domingo, 14 de diciembre de 2025

Feminista a capa y espada

 


Se declaraba feminista a capa y espada. Era un hecho: le encantaban las mujeres. Le gustaba rodearse de ellas y asaltarlas con la mirada como un perro de presa. Era de gustos minimalistas en cuestión de ropas y estilo: cuanto menos tapadas, mejor. Pero la misma regla no era de aplicación en su hogar. Su mujer y su hija, bien arropaditas. Él que no quería niñas, le tocó niña y no quiso tentar más a la suerte. Nada más saberlo le vino el exabrupto: “¡comida para otros!” ante los ojos atónitos de su mujer, que no entendía su disgusto.

En el ayuntamiento las empleadas le desviaban la mirada, espacio que aprovechaba él para acariciar sus curvas con sus pegajosos ojos. Las asaltaba a cumplidos que no cuajaban bien en sus oídos. “Remilgadas, que sois unas remilgadas”, pensaba. A veces, venía más atrevido a cuenta de un carajillo bien servido y se le iba más la lengua. Pero ni caso, las féminas no se daban por aludidas.

Los desmanes los dejaba para las ocasiones de festejo que se celebraban en actos del partido. Con unas copitas de más, se le iban demasiado las manos y los ojos. Su mujer lo miraba de lejos con el gesto contraído, no sabía si le pesaba más la vergüenza o los celos. Era un secreto a voces, su afición por las mujeres. Pero sus ansias repelían a toda presa y no había manera de que alguna se le pusiera a tiro.

Por alguna extraña razón que se nos escapa, se topó con una mujer que no le dio la tajante por respuesta. Y claro, él se lo tomó como una autopista hacia el cielo. Se le notaba exultante y enfebrecido. Nada como hacer realidad sus fantasías más tórridas. Empezó a mandarle WhatsApp como si le fuera la vida en ello. No es que las respuestas fueran las que él deseaba ni mucho menos, pero ¿qué le importaba a él si era puro deseo? La mujer se vio sorprendida por un aluvión de mensajes, a cuál más salido, y se quedó de piedra pómez. “¿Sabes que te estoy esperando y que llevo poca ropa?” No sabía ni qué contestar a eso, si es que era posible de contestar y salir bien parada. Como se demoraba, él se impacientaba. “¿Te has quedado muda?”. Y así, en un tira y afloja de meses hasta que la cosa reventó en los medios.

Él se defendía con un supuesto tonteo que se desmadró. Pero había fotos suyas, poco tapadito él, y los mensajes eran los que eran. Frases huecas y vacías llenaron los medios: “lamento mi actitud poco acertada…” “no sabía que ella era una empleada”. Un bla, bla, bla que corrió como la pólvora y que detonó con su dimisión.

La peor tormenta se desató en casa. Su esposa no sabía qué papel adoptar: la engañada desairada o la sufrida esposa. Se moría de la vergüenza y, tenía tanto callado, que explotó. A la calle que lo botó. En adelante, tendría toda la libertad del mundo y todo un tropel de mujeres que abordar.

Poco después, se mostraba como una víctima compungida que amaba demasiado a las mujeres y que lo pagó caro.

@ana.escritora.terapeuta

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