domingo, 26 de octubre de 2025

Protoculo

 


No había manera: el sistema fallaba por todas partes. Sergio había seguido los protocolos al dedillo y los había aplicado tal y como se suponía, pero la caldera había cobrado vida propia y se resistía a ser dominada. Llamó a sus compañeros según orden de lista. Estaba a dos números de llegar al final.

—¿CPR-YD9? Te llama RRW-UH3. Tengo un problema XXC con la caldera en la sección 25/S del sótano. Lo he probado todo: la caldera está fuera de control.

—¿Has aplicado el protocolo de emergencia SNX/3?

—¡He agotado todos! —exclamó desesperado.

—Llama a Luis directamente y cuanto antes.

—¿Luis? Pero si ese no está en la lista.

—¿Acaso te queda otra opción? A Luis lo llamamos todos cuando ya no sabemos qué hacer. Bueno si tienes un plan mejor… adiós y que tengas suerte.

Sergio carraspeó nervioso. Después de un rato de vacilación, marcó el número de la extensión.

—Al habla Luis, ¿con quién hablo?

— RRW-UH3 al habla, tengo un problema XXC…

—Dime tu nombre, no acostumbro a relacionarme con números.

—Sergio…

—Ok, Sergio, encantado de ayudarte. Dime la sección del sótano y qué tipo de ruido que hace la caldera.

—¿Cómo? Eso es saltarse el protocolo.

—A ver Sergio, ¿tú qué quieres: solucionar el problema o seguir el protocolo?

—Solucionar el problema, pero si me salto el protocolo… me arriesgo a que…

—Y si la caldera estalla… ¿a qué te arriesgas?

Sergio se removía inquieto, con el auricular al oído no dejaba de mesarse la barba. La sentía pinchuda y revuelta como sus nervios. La impotencia y la indecisión ataban sus labios. El calor le achicharraba la piel y el olor a metal no le dejaba respirar.

—¿Sergio? ¿Sergio? ¿Sigues ahí?

El aire vibraba denso con el rugido metálico de la caldera que parecía a punto de reventar. Luis, alarmado, bajó a la sección. Se encontró a Sergio, hechizado frente a la bestia, con el manual temblando entre sus manos y los ojos enrojecidos. Lo apartó a un lado y accionó una palanca. La caldera rugió como un animal herido de muerte. Poco a poco, el ruido fue descendiendo hasta desaparecer por completo.

—El protocolo dice…

—Venga, Sergio, tranquilo. Lo hemos parado a tiempo —Luis le quitó con suavidad el manual de las manos.

—Descansa —le dijo—. Mañana tendrás que reiniciar el sistema.

Sergio con la mirada fija en la palanca, asintió. La caldera emitió un sonido sordo que le heló la sangre.

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domingo, 19 de octubre de 2025

Brujería

 


—¡Brujería! ¡Hechicería! ¡Lo sabía! —exclamó con euforia, pero con un pellizco en el estómago.

Dolores Cuevas no había cesado en su empeño desde que lo conoció. Enseguida abrigó la sospecha de que ocultaba algo. Muy agradable, muy atento con todo el mundo. Demasiado perfecto para ser verdad. Estaba segura de que detrás de tanta fachada había algo tenebroso.

Sus vecinos apenas le hacían caso. Por algo se había ganado la fama de alcahueta y chismosa. Sus rumores habían alimentado rencillas y rencores. Enseguida previnieron al nuevo cura. Pero no hizo falta, Anselmo supo ver la suspicacia detrás de esos diminutos ojos que lo escrutaban todo.  Como necesitaba de una mujer que se ocupase de las tareas domésticas de su nueva casa, la contrató a ella. Le indicó que podía acceder a todas las dependencias de la casa, menos a una habitación, que siempre permanecía cerrada bajo llave.

La tentación fue demasiado irresistible. Durante meses la curiosidad la devoraba. Ansiaba conseguir la llave, pero el sacerdote la llevaba siempre colgando de una cadena. No podía evitar sus ojos sobre ella en cuanto lo tenía en frente por mucho que lo intentase. Anselmo disfrutaba viendo cómo se cocía a fuego lento.

Una mañana ocurrió lo que tanto había deseado. El cura le comentó afligido que su cadena se había roto y que había perdido la llave. Le pidió de forma encarecida que, si la encontraba en algún rincón, se lo hiciese saber y que, bajo ningún concepto, abriese la puerta. Nada más irse, Dolores registró cada palmo de la casa. Ya iba a desistir cuando vio algo brillante entre el parterre. Se acercó y allí la vio, medio oculta entre la hierba.

La cogió y como alma llevada por el diablo, se fue con ella hacia la habitación. Casi no podía contener el aliento y su corazón latía desbocado. Estaba tan emocionada que le costó atinar en la cerradura. Metió la llave. La giró. La puerta cedió con un crujido que pareció resonar en toda la casa. Un olor penetrante a cera y a moho la golpeó de inmediato. Las sombras danzantes de las velas la hicieron titubear un instante.

Se dejó envolver por la penumbra vacilante. Se adentró para vencer su miopía. Al acercarse, vio su propio rostro en fotos esparcidas por toda la pared: pegadas con cinta amarillenta, algunas arrancadas y dobladas, mirándola con expresión inmóvil y fría.

Intentó convencerse de que era una broma, un montaje, pero su corazón le gritaba que no. El miedo la impulsaba a salir, y al mismo tiempo, la curiosidad la mantenía pegada a la escena. Un escalofrío la recorrió. La humedad de la habitación calaba sus huesos. Su mente estaba confusa; el terror la sacudía. Y, al mismo tiempo, sentía la excitación de haber descubierto algo muy gordo. No pudo oír las pisadas tras ella. En ese momento, su corazón latía a mil, y la voz le temblaba al pronunciar las palabras que al principio habían sido exclamación de triunfo:

—¡Brujería! ¡Hechicería! ¡Lo sa…!

Sus palabras quedaron suspendidas, envueltas en una densa neblina.

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domingo, 12 de octubre de 2025

El asalto fantasma

 



Era una fría mañana de diciembre. Carla se dirigía al banco temprano, con la piel endurecida por el viento que se colaba por cada rincón de su cuerpo. No llevaba bien el invierno, menos aún en aquella región de interior. Empujó la pesada puerta metálica y entró. Se dejó abrigar por el calor y esperó su turno.

Una mano se posó sobre su hombro. Al girarse vio al director.

—Perdone, Carla, no quería sobresaltarla. Quería hablarle sobre unos productos muy ventajosos. ¿La pillo en mal momento?

—Bueno, antes me gustaría sacar algo de dinero. No hay prisa, ¿verdad?

—¡No! Claro. Pero el tiempo es oro. Venga conmigo, la ayudo en el cajero y así evita la cola.

El director la acompañó al cajero, le indicó los pasos y luego la condujo a su despacho. Le ofreció un café de máquina.

—¿Capuchino o café expreso?

—Capuchino, gracias.

—¡Marchando! —sonrió mostrando una hilera perfecta de dientes blancos.

Con los cafés sobre la mesa, Braulio, director avezado del banco, desplegó su talento. Costaba distinguir dónde terminaba su amabilidad y empezaba la estrategia. Te hacía sentir tan a gusto, que perdías la perspectiva de no ser porque te encontrabas envuelto en cifras y ganancias.

—Pues bien, Carla. He de confesarle que me preocupaba no tener algo lo suficientemente bueno para ofrecerle. Su dinero se devalúa con rapidez. Los intereses actuales son ridículos. No debemos permitir que siga perdiendo más.

—¿Qué me ofrece?

—Un producto de alta rentabilidad y riesgo cero. Se ajusta a su perfil. He pensado en usted como clienta prioritaria.

—No soy de arriesgar. Son los ahorros de mi vida.

—Precisamente por eso. Misma seguridad que un depósito fijo, pero con un 7% mínimo y hasta un 15% máximo.

—Pero no serán acciones… ¿verdad? —preguntó Carla mientras le lanzaba una mirada inquisitiva.

—No. Son preferentes. No cotizan en bolsa. Son seguras.

—¿Me lo garantiza?

—Le doy mi palabra, Carla.

—¿Y si por alguna razón necesitase sacar mi dinero? ¿Podría hacerlo?

—Sin problemas. Sólo tendría que decírmelo con tiempo. Le doy mi palabra.

—Si es así, confío en usted.

—Entonces, trato hecho.

En dos días, la documentación estuvo firmada. Carla retomó su rutina. Llevaba cinco años en aquel pueblo, integrada y querida, aunque a veces añoraba su Provenza natal. Contaba que se habían instalado allí por motivos de salud de su marido.

Dos semanas después, un vecino intentó recuperar su inversión al oír rumores. No pudo. Necesitaba compradores y las preferentes estaban por los suelos. Si vendía, perdía mucho dinero. Fuera de sí empezó a hablar con unos y con otros, y el rumor corrió como la pólvora. Más de medio pueblo había caído en la trampa. Los vecinos acudieron en masa al banco, indignados.

Braulio se sintió acorralado. Su corazón amenazaba con estallarle allí mismo. Tragaba saliva y le costaba articular un discurso decente para salir ileso. Se oyó a sí mismo diciendo frases que nunca pensó que saldrían de sus labios.

 <<lo siento. No sabía que esto pudiera ocurrir. Mi familia también está afectada. Pensaba que era un buen producto. Yo soy el primero que lo lamenta…>>.

Pero sus palabras rebotaban contra rostros furiosos. Al cierre, se quedó solo, temblando con un nudo en el estómago, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Después de una hora en la que se consumió a sí mismo, decidió salir. Le pesaba todo el cuerpo, y caminó medio arrastrándose a su casa.

Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza entremezclados con imágenes de rostros enfadados y palabras hirientes. No recordaba en su vida ningún día tan terrible. “Infierno en vida”, pensó. Rememoró cómo había empezado. Había recibido órdenes de “colocar” productos: cifras, cuotas, amenazas veladas. Hizo de tripas corazón y se convenció a sí mismo de que eran una buena oferta para sus vecinos. Ahora se arrepentía. Estaba solo y desamparado.

Nubes negras y una angustia lacerante oprimían su pecho y nublaban su mente. Durante una semana entera se alargó la agonía: no dormía, apenas comía y unas ojeras cada vez más pronunciadas surcaban su rostro. Un miedo pegajoso lo acompañaba como una sombra.

Una noche, al tirar la basura, no vio un coche negro aparcado. No le dio tiempo a reaccionar. Lo agarraron por detrás, le cubrieron la cabeza con una bolsa y lo metieron en el maletero. Estaba muerto de miedo y quería morirse al mismo tiempo. Sentía el duro traqueteo del coche clavándosele en los costados. Después de un largo rato, el coche paró. Oyó el desagradable chirrido de una puerta que se abría. A continuación, sintió que abrían el maletero.

Sin decirle nada, lo sacaron entre varios y lo arrastraron hacia algún lugar en la oscuridad de la noche. Notó que lo sentaban en una fría silla de metal. Lo dejaron a solas sin decir ni una sola palabra. La angustia, la espera y el tiempo parecían estirarse hasta hacerse eternos. Deseó que todo acabase cuanto antes. Un certero disparo en la sien que lo librase del calvario. No se atrevía a moverse, respiraba con dificultad y notaba los latidos de su corazón acelerarse en todos los puntos de su cuerpo. Una frase taladró su mente: “quiero morirme ya”.

El esplendor de un potente foco atravesó la sarga negra que cubría su cabeza. Oyó unos pasos que se aproximaban. Le arrancaron la bolsa de un tirón. Deslumbrado, parpadeó para acomodar sus ojos al chorro de luz. Lo primero que acertó a ver fue un rostro que le resultaba familiar.

—Ca… Carla… ¿tú? —acertó a balbucear confundido.

—¡Sí! ¿Te resulta más fácil engañar a una viejecita?

—Yo no… imaginaba…

—No imaginabas que una viejita pudiera ser capo de la mafia, ¿verdad?

La mirada de Carla lo traspasó como el acero. Si antes creía y deseaba estar muerto, ya no le cabía la menor duda. Carla lo miraba impasible. Parecía regocijarse, viéndolo sufrir mientras retorcía sus muñecas doloridas y oprimidas por la brida.

—Tú me diste tu palabra. Mi padre me enseñó el valor del honor. Tú no tienes ni palabra ni honor —se inclinó hacia él—. ¡Eres basura!

—Por favor… haré lo que sea.

—¿Devolver el dinero?

—No puedo.

—Entonces elige. Podemos cortarte en trocitos y, luego, disolver tus restos en una bañera con ácido. Un poco engorroso, la verdad. También, podemos hacerte un pijama de cemento. Estarías bien hasta que el cemento empezase a endurecerse, y estalles por dentro. La última opción es un viajecito en maletero hasta la costa para dormir con los peces dentro de un saco de plástico. Elige: troceado y disuelto, pijama de cemento o dormir con los peces.

Braulio temblaba de arriba abajo. Los dientes le castañeaban como si fueran a romperse. Le faltaba el aire. Quería hablar, pero no podía: sus pensamientos estaban revueltos y no era capaz de articular palabra. Carla lo miró con una dureza que lo heló por dentro.

—Ponedle el saco, cortadlo en trocitos y llenad la bañera.

Carla salió. Al arrancar el coche, oyó el sonido de la motosierra. Eran las dos de la mañana. Aún le quedaban unas horas de sueño.

Al amanecer, los vecinos encontraron la sucursal abierta. Demasiado temprano. Todavía quedaba una hora y media para su apertura. Braulio estaba maniatado en una silla, con la mirada perdida. A su lado, dos carteles.

Uno decía:

“Afectados por las preferentes: entren y recuperen su dinero. Por favor, de manera ordenada y cada uno, lo suyo. No somos ladrones”.

Y otro:

“Director en paro busca trabajo lejos de la banca”

Recuperaron su dinero antes de que llegaran los empleados. Cuando Braulio volvió en sí, habló de mafias, motosierras y bolsas negras. Nadie le creyó. La policía no tuvo testigos: más de medio pueblo estaba implicado. Los titulares hablaron de asalto fantasma al banco.

Braulio se fue del pueblo y nunca se supo más de él. Algunos dicen que terminó recluido en un psiquiátrico.

Cuando todo se calmó, los vecinos organizaron una fiesta en el hogar del pensionista. Entre sonrisas y champán celebraron que habían recuperado su dinero.

—Carla, dabas miedo. Parecías un capo auténtico.

—Bueno... se lo tragó.

—Lo mejor fue su cara al oír la motosierra —dijo uno—. Se orinó encima.

—A mí me da lástima —murmuró Carla.

—Él se lo buscó —replicó una anciana en silla de ruedas—. Confiamos en él y nos engañó.

—Es lo que tiene obedecer órdenes injustas —sentenció Carla.

El teléfono de Carla sonó. Salió fuera para recibir la llamada. Una voz con acento italiano se oyó desde el otro lado.

—Jefa, ¿todo bien? Nos hemos enterado de lo que ha pasado con el banco. ¿Por qué no nos ha dicho nada?

—Todo está controlado, Gabriele. Tengo que colgar.

Dentro la fiesta seguía. Alguien descorchó una botella burbujeante.

—¡Un brindis por la mafia italiana! —exclamó uno de los vecinos mientras elevaba su copa.

Todos brindaron entrechocando sus copas. Desde entonces, se supieron unidos por un secreto.

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sábado, 4 de octubre de 2025

Líneas sueltas

 


No dejaba de mirarla. Amelia se afanaba en dibujar líneas sobre la tierra. Ya tenía hecho un gran cuadrado y ahora iba y venía, cargando pequeñas piedras. Álvaro la veía como una hormiguita transportando migas hacia el hormiguero. La tarde era templada; los rayos acariciaban sus piernas mientras las hojas otoñales se arremolinaban en el suelo.

Cuando terminó su construcción, la niña se quedó inmóvil, contemplándola, absorta en otro mundo. El anciano, curioso, se levantó y avanzó hacia ella con paso vacilante.

—Hola, pequeña. ¿Qué es eso?
—¡Hola! Es una trampa para las líneas. He capturado muchas esta tarde. Ahora me tengo que ir… y me preocupa que alguien las libere.
—¿Por qué?
—Porque le sucedería algo horrible a esa persona.

Sus ojos brillaron de emoción al atrapar una idea al aire.
—¡Ya sé! Tú podrías ayudarme. ¿Lo harías?
—Ya lo creo, pequeña. ¿Qué tendría que hacer?
—Pues, como ya casi me tengo que ir, podrías quedarte aquí vigilando hasta que no haya nadie más en el parque.
—¿Sólo eso?
—Sí, solo eso.
—Y… ¿qué pasaría si alguien liberase las líneas?
—Pues que lo perseguirían hasta volverlo loco.
—Caray, mala cosa es esa. ¿Y no podría esa persona defenderse?

Amelia se quedó pensativa. Después de un rato, habló:
—Podría rechazarlas siempre que no las siga. Es cuestión de tener maña y una caja a mano para volverlas a encerrar, antes de que alguna le prenda en la cabeza.

A lo lejos, una mujer llamó a la niña. Amelia se despidió de Álvaro corriendo, no sin antes asegurarse de que él se comprometía a custodiar las líneas. Cuando se quedó solo, sonrió. Se sorprendió a sí mismo siendo cómplice de la imaginación de una niña. “¡Caray!, cosas de niños”, pensó.

No conforme con esto, con un pie rompió la barrera de piedrecitas hasta dejar una calle abierta en la construcción. Dudó un instante, pero al final se marchó a casa. Ya atardecía y el frío entumecía sus articulaciones.

En casa, se puso cómodo y se preparó una taza de chocolate caliente para escuchar su programa de radio favorito. Nada más sentarse, sintió en la cabeza un tropel de ideas locas. Cerró los ojos y las vio: líneas que lo acosaban con preguntas incesantes.
“¿Te gusta más frío o caliente? ¿Quieres levantarte o seguir sentado? ¿Deportes o noticias? ¡Decídete! ¡Decídete! ¿Sándwich o ensalada? ¡Decídete! ¡Decídete!”

El anciano se incorporó sobresaltado. Recordó las palabras de Amelia. Corrió a su habitación, perseguido por preguntas que brotaban en cascada. Las esquivó, una tras otra, y buscó a toda prisa una caja. Encontró una, llena de recuerdos. La vació y, con total concentración, fue encerrando en ella todas esas líneas interrogantes que lo mortificaban. Cuando cerró la tapa, su cabeza volvió a llenarse de silencio.

Sonrió.
“Cosas de niños… ¿verdad, Álvaro?”

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domingo, 28 de septiembre de 2025

Un enjambre en mi cabeza

 


Mario estrujaba sus manos como queriendo sacarse la piel. Sus pies golpeaban el suelo, inquietos. Echaba su cuerpo hacia atrás en el respaldo de la silla mientras miraba al doctor con los ojos bien abiertos.

—¿Desde cuándo dices que sientes ese zumbido en la cabeza?

—Hace ya mucho, doctor. No sé… quizás unos cinco años o así.

—¿Has oído alguna vez lo que son los acúfenos?

—Sí, pero… no, no es eso. No oigo pitidos sino zumbidos. No es lo mismo.

El doctor lo escrutaba. Le pareció un personaje extraño, como salido de otra época. No quiso entretenerse con él más de la cuenta porque ese día tenía la consulta cargada de visitas, y lo despachó prescribiéndole un tranquilizante suave.

Mario salió de la consulta contrariado. Uno más en la larga lista de doctores a los que había acudido sin éxito. No sentía que el doctor lo hubiese tomado en serio. “¡Claro! Como él no siente este maldito zumbido…”, se dijo disgustado de camino a su casa.

Llegó antes de lo esperado. Se encontró con Maruja, que lo saludó con un gruñido. Como tenía el ánimo para broncas, acudió a refugiarse en su habitación. Pero a los pocos minutos, su madre entró, como de costumbre, sin llamar y abriendo la puerta de golpe.

—¡Mamá! ¡Te he dicho que no entres sin llamar!

—¿Ah… sí? ¿Por qué? ¿Qué escondes? ¿No tendrás revistas sucias? ¿Dónde has estado?

—He ido al médico…

—¿Para los zumbidos esos que te inventas? Lo haces para fastidiarme, para estar aquí holgazaneando todo el día. ¿Sabes a qué edad empezó a trabajar tu difunto padre?

—Mamá, sí. Me lo has dicho cientos de veces. Por favor… vete. Me están dando ahora muy fuerte en la cabeza.

Pero Maruja no lo escuchaba y saltaba de reproche en reproche con toda la inquina de la que era capaz. Llegó un momento en que Mario dejó de oírla. Sus ladridos se confundían con el zumbido, que cada vez era más potente. Sintió una explosión en su cabeza. El zumbido era ensordecedor, lo arrastraba como un agujero negro. Tuvo que arrojarse al suelo para no caer y perdió la noción del tiempo y del espacio.

Cuando despertó, vio el cuerpo de su madre tirado en el suelo. No se movía y tenía los ojos abiertos, con una mirada espantosa. Estaba hinchada y cubierta de picaduras. Con el corazón en vilo y la mente confusa, creyó oír un ligero zumbido. Miró alrededor y vio una avispa revoloteando en la habitación. Se acercó a la ventana y la abrió para dejarla salir. Volvió hacia su madre y, con un hilo en la voz, se disculpó:

—Mamá… lo siento. Te dije que me estaba zumbando fuerte.

@ana.escritora.terapeuta.

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domingo, 21 de septiembre de 2025

Enredos

 


Daba vueltas de un lado para otro. Puro frenesí desbocado. Cogía el móvil para soltarlo enseguida, se sentaba para levantarse, abría el bloc para dejarlo vacío.  Su corazón cabalgaba enloquecido. Giró sobre sí misma y se sobresaltó: Miguel ni se inmutaba. Tan ajeno al problema, se había entretenido en liar sus manos con una madeja de hilo. Corrió enfurecida a su encuentro.

—¡Pero… bueno! ¿Estás loco o qué? ¿Acaso no ves la que se nos viene encima?

—Estoy tratando de deshacer el lío. ¿Ves? —le indicó, elevando sus manos envueltas en hilo.

—¡Dios Santo! Se te ha ido la cabeza. Ya me dirás qué decimos en la junta. Han desaparecido cientos de miles de euros. ¡Y tú… te pones a jugar con hilo!

—Lo mismo que tú, Irene: enredarme. Tú lo haces con palabras, y no has resuelto nada.

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