domingo, 28 de diciembre de 2025

La vieja taza

 


La vieja taza del abuelo, esmaltada y desconchada, conservaba desvaídas reminiscencias de un rojo ya extinto. Era una reliquia familiar obligada. Ocupaba el lugar de honor en la vitrina, desentonando sin méritos entre la vajilla de porcelana más cara. Pero la abuela era tajante… no había objeto que honrase mejor la memoria del viejo comandante.

A veces, en el silencio del salón podía oírse el repiqueteo de la cucharilla agitándose en su interior, igual que en los tiempos del abuelo. Al principio, era un sonido tan leve que apenas se percibía; había que aguzar el oído para captarlo. Pero luego, aumentaba en intensidad hasta sacudirte la cabeza por dentro. La primera vez que lo escuché, me paralizó el miedo. Poco a poco, reuní valor, hasta atreverme a acercarme y plantarme frente a ella. Llegaba un momento en que el maldito ruido cesaba y la paz regresaba, como si el tiempo hubiera borrado todo rastro de espanto.

Una vez, decidí ir más allá. Me armé de coraje y la toqué. Sus paredes, cubiertas de un vaho opaco, exhalaban un frío espectral. Aun así, alargué los dedos hasta rozarla. El dolor fue inmediato, agudo: los retiré de golpe. Los tenía enrojecidos y me ardían como si me hubiera quemado. Esa fue la última vez que me acerqué a ella. Me fui de casa de la abuela y arrinconé la taza en el olvido.

Pero la abuela murió, y yo era su único heredero. Tras el funeral, vinieron los trámites. No quise pisar el caserón; despaché el asunto del testamento en el despacho del notario. La abuela me legaba la casa familiar… y la taza. Sí, la taza. Me pedía que, bajo ningún concepto, vendiera la casa ni me deshiciera de la taza y que, además, la habitara cuando regresara al pueblo.

Para no contrariar su voluntad, resolví no regresar jamás. No me importaba que la casa se cayese a pedazos. El solo pensamiento de enfrentarme a solas, en ese caserón antiguo, con aquella endemoniada taza, me llenaba de pavor.


Y ese fue el inicio, doctor. La taza quiso reclamarme como un trofeo humano, y empezó a materializarse en mis sueños, tornándolos pesadillas. De haberlo podido controlar no estaría aquí, pero se me fue yendo de las manos…


Miraba al doctor. Por alguna curiosa razón, era una persona que me transmitía seguridad y calidez. Con él podía hablar lo que no me atrevía con nadie. Lo conocí en la cafetería del hospital. Yo no sabía que era psiquiatra, pero él sí supo verme. Cuando rendido por el insomnio y el cansancio, tropecé cayendo al suelo con mi bandeja, él se me acercó para ayudarme. Se ofreció a sentarse a mi lado para darme compañía y charla. Luego, antes de marcharse, extrajo una tarjeta de su cartera y me la pasó con naturalidad. “Ven a verme esta tarde a las 9:00”, me dijo, sin darme tregua para una excusa.


Ahora, él me miraba, con sus ojos llenos de un profundo infinito, invitándome a seguir con mi relato. Pocas personas he visto en mi vida acogerte con su silencio y su escucha como ese doctor. Así que proseguí con mi narración tal y como escribo en este diario, que me acompañó en mi lenta caída hacia el infierno.

Al principio, casi podía manejarme. Un compañero de trabajo me pasó unos somníferos y empecé a medio dormir. Eso fue un bálsamo en medio de mi calvario, pero, las pastillas, digamos que, me dejaban como un pelele a la hora de manejarme con mi creatividad. Ya le he dicho que soy escritor y dibujante de cómics. Pasé de disfrutar con lo que hacía a la total apatía, así que tuve que deshacerme de mi salvoconducto al sueño y volver al mundo del insomnio.

Lo más curioso es que, aún, en horario diurno, la taza empezó a dibujar sus contornos antes mis ojos, que atónitos se resistían a su visión. De manera inexplicable aparecía por todos lados: en el microondas, encima de la mesa y en mis dibujos.

Parecía que la barrera entre el mundo de las pesadillas y el de la vigilia se iba desvaneciendo. Si antes, me sentía seguro despierto, ya no había tregua ni rincón donde refugiarse. Me llamaron la atención desde la editorial, mis dibujos habían adquirido unos tintes tenebrosos que no tenían nada que ver con el tono y la intención que solía plasmar en mis creaciones. Tuve que ir al médico y pedir la baja.


El doctor se inclinó hacia delante y me pidió que le diese detalles sobre mis pesadillas. Me sobrecogí. Rememorar mi sufrimiento me hacía temblar por dentro.

Damián, llevar ese miedo dentro y no afrontarlo hace que se haga más grande.

Usted… ¿Cree en los fantasmas? —le pregunté. Trataba de ganar tiempo, lo reconozco, pero también, me interesaba conocer su opinión. Al fin y al cabo, él era mi confesor.

¿Cómo no? Los fantasmas existen porque los creamos nosotros. Todos llevamos fantasmas encima. Son los miedos que arrastramos. A veces, nos acechan antes de nacer: son los miedos, traumas y asuntos no resueltos del clan familiar. Cuéntame tus fantasmas. Quiero que veas tus miedos de frente. Yo estaré a tu lado.

Alejandro Guzmán Contreras, psiquiatra de vocación, alma heterodoxa y libre de dogmas, sabía tranquilizarme como nadie. Puedo afirmar sin exagerar que nunca antes me atreví a abrirle a alguien mi corazón como lo hice con él. Hice una larga inspiración y comencé a soltar mis fantasmas.

Verá, doctor, trato de seguir una buena rutina para conciliar el sueño: me doy una ducha de agua caliente, tomo melatonina y valeriana, leo un libro relajante, no estoy en contacto con pantallas antes de dormir, y practico ejercicios de relajación. Poco a poco me voy adormeciendo, y lentamente me voy adentrando en un sueño profundo que es un bálsamo para mí. Pero a las dos horas, empiezo a ver la taza con una nitidez asombrosa. Me acerco y me asomo a ella. Miro dentro y es como un pozo sin fondo de negrura que me atrapa. Entonces siento el vértigo de estar cayendo. El corazón me late salvaje y descontrolado. El horror inmoviliza mis músculos y mis cuerdas vocales. No puedo moverme ni gritar. Sigo cayendo al abismo sin ver nada. El terror se apodera de mí…

Hice un inciso y tragué saliva. Tenía una pregunta atragantada cuya respuesta sincera quería oír de labios del doctor antes de seguir descendiendo al horror.

Doctor, ¿usted cree que estoy perdiendo la cordura? A veces, yo mismo lo he llegado a pensar y no sé qué me da más miedo.

Damián, ¿qué es la cordura? ¿La norma? ¿Lo que hace o ve la mayoría? ¿No se han cometido, a lo largo de la historia de la humanidad, las peores locuras por una mayoría que se tenía a sí misma por cuerda?

Eso no responde a mi pregunta, doctor.

De acuerdo, Damián, no, no creo que te estés volviendo loco.

¿Y qué cree que me pasa?

Damián, creo que hay algo en tu familia que quedó sin resolver y esa memoria te está acechando de algún modo. Sigue hablando.

La respuesta del doctor me reconfortó. En mi interior sabía que detrás de esa taza había algo del pasado que quería ponerse en contacto conmigo. Pero me daba tanto terror pensarlo, que trataba enseguida de taparlo con otros pensamientos distractores. Seguí ahondando en mis raptos nocturnos:

Cuando estoy cayendo, oigo una voz desgarrada de mujer que se abre con un llanto y que se diluye como un hilo hasta perderse. Es como escuchar un disco en bucle, una y otra vez. Nunca la había oído antes, pero a la vez, es tan familiar… Luego aparece la voz atronadora y seca como un rifle de asalto de mi abuela. Y entonces siento una congoja que me consume. Quiero escapar y no puedo, me persigue, siento su rabia golpearme en la nuca y un dolor que me asfixia. Ahí es cuando me despierto gritando con los dedos entumecidos y rojos como la primera vez que toqué la taza.

Damián, estás haciendo un buen trabajo. Sé que no está siendo nada fácil para ti, pero sabes que es necesario —Dejó de hablar para mirarme con toda la intensidad que pudo y continuó—. Igual que también lo es, afrontar esos miedos fuera de la consulta.

¿A qué se refiere? —pregunté sobresaltado y de forma retórica, porque de sobra sabía a qué se refería—

Damián, es hora de visitar la casa de tu abuela.

No, no puedo hacerlo. No estoy preparado aún.

¿Y cuándo lo estarás, Damián? Nunca se está preparado para afrontar un miedo, nunca, pero en esto, no hay atajos. No lo vas a hacer solo. Te voy a acompañar. Mañana paso a recogerte a las 8:00 de la mañana. No puedes echarte atrás. La maquinaría ya está en marcha.

Lo miré como un niño asustado mira a su madre cuando le dice que tiene que hacer algo que le da miedo, y que sabe que no puede negarse. En ese momento, lo temí y lo odié al mismo tiempo. Sabía que la suerte estaba echada.

Ya en casa, sentí cierto alivio. Si había que morir, era preferible hacerlo rápido a esta lenta agonía de muerte en vida. Como se hacía tarde, me dispuse a darme una ducha de agua caliente que relajase mis destemplados nervios. Mientras el agua caía cálida sobre mi piel, el rostro de mi abuela retumbó como una tormenta en los resquicios de mi memoria. Recordé su voz, fría y seca, su gesto duro y su mirada acusadora. De no ser por el viejo comandante que siempre tuvo sus brazos abiertos para mí, no sé cómo habría podido sobrevivir a la infancia.

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domingo, 21 de diciembre de 2025

Los palitos son para soñar (3): Revelación y renacimiento. Un relato terapéutico sobre la niña interior y el miedo a ser.

 



Esa niña me saca de quicio.

La caída.

Revelación y renacimiento.

La psicóloga, en cuanto le dijeron que estaba allí, la hizo pasar a su consulta.

—Cuéntame Amelia —le dijo mientras contemplaba su rostro desencajado.

—Pues…. Es…. Es… esa niña. Me ha hecho sentir……. — respondió con voz trémula, tratando encontrar en su mente la palabra exacta.

—Vulnerable y rota… -—terminó por completar Andrea.

—Sí…… —asintió como un animal herido.

—Esa niña te está impulsando para que salgas del pozo en el que te has metido.

—¿Cómo? —reaccionó escandalizada Amelia, recuperando la voz de golpe.

—Lo que oyes. Esa niña ahonda en la herida que te desangra por dentro, porque esa niña es un reflejo de lo que eres y fuiste, pero que no te atreves a admitir.

La revelación de la terapeuta se abrió paso en el cerebro de Amelia, como lo hace el sol en un amanecer nublado, y la esperanza empezó a anidar en su castigado corazón.

—¡Ahora lo entiendo…! De pequeña era así, pero lo olvidé. Me dejé derrotar y me camuflé para sobrevivir. Me di cuenta de que, si hacía lo que los demás esperaban de mí, las cosas empezaban a ir bien. Y así, me fui envolviendo en capas como si fuera una cebolla hasta desconectar de quién era. Recuerdo que adoraba la fotografía y que jugaba a ser una fotógrafa que viajaba por el mundo para captar lugares y momentos increíbles. Mi madre no lo entendía, y no me compró esa cámara que tanto deseaba. Ella pensaba que lo mejor era estudiar para maestra, y sacarme una plaza para tener un puesto fijo. De hecho, cuando tuve mi primer sueldo, lo primero que hice fue comprarme una cámara de las más caras, pero la dejé arrinconada, al igual que mis sueños.

—Ya, las madres siempre quieren lo mejor para sus hijos, y lo hacen con la mejor de las intenciones, pero nadie más que uno sabe lo que quiere realmente, ¿verdad?

—Sí, así es —respondió Amelia, sintiéndose cada vez más aliviada.

—Ummmmm, y esa niña esta mañana, ¿qué crees que te ha mostrado?

—Me ha mostrado que ella no está dispuesta a renunciar a ser quien ya es por nada del mundo.

—¡Wow! ¡Eso es! ¿Y algo más? —preguntó Andrea excitada por la sorprendente evolución de Amelia.

—Sí…… que su mayor miedo es terminar siendo la persona que ahora soy….

—Y eso es lo que ha detonado en ti como una bomba de tiempo.

—Sí, así es —asintió con valentía Amelia—. Me ha dejado fuera de combate.

—¡Enhorabuena, Amelia! Estás mostrando un coraje y un arrojo extraordinarios.

—Gracias a ti, Andrea, que has sabido hacérmelo ver.

—Yo te lo he puesto delante de tus ojos, pero tú lo has visto sin resistirte. La verdad no siempre es fácil de encajar, y más cuando se muestra con tanto dolor.

—¡Sí!, me ha dolido tanto que creía morir —reconoció Amelia.

—Quizás porque has vuelto a renacer…

—No lo había pensado, pero sí…. Tiene sentido —dijo esperanzada Amelia. Y ahora, ¿qué hago?

—¿Qué tal si vuelves a tus orígenes y vuelves a ser quien, en realidad, eres?

—Pero, ¿cómo se hace eso? No sé ni por dónde empezar. Me siento perdida ….

—Bueno, para eso estás aquí, ¿no? Poco a poco irás quitando capas de la cebolla hasta llegar a esa niña que hay dentro de ti, y Paulita puede ser tu mejor maestra, si tú se lo permites. Los niños tienen una sabiduría innata que los mayores no sabemos ver. Mira… te voy a mandar una tarea que harás día a día hasta la próxima sesión. ¿Lista para ponerte las pilas?

—Sí, estoy lista.

—Así me gusta. ¡Esa es la actitud! La mujer que tengo frente a mí, no es la misma que entró por esa puerta hace una hora. ¿No será que las puertas tienen algo mágico?

—Jajajaajaj —terminó riendo Amelia—. Puede ser, puede ser.

—Pues ya que estamos, vamos a aprovechar la magia de las puertas. Cuando salgas por esta puerta, quiero que te imagines que sucede un milagro: nada más salir por ella, vuelves a ser esa niña, y cada día, nada más levantarte, escribes en una libreta cuatro o cinco pequeñas cosas que esa niña haría. De esas cuatro o cinco, escoges una y la haces. Cada vez que hagas una, la subrayas. Y así cada día hasta la próxima sesión. Cuando vuelvas a consulta, quiero que me traigas ese cuaderno. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió emocionada Amelia—. Es hacer como si ya fuera esa niña.

—¡Así es! —le confirmó Andrea, satisfecha, al ver la luz en sus ojos.

Amelia salió de la consulta ligera, se sentía diferente, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Se fue a su casa. Se dio una generosa ducha. Buscó una libreta y se sentó en el sofá. Al día siguiente, cuando entró en clase se sentía una mujer nueva, y los niños lo notaron. Nunca la habían visto sonreír de esa manera. Empezó a preguntarles, uno a uno, “cómo se sentían y qué habían hecho la tarde anterior”. Al principio les costó tomar confianza porque todavía guardaban en su recuerdo a la Seño Gutiérrez de antes, pero llegó un momento en que se soltaron, y empezaron a hablar abiertamente. Hasta Mario se animó. Amelia comprendió en ese momento que el milagro ya había ocurrido: los niños le habían abierto sus corazones, y ella había conectado con ellos por primera vez. La experiencia fue tan maravillosa e intensa que se sentía flotar en el aire. Les dijo a los niños que sacasen los palitos. Los niños fueron a coger cada uno su caja para sentarse, a continuación, en sus mesas. Ellos esperaban que la Seño les repartiese una ficha, y descubrieron asombrados que no fue así. Ella les miraba ilusionada como una niña más, y como vio en sus miradas que estaban esperando a que les dijese algo, les propuso al fin la tarea.

—¡Esta mañana no vamos a utilizar los palitos para contar sino para…! ¡SOÑAR!

—¿Cómo?  —preguntó Alicia perpleja y desconcertada—. No sé qué tengo que hacer. No sé cómo se hace eso.

—Bueno, tenemos la gran suerte de contar entre nosotros con la mejor maestra —dijo señalando a Paulita, al tiempo que sonreía y le guiñaba un ojo con complicidad—. Yo mismo pienso aprender de ella.

 @ana.escritora.terapeuta.

Dedicado a todos aquellos que se atreven a soñar.

 … Y dijo: De cierto, os digo, que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

(Mateo 18:3)

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Los palitos son para soñar (2): la caída. Un relato terapéutico sobre la niña interior y el miedo a ser.

 


Esa niña me saca de quicio.

La caída.

Mientras Mario luchaba con los palitos para lograr su media hora de libertad, la seño les propuso a sus compañeros un dibujo sobre lo que querían ser de mayores.  En tanto que los niños dibujaban, no se sabe muy bien, si sus anhelos o lo de sus padres, Paulita se entregó en cuerpo y alma a sus ensoñaciones más profundas. Se dibujó así misma como una pirata que surcaba los cielos, para luego bajar a la tierra y abrir las jaulas de los pájaros, dejándolos volar libres. Debajo del dibujo escribió con letras mayúsculas: YO SOY.

Cuando la Seño consideró que ya era el momento de terminar los dibujos, los niños fueron apurando sus creaciones para dejarlas listas. Todos, menos Paulita, que seguía soñando con los ojos abiertos.

“¡Ay!” —suspiró, resignada, para sus adentros—. “¡Qué cruz, la mía!” —y fue pasando mesa por mesa para ver los dibujos.

—¡Alicia! ¡Genial! ¡Quieres ser médico como tu papá para curar a la gente! Te voy a poner un corazón y una sonrisa para que le enseñes el dibujo cuando llegues a casa.

—Marina, veo que quieres ser maestra. Muy bien. Muy buena profesión la de enseñar a los niños. Ahí va un corazón y una sonrisa.

—Eduardo…. ¿Youtuber? ¿Y eso es una profesión?

—Álvaro… ¿Futbolista? Uf …. Hay que ser más realistas…

—Sandra quieres ser enfermera. Eso está muy bien. Aquí tienes.

—Corina…. ¡Ser famosa no es una profesión! Madre mía…

Se iba a acercar a Paulita cuando se acordó de Mario. Así que se giró y se volvió hacia él.

—Mario, ¿todavía no has terminado?

—Sí… respondió tímido y dubitativo.

—¿Y por qué no me has dicho nada?  —preguntó incrédula.

—Pues porque… porque… porque no me atrevía…

—¿Por qué no te atrevías?

—Pues porque… porque…. Porque no quiero equivocarme y quedarme sin recreo…. —respondió al fin armándose de valor.

—Bueno…. Venga…. Déjame que lo corrija. Vamos a ver….

La seño se puso a comprobar las cantidades, y se quedó abrumada. ¡Las había puesto todas bien! No se lo podía creer. Con el tiempo que llevaba sin conseguir apenas algún avance, y en media hora ¡ya sabía hacerlas!, ¡y no solo eso, sino una de las fichas más difíciles!

 —¡Una simple mocosa y en una miserable media hora! —pensó escandalizada mientras su mundo se desmoronaba.

Mario esperaba nervioso y lleno de temor la dura sentencia, y como la Seño no decía nada, se atrevió a preguntar:

—¿Me he equivocado?

—No, no te has equivocado…. Las has hecho todas bien- dijo al fin con un tono entre lastimero y desconcertado.

—Entonces… —prosiguió el muchacho todavía incrédulo, mientras contenía a duras penas su entusiasmo—. ¿Mañana puedo salir al recreo?

—Sí… mañana, sí —respondió la Seño confusa y dolida en su amor propio.

La maestra tragó saliva y, tratando de recobrar una fingida entereza, se aproximó al pupitre de Paulita. La niña ya había terminado su dibujo, y lo exhibía orgullosa entre sus manos. La Seño lo miró sin entender nada.

—Paulita… —dijo tratando de apaciguar su creciente tormenta interior—. No entiendo nada. ¿Qué es esto?

—¡Pues lo que soy! Yo seré de mayor lo que ya soy. Una libertadora de pájaros. Me gusta verlos volar en libertad, y, siempre que puedo, les abro la puerta de la jaula. ¿Sabes, seño? Ellos están tan presos como nosotros, solo que no nos damos cuenta.

—Paulitaaaaaaaaaaa……! ¡Por el amor de Dios! ¡Eso que dices es absurdo! Nosotros somos libres, y los pájaros, te guste o no, son de sus dueños, y no está nada bien que vayas por ahí abriendo jaulas.

—Lo que no está bien es que los metan en cárceles —defendió Paulita con entereza—. Seño, ¿a qué le tienes miedo?

—¿Yo? —preguntó escandalizada y casi dando un respingo—. ¿A qué viene esa pregunta?

—Mi abuela, que sabe mucho, dice que todas las personas tenemos miedo de algo.

—¿Y tú, a qué le tienes miedo? —preguntó la maestra en un intento de recuperar el control de la situación.

—Tengo miedo a… a… ser… —dijo Paulita mirándole a los ojos, casi sin atreverse a decirle lo que estaba pensando.

Pero no hizo falta que terminara la frase porque la Seño lo supo de inmediato, y esa certeza le martilleó el corazón con un aguijonazo tan fuerte que sintió que se partía en dos.

—Tienes miedo de ser como yo… —completó casi sin voz una derrotada y casi sin vida Seño Gutiérrez.

El timbre sonó en su rescate. La maestra trató de recomponer sus pedazos rotos e hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban.

—Bueno —les dijo con la voz apagada y entrecortada- podéis recoger vuestras cosas.

Después les hizo con la mano la señal de costumbre, y los niños salieron del aula. A continuación, y una vez que se quedó a solas, tomó sus pertenencias y se marchó, sin esperar ni despedirse de sus compañeros, como acostumbraba. Se montó en el coche y lo condujo como alma en pena hasta su casa. Nada más llegar, lo primero que hizo fue telefonear a su terapeuta personal para que le diera una cita urgente para ese día. Se la dieron para las 5.00 de la tarde. Llegó puntual, y sin apenas haber comido; tenía el cuerpo descompuesto y sentía una ansiedad que la devoraba por dentro.

Revelación y renacimiento.

@ana.escritora.terapeuta

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Los palitos son para soñar(1): Esa niña me saca de quicio. Un relato terapéutico sobre la niña interior y el miedo a ser.

 


Esa niña me saca de quicio

Era un día cualquiera de los muchos que pueblan el calendario escolar. La estirada seño Gutiérrez paseaba entre los pupitres para supervisar el trabajo de sus alumnos. El sol se atisbaba tras los cristales con la promesa de una mañana espléndida. Mario estaba ensimismado tratando de atrapar con sus manos los rayos de sol que se posaban sobre su mesa. Por fortuna, pasó desapercibido a la aguda vista de la seño Gutiérrez, que se acercó a Paulita y contempló con disgusto que la niña no estaba componiendo las cifras de la ficha con los palitos y las gomas, sino que estaba armando figuras geométricas sin sentido.

—Paulita, ¿me puedes decir qué estás haciendo? -—inquirió algo irritada.

—¿No lo ve? —preguntó Paulita incrédula—. Estoy formando constelaciones. Mire esta —dijo señalando a la derecha—. Es la osa mayor, y esta otra es Orión.

—Paulita, no es eso lo que te he pedido —dijo suspirando con resignada paciencia—. Tienes que componer todas estas cifras. Cuando lo hagas, me llamas. Espero que te dé tiempo porque si no….

—Sí… me quedo sin recreo.

—Eso es.

La seño Gutiérrez se dio la vuelta para pasar por el resto de las mesas. Comprobó con satisfacción que casi todos tenían hecha la tarea correctamente.

—¡Bien hecho! —celebró con su tono más chillón—. ¡Alicia, eres una campeona! Te has ganado una estrella azul y una sonrisa —dijo al tiempo que pegaba dos adhesivos en una tarjeta de cartulina.

—Eusebio, todas bien menos la última. Comprueba las decenas….

—Mario, pero… ¿Qué has estado haciendo? —preguntó exasperada—.¡No has hecho nada!

—No sé… contestó dubitativo y cabizbajo.

—¿Cómo que no sabes? Pues yo sí sé. ¡Te quedas sin recreo hoy también!

La seño Gutiérrez suspiró hondamente. Niños como Mario y Paulita la desquiciaban y la hacían dudar de su vocación. Si todos fueran como Alicia, tan disciplinada y obediente, enseñar sería otro cantar. Miró su reloj, quedaban 5 minutos para el recreo, así que trató de relajar su mente pensando en sus próximas vacaciones. Quería viajar a Venecia. Se haría un montón de fotos chulas que luego subiría a su Instagram para presumir ante sus amigas. Tocó el timbre.

“¡Al fin!”, se dijo saliendo de su ensoñación. Les hizo un gesto con la palma de su mano a sus alumnos para que se contuviesen. Acostumbraba a indicarles cuándo debían salir para que lo hicieran de forma civilizada y no “como los salvajes”, según decía ella.

—Podéis salir —dijo al fin— Paulita, tú te esperas, y Mario, tú ya sabes…

Se acercó a la mesa de Paulita, y comprobó con asombro que había terminado su trabajo de una manera impecable y en apenas 5 minutos.

—¿Ves cómo puedes cuando quieres? ¡Venga, sal al recreo!

—¡No! —le dijo Paulita—. Me quedo con Mario.

—¿Por qué? —preguntó con incredulidad y cierto malestar la seño.

—Porque quiero ayudarle. No veo bien que siempre se quede sin recreo.

—Se queda sin recreo porque no quiere trabajar. No es cuestión de justicia. Pero… ¿Qué hago discutiendo con una niña? ¡Fuera de aquí, te he dicho!

—¡No! —le contestó Paulita, mirándola desafiante con los brazos cruzados sobre su pecho— Él no lo hace, no porque no quiera, sino porque no sabe. Necesita ayuda, y yo sé cómo ayudarlo.

—Voy a llamar al Director—. Terminó por amenazarla.

—De acuerdo. Seguro que me entiende.

La seño Gutiérrez salió bufando de allí. Esa niña era terrible. Obcecada como una mula e irritante como una mala muela. Y encima, todos sus compañeros, incluido el Director, la adoraban y celebraban sus gracietas y ocurrencias, que, a su modo de ver, eran de lo más delirante. Pensó en dirigirse al despacho del Director, pero desechó la idea por inútil. Así que salió al patio. Esa mañana le tocaba guardia de recreo con Lucía, la seño de inglés.

—¿Y Paulita? ¿No ha venido? Le preguntó extrañada al no verla entre sus compañeros.

—Se ha quedado en el aula…. – respondió con desgana.

—¿Por qué? ¿Está castigada?

—No, es que quiere ayudar a Mario con su tarea.

—¡Esa niña es increíble! Si tuviera una niña, querría que fuese como ella.

“¡Este es el colmo!”, pensó con disgusto la seño Gutiérrez, “¡hasta la admira y la querría como hija! ¡Está loca de atar!”

Lucía la miró. No entendía muy bien la poca simpatía de su compañera hacia una niña como Paulita. La seño Gutiérrez no hablaba de ello, pero era algo imposible de ocultar porque sus gestos la delataban.

—¿Qué te pasa con ella? —se atrevió, al fin, a preguntar.

—¿A mí? —reaccionó entre sorprendida y pillada en falta—. ¡Nada! Lo que ocurre es que tú no pasas tanto tiempo con ella como yo. No obedece y va a su aire.

—No sé lo que pasa en tu clase, pero en la mía es de lo más participativa y entusiasta. ¿Obedecer? Es que no se da el caso. Nunca me ha dado la impresión de que desobedezca. Aunque sí es verdad que le gusta tomar la iniciativa, y yo la animo a ello.

—¡Uy! Parece que Luis se ha caído y se ha hecho daño. Voy a acercarme por si necesita una cura —dijo la Seño Gutiérrez, aliviada por encontrar la excusa perfecta para abandonar la espinosa conversación.

Tocó el timbre y los escolares se dispusieron en filas para volver a sus aulas. Cuando la Seño Gutiérrez entró en clase, vio que Mario y Paulita reían juntos. Al notar su presencia, callaron. Paulita se fue a su pupitre. La Seño se acercó a Mario y comprobó que había terminado la tarea correctamente.

—Seguro que te la ha hecho Paulita —dijo con cierto desdén mirando a la niña de reojo.

—No, Seño. Ya sé hacerlo. Paulita es muy buena maestra— dijo con cierto temor.

—¿Ah, sí? —reaccionó irritada—. Demuéstramelo.

Con paso firme se fue hacia dónde tenía su carpeta, y rebuscó de entre las fichas, la que le parecía más difícil. Volvió al sitio de Mario y se la colocó en su mesa.

—Toma. Aquí tienes. Si la haces sin ningún error, mañana sales al recreo.

—¿De verdad? —preguntó Mario entre ilusionado y apabullado.

—Sí, de verdad. Cuando termines de hacerla, me llamas.

Mario se puso manos a la obra. Ya ni se acordaba de la última vez que pisó el patio durante un recreo. Su madre había ido un sinfín de veces a hablar con su tutora, pero fue en vano. La seño se mostraba tenaz e inflexible.

La caída.

Revelación y renacimiento

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domingo, 14 de diciembre de 2025

Feminista a capa y espada

 


Se declaraba feminista a capa y espada. Era un hecho: le encantaban las mujeres. Le gustaba rodearse de ellas y asaltarlas con la mirada como un perro de presa. Era de gustos minimalistas en cuestión de ropas y estilo: cuanto menos tapadas, mejor. Pero la misma regla no era de aplicación en su hogar. Su mujer y su hija, bien arropaditas. Él que no quería niñas, le tocó niña y no quiso tentar más a la suerte. Nada más saberlo le vino el exabrupto: “¡comida para otros!” ante los ojos atónitos de su mujer, que no entendía su disgusto.

En el ayuntamiento las empleadas le desviaban la mirada, espacio que aprovechaba él para acariciar sus curvas con sus pegajosos ojos. Las asaltaba a cumplidos que no cuajaban bien en sus oídos. “Remilgadas, que sois unas remilgadas”, pensaba. A veces, venía más atrevido a cuenta de un carajillo bien servido y se le iba más la lengua. Pero ni caso, las féminas no se daban por aludidas.

Los desmanes los dejaba para las ocasiones de festejo que se celebraban en actos del partido. Con unas copitas de más, se le iban demasiado las manos y los ojos. Su mujer lo miraba de lejos con el gesto contraído, no sabía si le pesaba más la vergüenza o los celos. Era un secreto a voces, su afición por las mujeres. Pero sus ansias repelían a toda presa y no había manera de que alguna se le pusiera a tiro.

Por alguna extraña razón que se nos escapa, se topó con una mujer que no le dio la tajante por respuesta. Y claro, él se lo tomó como una autopista hacia el cielo. Se le notaba exultante y enfebrecido. Nada como hacer realidad sus fantasías más tórridas. Empezó a mandarle WhatsApp como si le fuera la vida en ello. No es que las respuestas fueran las que él deseaba ni mucho menos, pero ¿qué le importaba a él si era puro deseo? La mujer se vio sorprendida por un aluvión de mensajes, a cuál más salido, y se quedó de piedra pómez. “¿Sabes que te estoy esperando y que llevo poca ropa?” No sabía ni qué contestar a eso, si es que era posible de contestar y salir bien parada. Como se demoraba, él se impacientaba. “¿Te has quedado muda?”. Y así, en un tira y afloja de meses hasta que la cosa reventó en los medios.

Él se defendía con un supuesto tonteo que se desmadró. Pero había fotos suyas, poco tapadito él, y los mensajes eran los que eran. Frases huecas y vacías llenaron los medios: “lamento mi actitud poco acertada…” “no sabía que ella era una empleada”. Un bla, bla, bla que corrió como la pólvora y que detonó con su dimisión.

La peor tormenta se desató en casa. Su esposa no sabía qué papel adoptar: la engañada desairada o la sufrida esposa. Se moría de la vergüenza y, tenía tanto callado, que explotó. A la calle que lo botó. En adelante, tendría toda la libertad del mundo y todo un tropel de mujeres que abordar.

Poco después, se mostraba como una víctima compungida que amaba demasiado a las mujeres y que lo pagó caro.

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lunes, 8 de diciembre de 2025

El pisito

 


Llave en mano, la joven pareja fue a celebrarlo por todo lo alto. Catorce de febrero y ya tenían su nidito de amor. Cambiar cierres, carpintería y tarima nueva, una capita de pintura, muebles con estilo, decoración moderna y quedaría un pisito precioso. Se pusieron a ello y en tres meses, ya estaba listo para irse a vivir. Lo estrenaron llenos de ilusión.

La primera semana, nada más llegar, un vecino de edad avanzada se acercó a ellos para presentarse.

—Vicente, me llamo Vicente. ¿Sois los nuevos del 4ºB?

—Sí, así es. Me llamo Martín y ella es Lidia, mi pareja. Encantados.

—Os lo tengo que decir, aunque me pese… —la pareja se encogió un poco.

—¿Pasa algo? —la preocupación surcó la voz de la joven.

—Sí. Ese piso está maldito. Antes de llegar vosotros, muchas parejas lo habitaron. No duraron más de tres meses y todas terminaron separadas.

Martín y Lidia se estremecieron. Se despidieron con rapidez, intentando deshacerse del eco de sus palabras. Entre los dos coincidieron que, con toda probabilidad, el anciano estuviese senil. Y así, dieron por zanjado el asunto.

La pareja celebró con una pareja amiga una cena romántica en su recién estrenado hogar. Tras varias copas de vino, el asunto aterrizó sobre el mantel de hilo. Para sorpresa de ambos, la pareja invitada no lo acogió con incredulidad. Había algo que no sabían y que los sacó de su burbuja de ensoñación.

—Qué mal rollo. Le tengo mucho respeto a todo eso… —aseguró con tono grave Esteban.

—¿Por qué? —Martín estaba expectante y con los nudos tensos. Las palabras del anciano no dejaban de pincharle.

—Eva y yo nos conocimos así, en una sesión de espiritismo. Eva salió pitando de allí. Yo salí tras ella. Aquello acabó muy mal…

—¿Cambiamos de tema? —Rogó Eva con signos evidentes de nerviosismo.

—Ostras… Eva, no lo sabía. Lo siento. Bueno… ¿vamos a por los postres? —propuso Lidia para cerrar el asunto en falso.

Pero la velada estaba tocada de muerte. Casi que ni probaron los postres y la pareja tuvo prisa por salir de allí. Esa noche discutieron. Lidia le echó en cara a su novio haber hablado de ese tema. Por lo que, con carácter definitivo, el asunto fue arrojado a la sección de temas delicados de los que no hablar.

Todo iba sobre ruedas. Ya casi lo habían olvidado. Pero una mañana soleada en la que Martín no tenía que ir a trabajar, al abrir el armario para coger una prenda, tocó la tabla del fondo y la notó oscilante. Era el único armario empotrado del piso que habían dejado tal cual. Con cuidado, se acercó más y presionó hasta que cedió. La apartó y sus ojos se adentraron en la oscuridad de una habitación que no venía en los planos. El olor a cerrado y a moho lo golpeó. Tomó una linterna y se metió dentro. Era una habitación pequeña, a modo de trastero. Tenía restos de objetos de escaso valor, cachivaches medio rotos y un montón de polvo. Después de estornudar tres o cuatro veces, sus ojos se toparon con una caja de cartón. La caja parecía llevar años aguardando. Algo le decía que saliera de la habitación, que la volviera a sellar y se olvidase, pero sus ojos seguían clavados en esa caja. Sus manos se precipitaron sobre ella y justo al abrirla notó que algo invisible y siniestro se alzó sobre él. La caja estaba vacía, pero él ya no estaba sólo. Un sudor frío le recorrió la espalda. Sin darse la vuelta fue hacia atrás para salir y se chocó con la pared. Poseído por los nervios, se giró y se volvió a meter en el armario. Colocó la plancha de madera y la fijó a conciencia con puntillas. Si había algo al otro lado, quería evitar que pasara por esa apertura.

Cuando Lidia regresó del trabajo, lo notó tenso y distante. Trató de sonsacarlo, pero él se resistió. No quería preocuparla más de lo que ya estaba él. Empezaron a discutir, cada vez con más frecuencia. Él se mostraba raro y susceptible, como en vilo.  Notaba una presencia que lo perseguía por el piso. A veces era una sombra, otras un contacto frío sobre su piel, un olor…; algo se le posaba sin que pudiera hacer nada. Se crispaba con cualquier ruido repentino. Buscaba cualquier excusa para estar fuera. Sin saber cómo las noches fueron deslizándose bajo las sábanas, espalda contra espalda.

Martín lo sabía: esa cosa, que había querido dejar encerrado en esa maldita habitación, había pasado con él. Fuera lo que fuera que había liberado, cada noche iniciaba un macabro juego. Y él era su codiciada presa. Notaba un soplo gélido sobre su rostro. Se despertaba sobresaltado y la veía en el quicio de la puerta con sus ojos vacíos de vida y su sonrisa diabólica.

Tras dos semanas sin pegar ojo, lo confesó. Lidia no daba crédito a sus palabras, pero en las últimas noches había oído cosas. Martín la llevó al armario y, con uno de sus puños, golpeó la tabla. Ante el sonido hueco, ella se descompuso. A partir de ahí, cada noche fue un calvario compartido. Eran los sonidos, incluso, sentir el tacto de algo sobre sus caras mientras dormían. El terror fue escalando grados en una pareja a la que al cansancio iba haciendo mella. A sus noches sin dormir se les fue sumando su frustración por saberse atrapados.

Una mañana, Lidia, al ir a mirarse al espejo del armario, se encontró con una imagen que la sacudió por dentro: era una mujer de su estatura con la misma ropa que ella, solo que era todo huesos. Se quedó petrificada, sin poder mover un solo músculo. La imagen levantó la mano huesuda y ella sintió un tacto frío sobre su mejilla. Salió con lo puesto y no volvió a entrar.

La pareja, después de un rosario de discusiones, que cabalgaban sobre una tensión creciente, se separó. La última vez que se vieron fue en la entidad bancaria donde contrajeron la hipoteca. Dejaron las llaves en la oficina y se despidieron para siempre.

—¿Otra vez el 4ºB? —preguntó la administrativa nada más perderlos de vista.

—Sí… otra vez.

Las llaves reposaron sobre la mesa como un recuerdo macabro a la espera de nuevos inquilinos. Nadie oyó un sutil tintineo que se desvaneció como un estertor por la habitación.

 @ana.escritora.terapeuta

 

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