domingo, 7 de septiembre de 2025

¿Lo ves?


 

Esa coronilla insolente, clareando sin pudor… No había día en que Jerónimo no escrutase su cabeza frente al espejo. El recuerdo de su abundante cabellera lo pinchaba. Compró un producto carísimo y lo aplicaba con devoción, acaparando el baño a la espera del milagro. Un día creyó ver un tímido movimiento. “¿Quién dice que los comienzos sean gloriosos?”, pensó. Quiso cerciorar sus comprobaciones desde otros ojos.

Marisa, su esposa, fue abordada en el salón. Recelosa, esquivaba el asunto. Su marido era intratable en lo que a pelos se tratase.

—Cariño, ¿Lo ves? —preguntó con entusiasmo febril mientras se acercaba a ella para que inspeccionase su cima.

“Ostras, ¿ahora qué le digo?” se preguntó desesperada. Una idea acudió en su defensa. Se fue hacia un armario y sacó un espejo.

—Mira, Jerónimo, ¿Qué ves?

—Pues eso mismo veo yo.

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domingo, 31 de agosto de 2025

La tuerca

 


Paseaba revuelta, con la bata torcida y el pelo en guerra. Su marido, absorto en arreglar el desagüe, ni se inmutaba. “¡Míralo!, la sangre de horchata!”, pensaba con inquina. Sus pasos se aceleraban al encuentro de un terremoto que lo sacudiera del sopor.

—¿Te parece bien que tu hijo flojee en los estudios?

—¿Qué quieres que hagamos, Matilde?

—¡Pues obligarlo! Quitárselo todo: dinero, pantallas, distracciones.

Una mosca cruzó zumbando. El silencio estalló como un cristal. Sintió arder su cabeza. Lo odió con todas sus fuerzas. Pero ¿qué estaba haciendo ese hombre?

—¡Manolo! ¿Estás loco o qué? ¿No te das cuenta?

—¿De qué? —preguntó mientras forcejeaba con una tuerca.

—¡Joder! Que de tanto apretarla la vas a estropear.

—Igual que con tu hijo.


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domingo, 24 de agosto de 2025

Inocente

 


Elvira amaba su vida pautada. Soltera y solitaria se refugiaba entre las rutinas de su trabajo y de su vida hogareña. Era agente judicial. Un trabajo perfecto donde no tomar decisiones ni asumir riesgos. Para ella la vida era una dulce sucesión de días repetidos.

Un día un papel se coló en una de las carpetas. La irritación le subió a la garganta. Lo leyó y se le heló la sangre… Una frase en mayúsculas, acusadora, le quemaba los ojos: ÉL NO ES QUIEN DICE SER. No podía ignorarlo: era un asunto vital, pero a la vez escabroso. Supondría un auténtico escándalo. Tenía que tomar una decisión. Pensó en deshacerse de él, pero cada noche soñaba con el papel ardiendo en sus manos. Además, alguien lo había depositado allí y sentía sus ojos sobre ella.

Las semanas pasaban y ella vivía un infierno. Pensó en trasladar el asunto a otra carpeta, pero se sintió ruin. Le vino a la mente dejar el folio tirado por uno de los pasillos, pero lo desechó. Sus huellas estarían impresas. “¿Y si lo llevo a la policía?”, se preguntó, pero lo descartó.

Tras un mes sin comer ni dormir… se rindió. Llevaría el papel al secretario judicial. Decidirse fue como quitarse de encima la losa que la aplastaba.

El secretario lo leyó y soltó una carcajada.

—¡Elvira! ¿No lo sabías? Es la inocentada de Vicente.

—¡Elvira! ¿Qué te pasa?

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domingo, 17 de agosto de 2025

La araña

 



¿Cuándo sabe uno que está perdiendo la cordura? El extrañamiento te golpea… ¿Eres tú o los que te rodean conspiran en tu contra? Tal vez no sea cosa tuya. Tal vez sean los buitres los que te sobrevuelan, intentando convencerte de que “ya no estás en tus cabales”.

 

Pero claro… esos olvidos…

Darío Beltrán, magnate del acero, nunca había perdido de vista fechas, números o detalles. Y, sin embargo, hacía unos días se había saltado una reunión por equivocarse de día. Poco antes, había extraviado la carpeta con los movimientos bancarios. La mirada desconfiada de sus hijos le escocía por dentro.

De lidiar en las trincheras del negocio pasaba ahora a tener al enemigo en casa. O eso… o es que estaba empezando a desvariar.

 

Dos años después de aquel ictus que lo dejó seis meses en coma, Darío volvió a la empresa y encontró que el tablero ya no era el mismo.

Mientras estuvo ausente, Bernardo, su hijo mayor, administró la empresa con poderes notariales y bajo la supervisión de Mario Belmonte, su hombre de confianza. Al volver, Darío descubrió que sus hijos lo trataban con cautela, insinuando que sus despistes aconsejaban “reorganizar” el mando.

Notaba que había cosas que cambiaban de sitio, aunque él no recordaba haberlas tocado, o al menos, eso creía. Al principio albergó dudas, hasta que empezó a hacer pequeñas comprobaciones: anotaba en una libreta, que siempre llevaba consigo, cada vez que dejaba algo en un sitio preciso. Y, cuando lo encontraba movido, revisaba su nota.

 

En una ocasión mientras anotaba en su libreta dónde dejaba un sobre, escuchó unos pasos en el pasillo.

—¿Bernardo? ¿Eres tú? —preguntó, pero el pasillo estaba vacío. Un olor a tabaco impregnaba el ambiente.

Volvió a su escritorio: el sobre ya no estaba. Lo buscó sin éxito. Exhausto, se dejó caer. Al alzar la vista, el sobre estaba allí, con una de sus esquinas arrugada y mojada.

 

Lo que más le inquietaba era cuando oía su nombre en mitad de la noche. El sonido procedía de una de las habitaciones del fondo. Empezaba como un susurro que iba aumentando en intensidad. Cuando llegaba a la habitación cesaba, y al abrir la puerta se encontraba con que estaba vacía.

 

Empezó a sentirse confundido… pequeños lapsus mentales que se colaban por las rendijas de su conciencia: luces encendidas que él creía haber apagado, voces que cuchicheaban a su paso donde no veía a nadie…; temblores leves que escapaban a su control, recuerdos de instantes felices en compañía de sus hijos.

Aún le venía a la mente la imagen de Bernardo a su lado en los momentos críticos, como si aquel Bernardo leal no hubiese sido sólo un espejismo sino un recuerdo real.

Le costaba dilucidar qué golpe sería más doloroso: si la constatación de la actitud traidora de sus tres hijos o saberse disminuido en sus facultades mentales. Sospechar de sus propios hijos era ya insoportable. Sentía como si una araña estuviese tejiendo alrededor suyo una tela de la que le era imposible escapar.

 

Pero él era un hombre forjado en la dureza. Después de llorar, a solas, la posible traición, pasó a tramar un plan. Habló en secreto con Mario y le dio instrucciones. Fingiría ceder, asumir su “debilidad” y dejar que Bernardo asumiera el mando, con el supuesto visto bueno de Mario.

 

Como parte de su maniobra, encargó a un célebre joyero una pieza única: una araña de oro, engarzada en diamantes y esmeraldas, digna de un príncipe. La guardó en un cajón bajo llave en su escritorio. Ninguno de sus hijos sabía de su existencia.

No pasó más de cuatro días antes de su desaparición. Sintió el dolor golpeando su corazón. No quiso salir de su habitación en todo el día. Se vino abajo: ¿y si la realidad era que la tela de araña la estaba tejiendo él mismo? Como pudo se recompuso hasta volver a recobrar la confianza. Fingió consternación y lamentó su pérdida con pesar teatral. Pilar trató de convencerlo de que esa joya jamás había existido.

—Papá… ¿otra vez esas historias?

Roberto miraba con desconfianza a Bernardo, que aprovechaba para insistir:

—Papá, no podemos seguir así. Necesitas atención especializada, y cuanto antes, mejor.

—Pero la empresa…

—Ya funciona sin ti. Solo falta que me nombres presidente.

Roberto golpeó la mesa. Pilar lo miró, apenas un segundo, y asintió sin mediar palabra.

—¿Y nosotros qué? ¿Nos quedamos fuera?

—Calma. Todo está recogido en mi testamento. Sólo pido tiempo… hasta mi cumpleaños. Por cierto, Bernardo, ¿has vuelto a fumar?

—No, papá, ya sabes que lo dejé hace años. ¿Por qué me lo preguntas?

—Déjalo… serán aprehensiones mías. Lo mismo estoy perdiendo el sentido del olfato y me viene ese olor a tabaco. A vuestra madre le pasó también.

El pequeño Eduardo, hijo de Bernardo, corrió a abrazar a su abuelo. Darío lo adoraba. Era inquieto, espabilado y tenía interés por todo. Le recordaba a él de pequeño: el mismo espíritu, el mismo entusiasmo.

—¡Abuelo! ¡No quiero que te vayas a ningún sitio! ¡Tú estás bien!

Sus hijos deslizaron sus ojos hacia el suelo. Un rumor de vergüenza ataba sus lenguas. La verdad dicha por un niño los dejaba desnudos.

 

La tensión crecía. Una tarde creyó oír voces apagadas tras la puerta de la cocina. Reconoció a Bernardo y a Roberto.

—… si no firmamos antes de fin de mes, se nos complica todo— decía Bernardo.

Al abrir, cambiaron de tema con torpeza.

—Hablábamos del alquiler de un local, papá. Nada importante—se apresuró a decir Roberto, pero la taza de café temblaba en su mano.

 

Darío oía molestos zumbidos que confundía con cuchicheos. Notaba a su paso ese olor a tabaco que iba y venía. Sus hijos hablaban en voz baja, callándose de golpe cuando entraba. Los desayunos se tornaron de un silencio tenso sólo roto por el golpeteo de las cucharillas contra las tazas.

 

Los episodios de confusión seguían sucediéndose con la misma naturalidad de los días del calendario. Perdió su móvil: lo buscó por toda la casa, convencido de haberlo dejado sobre el aparador de la entrada. No apareció. Horas más tarde, lo encontró la señora del servicio en el microondas. El móvil estaba encendido en modo grabadora, con una pista de audio incomprensible. La mirada de su hija Pilar, con una mezcla de lástima y reproche, le dolió más que haber perdido de vista el teléfono.

Al mirar su libretilla de anotaciones vio con horror cómo en la localización del móvil figuraba sobre tachones la palabra microondas. Cuando recobró el sosiego, al mirar con detenimiento la letra le pareció una mala imitación de la suya.

 

Llegó el día del cumpleaños. Darío se guardaba un as en la manga. Una estocada con la que daría un golpe definitivo para zanjar el asunto. Los tres hermanos se mostraban inquietos y ansiosos, como sentados sobre un avispero. Darío los miraba sembrando distancia hacia ellos en su corazón. Habían cruzado la línea roja que ningún hijo debía cruzar. Sopló las velas de la tarta buscando con sus ojos la sonrisa de su único nieto.

—Bueno, hijos… —dijo mirando el reloj de pulsera— ya es la hora.

Los hermanos estaban expectantes, con los ojos abiertos de par en par. La asistenta entró acompañando a Anselmo, el notario. Al verlo aparecer, se tensaron

—¡Ah, sí! ¡Por fin! ¡Puntual como siempre! Anselmo siéntate, te estábamos esperando.

Las miradas echaban fuego. ¿Qué pintaba el notario allí? ¿Por qué su padre no les había dicho nada? ¿Acaso el viejo zorro les tenía algo preparado?

—Bueno, abordemos la cuestión —dijo al fin Darío. Anselmo está aquí para dejar bien claras las cosas. Anselmo te ruego que tomes la palabra.

El notario carraspeó, solemne:

—la joya fue depositada en su despacho, bajo mi presencia. La llave quedó en mi poder. El acta lo certifica.

Se impuso un silencio de plomo. Darío los recorrió con la mirada. Sus hijos no se atrevían a levantar la vista. El tic tac del reloj parecía retumbar en el salón. Sintió que le sudaban las palmas, y una punzada atravesó su sien. Dudó: “¿Y si estaba yendo demasiado lejos?”.  Demasiado tarde, no era momento para vacilaciones.

Bernardo sintió el hielo treparle por la espalda. Se sabía animal cazado. Sus dos hermanos le miraban con un odio feroz.

Darío tomó la palabra:

—A raíz de estos acontecimientos, anulo mi testamento y os acuso de atentar contra mi salud mental.

Ya iban a hablar Pilar y Roberto cuando Darío los interrumpió.

—Ni se os ocurra… los tres participasteis.

Pilar parpadeó, tragando saliva.

—Papá… yo…

—Silencio —interrumpió Darío—. No hay nada que decir.

Se sentían noqueados. “¡Joder con el viejo! Tenía que haber sospechado de tanta conformidad…”, se decía Bernardo lamentándose. ¿Qué iba a ser de él ahora, fuera del amparo del viejo? Ese viejo al que instantes antes, consideraba fuera de juego…

Pilar frunció el ceño, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Papá, ¿dices que la llave solo estaba en poder del notario?

—Pues... sí… —dijo con la duda asomando por su cabeza.

—Entonces… ¿cómo es que pudiste comprobar que la araña ya no estaba en el cajón? ¿Y si es otra de tus confusiones? —Su voz tembló un poco, entre incredulidad y reproche.

El silencio surcó el aire. Pesado, turbio. Darío se sintió perdido. ¿Cómo es que había dejado ese cabo suelto?  ¿Y si efectivamente, era un descuido más?

El notario intervino con rapidez:

—Por protocolo, siempre se hace un duplicado de la llave, que en este caso quedó bajo resguardo en el registro.

Eduardo apareció corriendo, con las mejillas encendidas.

—¡Abuelo! ¡He encontrado un tesoro en el jardín! ¡Es la araña más bonita del mundo! Estaba enterrada como si la hubieran escondido.

Darío sintió el frío de la joya atravesar su mano; afuera, sus hijos contenían la respiración. Un olor a tabaco volvió a golpearlo, mezclándose con el miedo y la sospecha. En el aire quedó flotando algo más denso que la duda.

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¿Y tú? ¿Qué piensas que ocurrió? ¿Complot o desvarío? Os leo en comentarios.

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viernes, 8 de agosto de 2025

Desconectados

 


Nada presagiaba que ocurriera algo fuera de lo normal. El sol amanecía igual que siempre. Cada uno, a su manera, trataba de llenarlo de cosas, como hormiguitas que se afanan dentro de un orden del que no son conscientes.

Como cada mañana, el panadero repartía el pan, los niños iban llegando al colegio, los padres se dirigían a ocupar sus trabajos, el tráfico bullía por las calles, y los abuelos se sentaban a descansar en los bancos de las aceras. El ajetreo matutino rugía con fuerza, manteniendo a unos y otros ocupados.

Pero el día no fue uno más. Una sombra se posó sobre el ambiente. El sol dejó de calentar la piel. Un frío estremeció los cuerpos. Se dejó de sentir el fluir del tiempo. Las personas, inquietas, empezaron a boquear como si les faltara el aire. Algo colapsó como un cataclismo en los engranajes de su conciencia. De repente, empezaron a mirarse nerviosos. Un enorme vacío, como una niebla densa, se extendió desde sus pechos. Tomaron sus móviles y, ávidos, deslizaron el dedo por la pantalla. Buscaban algo, pero no sabían qué ni por qué.

El mundo se detuvo colgado de un abismo invisible. Había internet, las redes funcionaban a la perfección, y la gente se entregaba a ellas porque no tenían dónde agarrarse. Pero, aunque trataban de encontrar algo, nada de lo que veían servía para satisfacer su sed, que crecía por momentos.

Sólo unas pocas personas contemplaban la escena desde el silencio, ancladas en la calma. Eran los que estaban de más en el escenario: personas mayores, algunos adultos y niños ajenos al ritmo implacable de la jungla de asfalto. Miraban con compasión y serenidad. Su mirada surgía de dentro. Sin poner palabras en su boca, su corazón les desvelaba un secreto que ahora se manifestaba a gritos para quien supiera ver:

Las personas habían perdido su conexión interior. Y ahora, de verdad, estaban perdidas.”

Se habían precipitado a un abismo sin fondo. Lo más inquietante era que ni siquiera sabían que estaban cayendo.


Evangelio de Lucas 17:20-21(Reina Valera)

"Y preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros." 

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sábado, 2 de agosto de 2025

El refugio del olvido

 

El refugio del olvido

Un relato sobre el amor que asfixia y el olvido que libera

¿Hasta dónde llega el control cuando se disfraza de cuidado?


Almudena había llevado toda una vida al mando de su familia. De fuerte carácter, decidida y trabajadora no había dudado en hacer muchos sacrificios para recaudar un buen capital. Junto con su marido había viajado a Madrid donde habían abierto un local de comidas que tuvo mucho éxito. Cuando consideraron que habían logrado bastante, invirtieron su dinero en inmuebles en la capital. Luego volvieron al pueblo para tener una vida tranquila junto a sus hijos.

Todo iba sobre ruedas. En el pueblo abrieron otro negocio, en el que también prosperaron. Sus hijos fueron creciendo. Las novias fueron llegando a la vida familiar, y Almudena quiso que las novias de sus hijos fueran sus hijas. Al principio, parecía que todo encajaba. Como buena matriarca del clan, las agasajaba y las invitaba a comer en casa. En los inicios, de forma más esporádica, pero poco a poco las fue absorbiendo cada vez más, de tal forma, que las familias de origen se quejaban de tener que acomodarse a lo que Almudena les dejaba libre para invitar a las parejas.

Los hijos se casaron, y Almudena les colocó un piso. Las nueras se sentían agradecidas y no rechistaban. Los nietos no tardaron en llegar y, como era de prever, la abuela los acogió dentro del seno familiar. Las cosas iban bien, pero pronto, las comparaciones y el dilema de la herencia empezó a nublar el horizonte. Los hijos se sentían pájaros en jaula ajena. Habían crecido, pero sin madurar. Mamá, con sus mejores intenciones, los había provisto de todo. Y les faltaba el coraje de lidiar con el mundo.

Suele ocurrir que las peores tormentas arrecian cuando el mar se mece en plena calma. La comparación y el agravio asomó entre ellos, de grandes amigos mutaron en enemigos.  El detonante: uno de los hijos, el que vivía en la ciudad, Luis, quería reformar el piso. El problema era que no quería que su inversión cayera en saco roto. El piso no era de su propiedad y pretendía acordar una solución.

La sospecha disfrazada de desdén se instaló en la atmósfera emocional. Cenas cargadas de tensión, palabras afiladas entre plato y plato. Silencios incómodos que amenazaban con atragantarse.

—Tú lo que quieres es apropiarte del piso —lanzó uno de los hermanos mirando a su cuñada.

—No, no es eso… Lo que queremos es llegar a un acuerdo: que se reconozca las reformas que vayamos a hacerle.

Almudena torcía sus labios mientras afilaba sus uñas sobre un cuchillo romo. Miraba el mantel como si fuera un mapa de operaciones. Siempre había sabido por dónde ir. Y ahora, se le acababan las opciones.

Un vaso de cristal estalló contra el suelo. El sonido cortó el aire en seco. A uno de los nietos en su revoloteo por la mesa se le había escurrido entre las manos.

Luis tragaba saliva enterrando su mirada bajo el suelo. Sabía que estaban traspasando la línea roja. Quería dar el paso, pero sentía las ataduras en sus manos. “¿Quién soy fuera de mi familia?”, se preguntaba atorado mientras su mujer buscaba en sus ojos su apoyo. Tenía que escoger: o seguir el mandato del clan o su matrimonio.

Almudena absorbida por la tormenta emocional, puso toda la carne en el asador y empezó a disparar a diestro y siniestro. Su marido intentaba apaciguar, pero, al final, era arrastrado por el torbellino. Las discusiones subieron de tono, los murmullos que se hacían a las espaldas se volvieron olas gigantes. Ya nada era como antes y la situación iba de mal en peor. Un divorcio se precipitó y la distancia se tornó inabarcable.

Almudena sufría. Echaba balones fuera culpando a su nuera del desastre, pero cuando estaba a solas se sumergía en un soliloquio en el que trataba de no martirizarse: “no, yo no he roto el matrimonio”. Pero en el fondo sabía que ella había tenido mucho que ver. Se esforzaba por espantar los malos pensamientos cuando se topaba con ecos del recuerdo: una foto, un objeto con significado familiar.

Su marido murió, dejándola a solas con su tormento. En algún rincón de su alma lloró su ausencia en silencio. No sentía habitar las palabras en su dolor.

Poco a poco, como una gota que va filtrándose en la piedra, un velo fue posándose sobre su memoria. Al principio, fueron pequeños olvidos, pero poco a poco la maraña fue haciéndose más grande hasta nublarle la conciencia. “Todo sigue igual. Estamos juntos…, mi nieto el mayor, ¿cómo se llama?”, se decía buceando en su mente.

Le costaba reconocer a las personas, pero no sufría. A veces, se esforzaba por recordar, aunque el olvido era demasiado denso. Cuando acompañada por uno de sus hijos, se cruzaba con alguien, preguntaba el nombre de ese rostro huidizo, para tratar de darle un contexto, pero las explicaciones no llegaban a ese remoto lugar. Su hijo decía: “es mejor así. Que no recuerde nada. Así no sufre”. Y era cierto, para no recordar lo que le podría el alma, Almudena había olvidado.

 ¿Qué te hizo sentir esta historia?

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¿Lo ves?

  Esa coronilla insolente, clareando sin pudor… No había día en que Jerónimo no escrutase su cabeza frente al espejo. El recuerdo de su abun...