Marcela era una solterona de buen ver a
la que se le habían echado los años encima, sin conseguir que prosperase ninguna
de sus relaciones amorosas. Siempre ocurría un suceso inexplicable que lo
fastidiaba todo; amén de su perfeccionismo a la hora de tasar a sus
pretendientes. A todos terminaba por encontrarles algo.
Una fría mañana de otoño, estando en la
cola del bufet de la cafetería de un hospital, fue protagonista de un
calamitoso incidente. Resulta que una vez cargada su bandeja de churros con
chocolate, al ir a girar para dirigirse a una de las mesas, tropezó con algo,
con tal mala fortuna que terminó tirada en el suelo, con los churros esparcidos
en todas direcciones y el chocolate desparramado.
Una voz masculina de un timbre muy
agradable la sacó de su estado de estupor.
—Señorita, permítame ayudarla —le dijo,
ofreciéndole el auxilio de sus brazos—. No se preocupe. A cualquiera le podría
haber pasado. A ver, siéntese aquí. ¿Se ha hecho mucho daño? No, no trate de
levantarse. Yo recogeré su bandeja. Tranquila, quédese aquí sentada, que ahora
vuelvo.
Marcela, muerta de la vergüenza y sin
atreverse siquiera a mirar a su alrededor, se dejó ayudar. Una vez que todo se
hubo tranquilizado se encontró tomando café frente a un atractivo señor de
mediana edad. El flechazo fue inmediato, y salieron de allí con la promesa de
una cita tras un intercambio de teléfonos. A pesar de no tener el mejor de los
aspectos, Marcela estaba radiante. Toda la semana estuvo pendiente del móvil.
Cada vez que sonaba, su corazón batía récords de latido, para luego llevarse
una decepción al comprobar que no era él. Tras una semana, cuando ya había
abandonado la esperanza de recibir la llamada, el milagro ocurrió. Al oír su
voz se estremeció, y tuvo que esforzarse para mantener la compostura. Quedaron
en una cafetería muy coqueta del centro. Él fue muy puntual, por lo que cuando
ella llegó, ya estaba esperándola en una de las mesas. "¡Qué atractivo y
apuesto es!", pensó ella. Hablaron de todo con una fluidez asombrosa, tanto que
cuando menos acordaron, ya había oscurecido. "Extraordinaria mujer, lista y
atractiva. Me encanta su despampanante melena", se dijo Alberto para sí.
Quedaron muchas veces a lo largo de un
mes. Definitivamente, ya eran pareja. En una de las citas, Alberto le propuso
invitarla a tomar café a su apartamento, a lo que ella accedió encantada,
puesto que lo entendía como un avance en su relación. Estaba emocionada a la
vez que inquieta, pues guardaba el recuerdo de anteriores intentos fallidos.
Para calmar su tensión pensó: “Lo quiero y, contra viento y marea, no me pienso
dar por vencida. Pase lo que pase no voy a tirar la toalla”.
Llegó el día de la cita. Marcela se
arregló con especial esmero y perdió la cuenta de las veces que se miró en el
espejo. Si los espejos se desgastasen con el uso, el de Marcela tendría un buen
socavón. Acudió puntual más dos minutos de más, siguiendo los consejos de su
también soltera amiga Petra. Él la recibió con una amplia sonrisa y la invitó a
pasar. El apartamento era muy lindo, estaba muy bien cuidado y decorado con
mucho gusto. A Marcela le impresionó la limpieza. Tras enseñarle todas las
dependencias de su vivienda, la hizo pasar al comedor para que le esperase allí
mientras preparaba el café en la cocina. Le presentó a su viejo amigo, el señor
Nilson. Ambos, desde el primer instante, se miraron con recelo. Antes de irse,
Alberto le ofreció tomar bombones de una bandeja de plata. Tenían una pinta
deliciosa.
—Puedes tomar de todos estos de aquí,
menos los de la bandeja dorada porque son especiales para el señor Nilson, y él
es muy quisquilloso con sus cosas. Bueno, os dejo a solas para que os vayáis
conociendo. Tengo leche condensada por si te apetece un café bombón.
—Sí, genial. Estás en todo —le dijo
Marcela mostrándole la mejor de sus sonrisas.
Alberto se fue confiado y feliz, con el corazón burbujeante, a la cocina. Marcela y Nilson se miraban de reojo. Como el pájaro le resultaba desagradable, y se sentía incómoda con su presencia, Marcela empezó a posar sus golosos ojos sobre los bombones. Tenían una pinta tan espectacular que se mostraba indecisa. Tomó uno y lo saboreó intensamente; al ir a por otro, miró la bandeja dorada y se sintió extrañamente atraída por ella. Aunque lo intentaba, no podía dejar de mirarla. Esos bombones parecían tan irresistibles… Terminó pensando: "Bueno, tampoco pasa nada si tomo uno. No creo ni que se dé cuenta". Miró de soslayo al señor Nilson, y comprobó con disgusto que no le quitaba ojo; así que le dio la espalda totalmente, y alargó la mano derecha hacia la bandeja de plata, tomando un bombón, a la vez que, con estudiado disimulo, cogía otro bombón de la bandeja dorada con la mano izquierda. Una vez que tuvo en su mano el codiciado botín, se lo llevó a la boca y lo saboreó con delectación. Pensó: "Ummmm....Estos bombones son lo mejor que he probado en mi vida. No se ha dado ni cuenta. Si tomo otro, tampoco pasará nada". Así que repitió la misma operación tres veces más. Estaba tan absorta, en su deleite prohibido, que no detectó que el Señor Nilson empezaba a moverse inquieto aleteando sus coloridas plumas. Así que cuando el Señor Nilson se le echó encima, aferrándose de su espesa melena con sus afiladas garras, la pilló totalmente desprevenida.
CONTINUARÁ …
Fdo: Ana Cristina González Aranda.
@ana.escritora.terapeuta.
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