Alberto que ya iba con la bandeja
portando el café y su juego de porcelana cara, se encontró con un cuadro
dantesco: Su amada tirada en el suelo luchando contra el Señor Nilson, que no
dejaba de tirarle del pelo. Ella, en un intento de protegerse, no dejaba de
darle manotazos al loro, que sabía esquivarlos con soltura. —Fuera, fuera
asqueroso pajarraco —le decía ella, mientras que el loro no dejaba de repetir:
—El chocolate es del loro. Uaafff.
Uaafff. Señor Nilson disgustado. Mala bruja, quitarle el chocolate al loro.
Uaaafff. Uaffff.
A Alberto se le cayó la bandeja,
desparramándose el café sobre su alfombra persa, y rompiéndosele en mil pedazos
su vajilla de porcelana china. Se llevó las manos a la cabeza, pero al fin,
consiguió reaccionar y se aproximó a Marcela para intentar ayudarla. Pero no le
dio tiempo, el loro consiguió su trofeo y se elevó en el aire portando entre
sus garras la peluca. Marcela se incorporó, presa de los nervios, sin darse
cuenta de que ya no lucía su melena; así que cuando vio que el loro la llevaba consigo,
rompió a llorar desconsoladamente. Y allí estaba, sentada en el suelo,
humillada y hundida, con su peor secreto a la vista: Su pelo escaso y las pequeñas calvas que
componían la orografía de su cabeza. Alberto se acercó a ella y le tendió la
mano.
—Venga —le dijo cariñosamente—. No te
avergüences. Me fascinaba tu melena, lo reconozco, pero no tanto como tú. Eres
lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y si para ti no es un problema, para
mí tampoco.
Al escuchar sus palabras se sintió
entre sorprendida y consolada. Se levantó, y sin decir nada, lo abrazó con
sentimiento. Él la acogió amorosamente entre sus brazos. Aproximó su boca a su
oído y le dijo suavemente: —También hay algo de mí que no sabes y que quiero
mostrarte—.
Se apartó con delicadeza de sus brazos,
se agachó y, subiendo las perneras de sus pantalones, le mostró sus botas con
alzador.
—Como ves, soy un poco más bajito de lo
que creías. Siempre me he sentido acomplejado con mi estatura, y esos 10 cm me
hacían sentir mejor.
(Marcela lo miró sonriéndole con
ternura)
—No me importan esos 10 cm si a ti tampoco te
importa. Me gustas tal y como eres
Alberto respiró hondo, sintiéndose el
hombre más feliz del mundo. Se había quitado un gran peso de encima.
—Bueno—propuso resolutivo—. ¿Qué te parece
si salimos de aquí y nos vamos a esa cafetería tan bonita del centro?
—Me parece una idea estupenda. Pero… ¿Me
permites que vaya a arreglarme un poco al baño? —preguntó algo tímida Marcela.
—Sí, claro. Espera un momento. —Y se
volvió hacia donde estaba Nilson en un claro intento de quitarle la peluca de
sus garras.
—No, por favor. No hagas eso —le
interrumpió Marcela—. Al fin y al cabo, me sentía miserable con esa peluca. No
la quiero, déjasela. Se la regalo al Señor Nilson.
—Sé de lo que hablas. No sabes lo que
te entiendo. Te espero.
Marcela se fue al baño, abrió su bolso
y sacando su cepillo se arregló lo que pudo el pelo. Mirándose al espejo se
dijo que no estaba tan mal. Al salir vio que Alberto se había cambiado de
pantalones. Ahora lucía pantalones cortos y llevaba puestas unas preciosas
sandalias de cuero marrón.
—No hay nada como ser y sentirse uno
mismo, ¿verdad? —Le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí, nada como ser uno mismo —asintió
emocionada Marcela—. Por cierto, recogemos este desastre antes de irnos, ¿no?
—¡Ni hablar! Eso se lo dejamos al Señor
Nilson —dijo riendo abiertamente Alberto— ¡Señor Nilson, a recoger el salón!
El loro que había permanecido en
silencio después del incidente, empezó a parlotear:
—Señor Nilson ocupado! ¡Señor Nilson no
saber! Uaaffff uaaaffff
—Ya, ya…—dijo con sorna Alberto—. Ahora
te haces el loco.
—No, no, Señor Nilson no hacerse el
loco. Señor Nilson hacerse el loro. Uaaaffff. Uaaaffff
Fdo: Ana Cristina González Aranda.
@ana.escritora.terapeuta.
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