Se
declaraba feminista a capa y espada. Era un hecho: le encantaban las mujeres.
Le gustaba rodearse de ellas y asaltarlas con la mirada como un perro de presa.
Era de gustos minimalistas en cuestión de ropas y estilo: cuanto menos tapadas,
mejor. Pero la misma regla no era de aplicación en su hogar. Su mujer y su hija,
bien arropaditas. Él que no quería niñas, le tocó niña y no quiso tentar más a
la suerte. Nada más saberlo le vino el exabrupto: “¡comida para otros!” ante
los ojos atónitos de su mujer, que no entendía su disgusto.
En
el ayuntamiento las empleadas le desviaban la mirada, espacio que aprovechaba
él para acariciar sus curvas con sus pegajosos ojos. Las asaltaba a cumplidos
que no cuajaban bien en sus oídos. “Remilgadas, que sois unas remilgadas”,
pensaba. A veces, venía más atrevido a cuenta de un carajillo bien servido y se
le iba más la lengua. Pero ni caso, las féminas no se daban por aludidas.
Los
desmanes los dejaba para las ocasiones de festejo que se celebraban en actos
del partido. Con unas copitas de más, se le iban demasiado las manos y los ojos.
Su mujer lo miraba de lejos con el gesto contraído, no sabía si le pesaba más
la vergüenza o los celos. Era un secreto a voces, su afición por las mujeres. Pero
sus ansias repelían a toda presa y no había manera de que alguna se le pusiera
a tiro.
Por
alguna extraña razón que se nos escapa, se topó con una mujer que no le dio la
tajante por respuesta. Y claro, él se lo tomó como una autopista hacia el
cielo. Se le notaba exultante y enfebrecido. Nada como hacer realidad sus
fantasías más tórridas. Empezó a mandarle WhatsApp como si le fuera la vida en
ello. No es que las respuestas fueran las que él deseaba ni mucho menos, pero
¿qué le importaba a él si era puro deseo? La mujer se vio sorprendida por un
aluvión de mensajes, a cuál más salido, y se quedó de piedra pómez. “¿Sabes que
te estoy esperando y que llevo poca ropa?” No sabía ni qué contestar a eso, si
es que era posible de contestar y salir bien parada. Como se demoraba, él se
impacientaba. “¿Te has quedado muda?”. Y así, en un tira y afloja de meses
hasta que la cosa reventó en los medios.
Él se
defendía con un supuesto tonteo que se desmadró. Pero había fotos suyas, poco
tapadito él, y los mensajes eran los que eran. Frases huecas y vacías llenaron
los medios: “lamento mi actitud poco acertada…” “no sabía que ella era una
empleada”. Un bla, bla, bla que corrió como la pólvora y que detonó con su
dimisión.
La
peor tormenta se desató en casa. Su esposa no sabía qué papel adoptar: la
engañada desairada o la sufrida esposa. Se moría de la vergüenza y, tenía tanto
callado, que explotó. A la calle que lo botó. En adelante, tendría toda la
libertad del mundo y todo un tropel de mujeres que abordar.
Poco
después, se mostraba como una víctima compungida que amaba demasiado a las
mujeres y que lo pagó caro.
@ana.escritora.terapeuta
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