viernes, 7 de febrero de 2025

ME MUERO...


 

Érase una vez un país gobernado por un Rey justo y compasivo. El Rey administraba su reino con sabiduría y sabía rodearse de los consejeros más aptos. Rondaba los cincuenta años, pero todavía era joven y fuerte. Sus súbditos le deseaban una larga vida, pues había sabido generar la dicha y la prosperidad para todos.

Sucedió que un día se levantó y se notó más cansado y débil que de costumbre. Mandó llamar a sus médicos, que lo estuvieron reconociendo. Después de deliberar entre ellos, le transmitieron al Rey un pronóstico tan fatal como certero: se moría y le quedaban poco menos que tres meses de vida. El Rey quedó desolado, no tanto por él sino por su Reino y por sus hijos. Le quedaba tanto por hacer…, y sus hijos todavía eran pequeños.

Desesperado mandó llamar a todos sus consejeros, los reunió y les pidió que encontrasen a alguien que pudiese curarlo. Le contestaron que no conocían ningún curandero que pudiese hacer tal cosa, pero le hablaron de un sabio que era célebre en todo el Reino por su sabiduría y acierto a la hora de dar consejo. Mandó que lo llevasen ante él, y al día siguiente, partió una comitiva Real para llevar al Rey ante el sabio.

Después de dos noches y dos días de viaje, llegaron a un claro de un bosque donde se levantaba una destartalada casa de madera. Los guardias se dispusieron a entrar para dar el aviso, pero el Rey los detuvo. Quería ser él mismo quien entrase a darse a conocer. Nada más entrar, vio a un anciano que pelaba patatas frente a la lumbre. Lo saludó y esperó a que le devolviera el saludo, pero el anciano seguía con su tarea como si no lo hubiese oído. El Rey contrariado, carraspeó haciéndose notar.

—¿Quién viene con tanta exigencia? —preguntó por fin el anciano mientras se giraba hacia el visitante.

—Soy el Rey.

—¡Aja! ¿Y qué quiere o espera, su altísima excelencia, de este humilde servidor? No todos los días recibe uno la visita del Rey.

—Quería hablar y hacerle una consulta.

—Algo muy importante debe ser, sin duda. Dígame, Alteza, ¿qué cosa le atormenta?

—Pues verá…Me muero. —le contestó el Rey con un nudo en la garganta.

—Bueno, eso ya lo sé.

—¿Cómo? —le preguntó sorprendido el monarca.

—No se sorprenda, Alteza. Es algo bien simple. No tiene nada más que salir afuera y verlo con sus propios ojos, si sabe mirar, claro.

—No he venido aquí para acertijos —le recriminó el Rey, que ya empezaba a inquietarse.

—Veo que le pueden las prisas, siéntese y hablemos, majestad. Mi casa es humilde pero acogedora.

El Rey tomó una silla y se sentó a la lumbre, al lado del anciano. Se sintió estúpido, se iba a morir, qué prisas tenía…

—¿Cómo sabe que me muero? He venido hasta aquí para preguntarle qué puedo hacer.

—Sé que se muere, porque desde que nacemos todos nos estamos muriendo. Usted se muere, y yo muero a cada instante que pasa. Y está bien porque así debe ser. La vida y la muerta son las dos caras de la misma moneda.

—Ya…, pero es que a mí me lo han dicho los médicos. Me han dado un plazo. No me quedan más de tres meses.

—A su Majestad le han fijado el tiempo, y eso lo ha turbado, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Si no lo hubiesen hecho y, su Majestad, no supiera nada, estaría tan tranquilo, aunque la muerte le esperase detrás de la puerta, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

—Y si yo, con la infinita sabiduría que su Majestad me supone, le dijera que se han equivocado con la fecha, y que no es dentro de tres meses sino de media hora, ¿qué haría su Majestad con su media hora de vida? ¿la aprovecharía como el bien más preciado o se lamentaría hasta agotarla?

El Rey se quedó pensativo mirando las llamas unos instantes, después se levantó y se dirigió hacia el anciano para despedirse.

—Gracias por todo, me ha dicho justamente lo que tenía que saber. ¿Quiere un puesto entre mis consejeros en la corte?

—No, se lo agradezco, su Majestad, pero mi sitio es éste. Ya sabe dónde encontrarme cuando lo necesite.

Dicho esto, El Rey marchó hacia su Reino y siguió gobernando con acierto hasta su muerte, que no fue hasta bien entrada la vejez. Y no pasó día que no viviese y celebrase como el último de su vida.

 ANA CRISTINA GONZÁLEZ ARANDA

@ana.escritora.terapeuta


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