La vieja taza del abuelo, esmaltada y desconchada, conservaba desvaídas reminiscencias de un rojo ya extinto. Era una reliquia familiar obligada. Ocupaba el lugar de honor en la vitrina, desentonando sin méritos entre la vajilla de porcelana más cara. Pero la abuela era tajante… no había objeto que honrase mejor la memoria del viejo comandante.
A veces, en el silencio del salón podía oírse el repiqueteo de la cucharilla agitándose en su interior, igual que en los tiempos del abuelo. Al principio, era un sonido tan leve que apenas se percibía; había que aguzar el oído para captarlo. Pero luego, aumentaba en intensidad hasta sacudirte la cabeza por dentro. La primera vez que lo escuché, me paralizó el miedo. Poco a poco, reuní valor, hasta atreverme a acercarme y plantarme frente a ella. Llegaba un momento en que el maldito ruido cesaba y la paz regresaba, como si el tiempo hubiera borrado todo rastro de espanto.
Una vez, decidí ir más allá. Me armé de coraje y la toqué. Sus paredes, cubiertas de un vaho opaco, exhalaban un frío espectral. Aun así, alargué los dedos hasta rozarla. El dolor fue inmediato, agudo: los retiré de golpe. Los tenía enrojecidos y me ardían como si me hubiera quemado. Esa fue la última vez que me acerqué a ella. Me fui de casa de la abuela y arrinconé la taza en el olvido.
Pero la abuela murió, y yo era su único heredero. Tras el funeral, vinieron los trámites. No quise pisar el caserón; despaché el asunto del testamento en el despacho del notario. La abuela me legaba la casa familiar… y la taza. Sí, la taza. Me pedía que, bajo ningún concepto, vendiera la casa ni me deshiciera de la taza y que, además, la habitara cuando regresara al pueblo.
Para no contrariar su voluntad, resolví no regresar jamás. No me importaba que la casa se cayese a pedazos. El solo pensamiento de enfrentarme a solas, en ese caserón antiguo, con aquella endemoniada taza, me llenaba de pavor.
—Y ese fue el inicio, doctor. La taza quiso reclamarme como un trofeo humano, y empezó a materializarse en mis sueños, tornándolos pesadillas. De haberlo podido controlar no estaría aquí, pero se me fue yendo de las manos…
Miraba al doctor. Por alguna curiosa razón, era una persona que me transmitía seguridad y calidez. Con él podía hablar lo que no me atrevía con nadie. Lo conocí en la cafetería del hospital. Yo no sabía que era psiquiatra, pero él sí supo verme. Cuando rendido por el insomnio y el cansancio, tropecé cayendo al suelo con mi bandeja, él se me acercó para ayudarme. Se ofreció a sentarse a mi lado para darme compañía y charla. Luego, antes de marcharse, extrajo una tarjeta de su cartera y me la pasó con naturalidad. “Ven a verme esta tarde a las 9:00”, me dijo, sin darme tregua para una excusa.
Ahora, él me miraba, con sus ojos llenos de un profundo infinito, invitándome a seguir con mi relato. Pocas personas he visto en mi vida acogerte con su silencio y su escucha como ese doctor. Así que proseguí con mi narración tal y como escribo en este diario, que me acompañó en mi lenta caída hacia el infierno.
Al principio, casi podía manejarme. Un compañero de trabajo me pasó unos somníferos y empecé a medio dormir. Eso fue un bálsamo en medio de mi calvario, pero, las pastillas, digamos que, me dejaban como un pelele a la hora de manejarme con mi creatividad. Ya le he dicho que soy escritor y dibujante de cómics. Pasé de disfrutar con lo que hacía a la total apatía, así que tuve que deshacerme de mi salvoconducto al sueño y volver al mundo del insomnio.
Lo más curioso es que, aún, en horario diurno, la taza empezó a dibujar sus contornos antes mis ojos, que atónitos se resistían a su visión. De manera inexplicable aparecía por todos lados: en el microondas, encima de la mesa y en mis dibujos.
Parecía que la barrera entre el mundo de las pesadillas y el de la vigilia se iba desvaneciendo. Si antes, me sentía seguro despierto, ya no había tregua ni rincón donde refugiarse. Me llamaron la atención desde la editorial, mis dibujos habían adquirido unos tintes tenebrosos que no tenían nada que ver con el tono y la intención que solía plasmar en mis creaciones. Tuve que ir al médico y pedir la baja.
El doctor se inclinó hacia delante y me pidió que le diese detalles sobre mis pesadillas. Me sobrecogí. Rememorar mi sufrimiento me hacía temblar por dentro.
—Damián, llevar ese miedo dentro y no afrontarlo hace que se haga más grande.
—Usted… ¿Cree en los fantasmas? —le pregunté. Trataba de ganar tiempo, lo reconozco, pero también, me interesaba conocer su opinión. Al fin y al cabo, él era mi confesor.
—¿Cómo no? Los fantasmas existen porque los creamos nosotros. Todos llevamos fantasmas encima. Son los miedos que arrastramos. A veces, nos acechan antes de nacer: son los miedos, traumas y asuntos no resueltos del clan familiar. Cuéntame tus fantasmas. Quiero que veas tus miedos de frente. Yo estaré a tu lado.
Alejandro Guzmán Contreras, psiquiatra de vocación, alma heterodoxa y libre de dogmas, sabía tranquilizarme como nadie. Puedo afirmar sin exagerar que nunca antes me atreví a abrirle a alguien mi corazón como lo hice con él. Hice una larga inspiración y comencé a soltar mis fantasmas.
—Verá, doctor, trato de seguir una buena rutina para conciliar el sueño: me doy una ducha de agua caliente, tomo melatonina y valeriana, leo un libro relajante, no estoy en contacto con pantallas antes de dormir, y practico ejercicios de relajación. Poco a poco me voy adormeciendo, y lentamente me voy adentrando en un sueño profundo que es un bálsamo para mí. Pero a las dos horas, empiezo a ver la taza con una nitidez asombrosa. Me acerco y me asomo a ella. Miro dentro y es como un pozo sin fondo de negrura que me atrapa. Entonces siento el vértigo de estar cayendo. El corazón me late salvaje y descontrolado. El horror inmoviliza mis músculos y mis cuerdas vocales. No puedo moverme ni gritar. Sigo cayendo al abismo sin ver nada. El terror se apodera de mí…
Hice un inciso y tragué saliva. Tenía una pregunta atragantada cuya respuesta sincera quería oír de labios del doctor antes de seguir descendiendo al horror.
—Doctor, ¿usted cree que estoy perdiendo la cordura? A veces, yo mismo lo he llegado a pensar y no sé qué me da más miedo.
—Damián, ¿qué es la cordura? ¿La norma? ¿Lo que hace o ve la mayoría? ¿No se han cometido, a lo largo de la historia de la humanidad, las peores locuras por una mayoría que se tenía a sí misma por cuerda?
—Eso no responde a mi pregunta, doctor.
—De acuerdo, Damián, no, no creo que te estés volviendo loco.
—¿Y qué cree que me pasa?
—Damián, creo que hay algo en tu familia que quedó sin resolver y esa memoria te está acechando de algún modo. Sigue hablando.
La respuesta del doctor me reconfortó. En mi interior sabía que detrás de esa taza había algo del pasado que quería ponerse en contacto conmigo. Pero me daba tanto terror pensarlo, que trataba enseguida de taparlo con otros pensamientos distractores. Seguí ahondando en mis raptos nocturnos:
—Cuando estoy cayendo, oigo una voz desgarrada de mujer que se abre con un llanto y que se diluye como un hilo hasta perderse. Es como escuchar un disco en bucle, una y otra vez. Nunca la había oído antes, pero a la vez, es tan familiar… Luego aparece la voz atronadora y seca como un rifle de asalto de mi abuela. Y entonces siento una congoja que me consume. Quiero escapar y no puedo, me persigue, siento su rabia golpearme en la nuca y un dolor que me asfixia. Ahí es cuando me despierto gritando con los dedos entumecidos y rojos como la primera vez que toqué la taza.
—Damián, estás haciendo un buen trabajo. Sé que no está siendo nada fácil para ti, pero sabes que es necesario —Dejó de hablar para mirarme con toda la intensidad que pudo y continuó—. Igual que también lo es, afrontar esos miedos fuera de la consulta.
—¿A qué se refiere? —pregunté sobresaltado y de forma retórica, porque de sobra sabía a qué se refería—
—Damián, es hora de visitar la casa de tu abuela.
—No, no puedo hacerlo. No estoy preparado aún.
—¿Y cuándo lo estarás, Damián? Nunca se está preparado para afrontar un miedo, nunca, pero en esto, no hay atajos. No lo vas a hacer solo. Te voy a acompañar. Mañana paso a recogerte a las 8:00 de la mañana. No puedes echarte atrás. La maquinaría ya está en marcha.
Lo miré como un niño asustado mira a su madre cuando le dice que tiene que hacer algo que le da miedo, y que sabe que no puede negarse. En ese momento, lo temí y lo odié al mismo tiempo. Sabía que la suerte estaba echada.
Ya en casa, sentí cierto alivio. Si había que morir, era preferible hacerlo rápido a esta lenta agonía de muerte en vida. Como se hacía tarde, me dispuse a darme una ducha de agua caliente que relajase mis destemplados nervios. Mientras el agua caía cálida sobre mi piel, el rostro de mi abuela retumbó como una tormenta en los resquicios de mi memoria. Recordé su voz, fría y seca, su gesto duro y su mirada acusadora. De no ser por el viejo comandante que siempre tuvo sus brazos abiertos para mí, no sé cómo habría podido sobrevivir a la infancia.
@ana.escritora.terapeuta





