Érase
una vez un país gobernado por un Rey justo y compasivo. El Rey administraba su
reino con sabiduría y sabía rodearse de los consejeros más aptos. Rondaba los
cincuenta años, pero todavía era joven y fuerte. Sus súbditos le deseaban una
larga vida, pues había sabido generar la dicha y la prosperidad para todos.
Sucedió
que un día se levantó y se notó más cansado y débil que de costumbre. Mandó llamar
a sus médicos, que lo estuvieron reconociendo. Después de deliberar entre
ellos, le transmitieron al Rey un pronóstico tan fatal como certero: se moría y
le quedaban poco menos que tres meses de vida. El Rey quedó desolado, no tanto
por él sino por su Reino y por sus hijos. Le quedaba tanto por hacer…, y sus
hijos todavía eran pequeños.
Desesperado
mandó llamar a todos sus consejeros, los reunió y les pidió que encontrasen a
alguien que pudiese curarlo. Le contestaron que no conocían ningún curandero
que pudiese hacer tal cosa, pero le hablaron de un sabio que era célebre en
todo el Reino por su sabiduría y acierto a la hora de dar consejo. Mandó que lo
llevasen ante él, y al día siguiente, partió una comitiva Real para llevar al
Rey ante el sabio.
Después
de dos noches y dos días de viaje, llegaron a un claro de un bosque donde se
levantaba una destartalada casa de madera. Los guardias se dispusieron a entrar
para dar el aviso, pero el Rey los detuvo. Quería ser él mismo quien entrase a
darse a conocer. Nada más entrar, vio a un anciano que pelaba patatas frente a
la lumbre. Lo saludó y esperó a que le devolviera el saludo, pero el anciano
seguía con su tarea como si no lo hubiese oído. El Rey contrariado, carraspeó
haciéndose notar.
—¿Quién
viene con tanta exigencia? —preguntó por fin el anciano mientras se giraba
hacia el visitante.
—Soy el
Rey.
—¡Aja!
¿Y qué quiere o espera, su altísima excelencia, de este humilde servidor? No
todos los días recibe uno la visita del Rey.
—Quería
hablar y hacerle una consulta.
—Algo
muy importante debe ser, sin duda. Dígame, Alteza, ¿qué cosa le atormenta?
—Pues
verá…Me muero. —le contestó el Rey con un nudo en la garganta.
—Bueno,
eso ya lo sé.
—¿Cómo?
—le preguntó sorprendido el monarca.
—No se
sorprenda, Alteza. Es algo bien simple. No tiene nada más que salir afuera y
verlo con sus propios ojos, si sabe mirar, claro.
—No he
venido aquí para acertijos —le recriminó el Rey, que ya empezaba a inquietarse.
—Veo que
le pueden las prisas, siéntese y hablemos, majestad. Mi casa es humilde pero
acogedora.
El
Rey tomó una silla y se sentó a la lumbre, al lado del anciano. Se sintió
estúpido, se iba a morir, qué prisas tenía…
—¿Cómo
sabe que me muero? He venido hasta aquí para preguntarle qué puedo hacer.
—Sé que
se muere, porque desde que nacemos todos nos estamos muriendo. Usted se muere,
y yo muero a cada instante que pasa. Y está bien porque así debe ser. La vida y
la muerta son las dos caras de la misma moneda.
—Ya…,
pero es que a mí me lo han dicho los médicos. Me han dado un plazo. No me
quedan más de tres meses.
—A su
Majestad le han fijado el tiempo, y eso lo ha turbado, ¿no es así?
—Sí, así
es.
—Si no
lo hubiesen hecho y, su Majestad, no supiera nada, estaría tan tranquilo,
aunque la muerte le esperase detrás de la puerta, ¿verdad?
—Sí,
supongo que sí.
—Y si
yo, con la infinita sabiduría que su Majestad me supone, le dijera que se han
equivocado con la fecha, y que no es dentro de tres meses sino de media hora,
¿qué haría su Majestad con su media hora de vida? ¿la aprovecharía como el bien
más preciado o se lamentaría hasta agotarla?
El
Rey se quedó pensativo mirando las llamas unos instantes, después se levantó y
se dirigió hacia el anciano para despedirse.
—Gracias
por todo, me ha dicho justamente lo que tenía que saber. ¿Quiere un puesto
entre mis consejeros en la corte?
—No, se
lo agradezco, su Majestad, pero mi sitio es éste. Ya sabe dónde encontrarme
cuando lo necesite.
Dicho
esto, El Rey marchó hacia su Reino y siguió gobernando con acierto hasta su
muerte, que no fue hasta bien entrada la vejez. Y no pasó día que no viviese y
celebrase como el último de su vida.
ANA CRISTINA GONZÁLEZ ARANDA
@ana.escritora.terapeuta
No hay comentarios:
Publicar un comentario