornudar tres o cuatro veces, sus ojos se toparon con una
caja de cartón. La caja parecía llevar años aguardando. Algo le decía que
saliera de la habitación, que la volviera a sellar y se olvidase, pero sus ojos
seguían clavados en esa caja. Sus manos se precipitaron sobre ella y justo al
abrirla notó que algo invisible y siniestro se alzó sobre él. La caja estaba
vacía, pero él ya no estaba sólo. Un sudor frío le recorrió la espalda. Sin
darse la vuelta fue hacia atrás para salir y se chocó con la pared. Poseído por
los nervios, se giró y se volvió a meter en el armario. Colocó la plancha de
madera y la fijó a conciencia con puntillas. Si había algo al otro lado, quería
evitar que pasara por esa apertura.
Cuando
Lidia regresó del trabajo, lo notó tenso y distante. Trató de sonsacarlo, pero
él se resistió. No quería preocuparla más de lo que ya estaba él. Empezaron a
discutir, cada vez con más frecuencia. Él se mostraba raro y susceptible, como
en vilo. Notaba una presencia que lo
perseguía por el piso. A veces era una sombra, otras un contacto frío sobre su
piel, un olor…; algo se le posaba sin que pudiera hacer nada. Se crispaba con
cualquier ruido repentino. Buscaba cualquier excusa para estar fuera. Sin saber
cómo las noches fueron deslizándose bajo las sábanas, espalda contra espalda.
Martín
lo sabía: esa cosa, que había querido dejar encerrado en esa maldita habitación,
había pasado con él. Fuera lo que fuera que había liberado, cada noche iniciaba
un macabro juego. Y él era su codiciada presa. Notaba un soplo gélido sobre su
rostro. Se despertaba sobresaltado y la veía en el quicio de la puerta con sus
ojos vacíos de vida y su sonrisa diabólica.
Tras
dos semanas sin pegar ojo, lo confesó. Lidia no daba crédito a sus palabras,
pero en las últimas noches había oído cosas. Martín la llevó al armario y, con
uno de sus puños, golpeó la tabla. Ante el sonido hueco, ella se descompuso. A
partir de ahí, cada noche fue un calvario compartido. Eran los sonidos,
incluso, sentir el tacto de algo sobre sus caras mientras dormían. El terror
fue escalando grados en una pareja a la que al cansancio iba haciendo mella. A
sus noches sin dormir se les fue sumando su frustración por saberse atrapados.
Una
mañana, Lidia, al ir a mirarse al espejo del armario, se encontró con una imagen
que la sacudió por dentro: era una mujer de su estatura con la misma ropa que
ella, solo que era todo huesos. Se quedó petrificada, sin poder mover un solo
músculo. La imagen levantó la mano huesuda y ella sintió un tacto frío sobre su
mejilla. Salió con lo puesto y no volvió a entrar.
La
pareja, después de un rosario de discusiones, que cabalgaban sobre una tensión
creciente, se separó. La última vez que se vieron fue en la entidad bancaria
donde contrajeron la hipoteca. Dejaron las llaves en la oficina y se
despidieron para siempre.
—¿Otra
vez el 4ºB? —preguntó la administrativa nada más perderlos de vista.
—Sí…
otra vez.
Las
llaves reposaron sobre la mesa como un recuerdo macabro a la espera de nuevos
inquilinos. Nadie oyó un sutil tintineo que se desvaneció como un estertor por
la habitación.

No hay comentarios:
Publicar un comentario