A veces, las cosas pasan sin más. Da igual que no te las esperes, ocurren y ¡zas!… En un abrir y cerrar de ojos pueden poner tu vida patas arriba. Y eso es, justo, lo que me pasó a mí. Jamás olvidaré esa tarde. Una tarde que prometía ser de lo más aburrido, a pesar de tenerlo todo para ser perfecta: hacía una temperatura ideal y era viernes. Pero mis amigos, por aquellas inexplicables razones que los adultos llaman circunstancias, no estaban disponibles; así que, decidí encerrarme en mi cuarto para darme un atracón de lectura. No llevaba ni media hora leyendo cuando oí los nudillos de mi madre golpear la puerta.
—Cariño, ¿qué estás haciendo? ¿Estás bien?
—Sí …, mamá. Estoy leyendo.
Pero mi madre no era de las que desistían rápidamente, así que, tras unos instantes de silencio, abrió la puerta para hablar conmigo. Temía sus conversaciones. No había forma de escapar de ellas. Ella, tenía el don y la santa paciencia de atraparte con su retorcida dialéctica. Casi siempre, terminaba haciendo lo que ella quería tan sólo por no oírla. Dicen que ser padres es unas de las tareas más difíciles de la vida, pero créanme si les digo que tener una madre como la mía, también tenía lo suyo.
—¡Ay, Daniel! Se me ocurre que ésta es una deliciosa tarde de primavera que no hay que desaprovechar.
—Vale…, estoy leyendo. Estoy bien así.
—Ya veo, ya…, pero ése es el problema: Que te encierras demasiado en ti mismo. Hay que salir, tomar el aire y disfrutar.
—Es…que yo ya estoy disfrutando, y no salgo porque mis amigos no están. Quiero seguir leyendo, si no te importa…
—Pues sí que me importa. Eres joven y la vida hay que aprovecharla, salir fuera y tomar el contacto con el exterior. A tu edad, ya me recorría todo el barrio yo solita.
—Sí…ya me lo has dicho cientos de veces —le contesté ligeramente irritado.
Pero, como era de esperar, ella no se daba por vencida. Me levanté con la excusa de ir al baño. Al volver, allí seguía, al pie del cañón.
—Daniel, a veces, las mamás tenemos que hacer cosas que no nos gustan. Es una gran responsabilidad la nuestra. Lo hacemos por vuestro bien.
—Sí…, claro, como todo…Quiero seguir leyendo.
—Y seguirás leyendo…, pero no ahora. Te vas a ir con la abuela. Hace un rato me ha llamado, y me ha preguntado por ti. No pasáis tiempo juntos, y eres su único nieto. Dentro de cinco minutos estará aquí, así que, ponte las zapatillas y péinate un poco esos pelos.
Se dio la vuelta sin darme siquiera tiempo para replicar. Así era mamá. Cuando tenía un plan para ti, nunca te lo decía de entrada. Se iba por las ramas hasta que al final te lo soltaba. Nunca podías negarte. Era implacable. Mi padre desistió hace mucho tiempo, pero yo, todavía, guardaba la ingenua esperanza de negarme.
Me levanté de la cama con desgana. Dejé mi novela con el marcador puesto, a un lado, y me calcé las zapatillas. Mientras las iba anudando, sentí agolparse dentro de mí una ira acumulada de años. Cada vez, la convicción de que mi madre disfrutaba fastidiándome, iba cobrando más fuerza.
A los cinco minutos, sonó el claxon de un coche. Era mi abuela que, venía a recogerme. Mi abuela, al contrario de ella, era una mujer adorable. En mi corazón, la sentía como mi verdadera madre. Yo sabía quién había maquinado el plan. Mamá disfrutaba enredando a todo el mundo. Se vanagloriaba de ser una estratega de las relaciones humanas. Dudo mucho que lo fuera. Si algo iba mal, lo terminaba por empeorar; y si iba bien, lo estropeaba. ¡Qué se le iba a hacer! Antes de ser inofensiva, era así.
Cogí el libro y lo metí en mi mochila, por si acaso. Bajé las escaleras y respondí con un leve gruñido a su despedida. Salí a la calle. Mi abuela me esperaba dentro del coche. Le di dos besos a través de la ventanilla, y me senté a su lado. Accionó el motor y el coche se puso en marcha. Como me sentía contrariado, iba muy callado, sin ganas de hablar.
—Ha sido idea suya, ¿verdad?
—Sí, yo quería quedarme en mi cuarto leyendo mi libro.
—¡Ummm! ¡Qué le vamos a hacer! ¡Es una mujer incorregible! Y a estas alturas dudo mucho que cambie.
—¿Has quedado con tus amigas? —pregunté con cierto recelo.
—Sí, cariño. Ya había quedado con ellas cuando me llamó tu madre. Ella me insistió en que querías salir. De haberlo sabido, no las hubiese llamado, pero…
—Ya…, —dije resignado—. ¿Por qué tienes unas amigas tan petardas?
—¡Daniel! ¡No hables así de ellas! Pobres mujeres… no saben ser de otra manera. A cierta edad, si quieres compañía, las opciones son limitadas —afirmó, dando un hondo suspiro.
—Pues yo prefiero mil veces estar sólo a tener que aguantar a cualquiera.
—Ya…, lo dices porque eres joven y no estás sólo. La soledad es muy mala compañera, Daniel.
—¿Dónde has quedado con ellas?
—Como hace muy buena tarde, hemos quedado en la cafetería del parque. Nos sentaremos en la terraza, a que nos dé un poco el sol. Y pensándolo bien, así tendrás oportunidad para escaparte, si te resulta insoportable.
—Me he traído mi libro, así que estaré entretenido.
—¿Qué estás leyendo, Daniel?
—“Viaje al centro de la tierra”, de Julio Verne.
—Me encanta ese libro. Ya casi estamos llegando. Ahora, ojo avizor, que hay que encontrar aparcamiento.
—¡Abuela!, ¡allí! —exclamé con rapidez indicando con el dedo un espacio vacío.
—¡Estupendo! Lo has encontrado a la primera.
Aparcó el coche tras numerosas maniobras, pues aparcar no era lo suyo. Cuando llegamos a la terraza, ya estaban sus tres amigas esperando.
—¡Ay, Lucía! ¡Pero qué grande está tu nieto! Cada vez se parece más a su madre.
—Lucía, la puntualidad no es lo tuyo. Por poco, no pillamos sitio.
—¡Uy! ¡Qué buen mozo! Niño, ¿qué edad tienes ya?
Las tres hablaban a la vez, por lo que era agotador seguir el hilo y responderles; así que, delegué en mi abuela, y nos sentamos.
—¡Qué buena tarde hace! Pues sí, Matilde, Daniel ha pegado un estirón. Ahora acaba de cumplir los 11; y no, no se parece en nada a su madre, si no a su abuelo, que en paz descanse. He llegado un poco tarde porque mi hija me llamó a última hora, y tuve que ir a recogerlo.
Se acercó el camarero, que era un joven alto y desgarbado, que se movía con desgana, arrastrando sus pies como un pesado fardo.
—¿Señoras, ya están todas?
—Sí, joven. A mí, me pones un descafeinado de máquina, con leche desnatada y sacarina, y un pastel de zanahoria —respondió la que parecía de mayor edad.
—Ponme un café sólo extrafuerte, con un chorrito largo de anís. ¿Y tú, Daniel, qué quieres?
—Pues yo… una coca cola y una bolsa de patatas fritas.
—¿Y ustedes dos?
—A mí, un descafeinado de sobre con sacarina, y un pepito.
—Y a mí, una horchata glaseada y un pastelón cordobés.
—Ok, anotado, señoras.
El camarero se fue, y yo me quedé a solas con mi abuela y sus tres amigas. Como quería ahorrarme sus preguntas, saqué mi libro para poner distancia entre ellas y yo. Pero era cuestión difícil abstraerse de su cháchara y dejar de oírlas. En esos momentos, deseé tener unos tapones en los oídos.
—¡Míralo!, si parece que tiene la sangre de horchata. Es sobrino del Julio, pero con el garbo que tiene, éste no dura ni tres telediarios aquí —dijo Matilde.
—Es joven, ya espabilará. Le queda toda una vida por delante —comentó mi abuela comprensiva.
—la juventud está fatal. Se ve cada cosa… Oye, Daniel, ¿cómo vas con los estudios?
Levanté la vista del libro, molesto por la pregunta. Pero no me pillaba por sorpresa, porque sabía que, en cualquier momento, alguna sacaría el tema.
—Bien —contesté con brevedad mientras volvía a refugiarme en la lectura.
—Pues, mi nieta Andrea, sacó estas navidades unas notas muy buenas. Todo sobresaliente. Es muy lista. Mi hija me dice que es sacerdotá.
—¡Superdotada, no sacerdotá! —le corrigió mi abuela, tratando de reprimir a duras penas la risa.
—Bueno, como se llame eso. Daniel, ¿tú que notas sacaste?
Traté de hacerme el longui, pero fue en vano. Sentí el silencio y sus miradas clavarse en mí. pero, justo, llegó el camarero para salvarme del apuro. No es que me fuese mal en los estudios; es que odiaba hablar de ello.
—Aquí tiene su café con anís; aquí, su descafeinado de máquina y el pastel de zanahoria; aquí, su descafeinado de sobre y su pepito; aquí, su horchata y su pastelón cordobés. Me falta la coca cola y las patatas; ahora vuelvo.
Los ojos de las abuelas se posaron golosos sobre sus viandas. La gula sació su curiosidad. Cuando el camarero volvió con mi pedido, ya se habían olvidado, por completo, de la pregunta. Conseguí concentrarme en la lectura. Estaba tan absorto que, no noté que, justo a nuestro lado, en la mesa que acababa de quedarse vacía, se sentaba un nutrido grupo de ocho ancianas. Como no tenían suficiente con una mesa, llamaron a gritos al camarero, para que les pusiera una mesa adicional. Ya estaban, cómodamente sentadas, y con sus pedidos anotados, cuando empezaron a hacer lo propio: cacarear.
Las amigas de mi abuela, pasaron a un segundo plano en lo que, a distracciones molestas se refiere. Yo intentaba acabar ese capítulo, que tanto mi interesaba, una y otra vez. Pero, mis esfuerzos por concentrarme eran en vano. No había manera. Aquellas mujeres competían entre ellas, por hacerse oír, las unas sobre las otras. La escalada de invasión acústica iba en aumento, por momentos. Reconozco que soy muy sensible a los ruidos, pero aquello era muy difícil de soportar. Tal era la cosa, que hizo enmudecer al resto de grupos que allí había. Sólo se las oía a ellas.
Traté de relajarme, pero sólo conseguía ponerme cada vez más tenso. Sentí la ira rugir en mi interior como un león desbocado. Mi corazón latía con tanta fuerza, que amenazaba con explotar. Mis músculos estaban rígidos como bloques de hielo. Sentí un calor abrasador en mi estómago, que iba subiendo hasta llegar a mi cabeza. El mundo entero se reducía a ellas. Fuera de ellas, nada existía. Mis sienes palpitaban con furia. Las odiaba con todo mi ser. Ese calor, a punto de fundirme, se concentró en ese punto del universo donde estaban ellas. Y de repente, entre ellas y yo: nada. Detonó una fuerte explosión en mi interior. Me sentí estallar en mil pedazos. A continuación: silencio y oscuridad, como si tiempo y espacio hubiesen colapsado.
Poco a poco, fui recobrando la conciencia de mis sentidos, y empecé a ver y oír. Todo era ruido, desconcierto y agitación. Se oían los cacareos de unas gallinas que correteaban alrededor de la mesa donde antes estaban aquellas odiosas señoras. Señoras que, por cierto, ya no estaban. Sólo quedaban sus abrigos y demás pertenencias. Se habían esfumado. El camarero se dirigió hacia las gallinas, con una escoba, para tratar de espantarlas. Todos los clientes contemplaban atónitos el espectáculo.
—¿De dónde habrán salido esas gallinas? —preguntó Matilde.
—¿Y las señoras que había al lado, dónde están? —preguntó mi abuela preocupada.
—No me lo explico, pero si hace nada estaban allí —comentó otra de sus amigas.
—Niño, ¿tú has visto algo?
—No, no sé…, no he visto nada —contesté confundido.
El camarero pasó de atacar a las gallinas, a tener que defenderse de ellas. Eran implacables, se ensañaban con fiereza contra el pobre empleado. Las conté: eran ocho. Justo el mismo número que las abuelas desaparecidas. Pensé, “No puede ser. Demasiado increíble para ser verdad. Tiene que haber otra explicación”.
El camarero seguía defendiéndose. Lo picoteaban con saña. De repente, un gato de los que solían merodear por allí en busca de comida, apareció y se lanzó sobre ellas. La escena era dantesca: el camarero, las gallinas y el gato. Todos revueltos. Las gallinas huyeron despavoridas, y sólo quedaron enzarzados en la lucha, el camarero y el gato. El camarero, ahora, se defendía del gato que, a su vez, también, se defendía del camarero. En un momento de desesperación, el joven consiguió deshacerse del gato propinándole un puntapié. Lo lanzó a unos metros, y el gato salió disparado. Ni rastro de las gallinas, ni rastro del gato, ni rastro de las señoras mayores. Sólo quedaron un camarero bien magullado y dos mesas fantasma.
En la terraza, no se hablaba de otra cosa. Todos trataban de encontrar una explicación al extraño suceso. Las amigas de mi abuela, no fueron una excepción. No les inquietaba tanto la aparición de las gallinas, como la desaparición de las ancianas.
No me salía la voz del cuerpo. Me sentía extraño, suspendido en el vacío. La guardia civil acudió allí para investigar la desaparición de las señoras. Interrogaron a todos los clientes. No pude decirles gran cosa porque, en realidad, no vi nada; sólo sentí, y eso, en este mundo no cuenta.
Al día siguiente, como era sábado, estábamos desayunando mi padre, mi madre y yo en la cocina. Mi madre encendió el televisor, y allí se abrió paso la noticia con el siguiente titular: “El extraño caso de las gallinas y las ancianas desparecidas”. Mi padre se quedó conmocionado; mi madre, llena de curiosidad.
—Pobres ancianas…, ¿qué habrá sido de ellas? ¡ojalá que las encuentren! —dijo mi padre con pesar.
—¿De dónde saldrían esas gallinas? ¿Qué hacían allí? —preguntó mi madre en voz alta, con su acostumbrada sensibilidad—. Oye Dani, ¿esa no es la terraza adonde fuiste ayer con la abuela? Tú estabas allí, en ese momento. ¿Qué viste?
—Nada, no vi nada —respondí con brevedad, pues no quería hablar de ello.
—¿Cómo que nada? ¡Estabas allí! ¡Tuviste que ver algo! —insistió incrédula.
—Pues no fui el único que no vio nada. Pregunta a la abuela si quieres.
—¡Ya lo creo que lo haré! Porque tú… ¡menuda caraja llevas encima! Bueno, apago este trasto. Ya hemos visto suficiente, y no aclaran nada. Además…, tengo una buena noticia para ti, Daniel.
—¿Ah sí? —pregunté con desinterés, temiéndome lo peor. Nunca me gustaron sus noticias.
—Pues… —dijo tratando de alargar la expectación— que este verano te vas con los boys scouts.
—¿Cómo? ¿Qué? —pregunté desesperado— no, no voy a ir. Ya tengo mis planes.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles? ¿Encerrarte en tu cuarto con tus libros? —preguntó con un sarcasmo hiriente.
—¡Pues sí! ¡Eso mismo! —le respondí con una determinación desconocida en mí—. estaba harto de ella y sus maquinaciones metomentodo.
—¡Vaya…! ¡Qué lástima! —exclamó adoptando una burda muesca burlona—. Pues vas a tener que posponer tus planes porque ya estás apuntado.
Sus palabras fueron como una bala. Se me incrustaron en el corazón, que se me hizo de hielo. Empecé a odiarla con todo mi ser. No era mi madre, era una alimaña. Tan fría, tan dura, tan desdeñosa, tan vacía… Otra vez, la ira desbocada; el corazón latiendo al borde del estallido; el calor abrasador concentrándose en mi nuca. Ella y yo a solas, envueltos en la nada. La explosión arrasándolo todo. Silencio, oscuridad, vacío. Perdí la noción del tiempo. Cuando volví en mí, ella ya no estaba. Busqué con la mirada a mi padre, tampoco estaba. Traté de reunir las pocas fuerzas que me quedaban para salir del estado de aturdimiento. Me costaba mover los músculos. Poco a poco, con un esfuerzo titánico, logré recuperar la movilidad. Traté de llamarlo, pero no me salía la voz del cuerpo. Tambaleante, me dirigí hacia el salón. Lo encontré sentado en el sofá. En su regazo tenía un bonito pavo real, que acariciaba con ternura.
—No te preocupes, cariño, te cuidaremos siempre —le decía mi padre al animal.
—Papá …, yo…solo… —acerté a balbucear consternado.
—Lo sé, Daniel. No te sientas mal. Estaremos bien. La cuidaremos. Nos las sabremos apañar. ¿Quieres acariciarla?
—No sé, papá. ¿Y si me da un picotazo? —Le pregunté desconfiado.
—¡Ah, no! ¡Ahora es inofensiva! ¿Verdad, cariño? —le preguntó mi padre mientras la miraba—Se dejará querer, tócala sin miedo.
Me acerqué cauteloso, y coloqué mi mano extendida sobre su cuerpo de plumas. Ella me miró con sus ojos redondos, y se dejó acariciar. Era suave y cálida como una caricia…
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