viernes, 28 de marzo de 2025

Elementos Comunes.

 


Alicia jugaba a capturar los rayos de sol que se filtraban a través de la ventana. Le gustaba cómo iluminaban sus manos, le gustaba su calor. Era una mañana espléndida de primavera; “demasiado buena para estar encerrada en clase”, pensó. Miró por la ventana, el patio estaba vacío. Le parecía un sitio soso y feo. Esa cancha enorme de cemento que no invitaba a viajar con la imaginación porque, además, tenías que estar pendiente de esquivar algún que otro balón salido de trayectoria. A su lado, el cuaderno abierto para hacer un estúpido ejercicio de conjuntos.

La maestra la observaba por detrás. Siempre estaba pendiente de Alicia porque como decía, “su estado natural era estar en babia”. Había intentado muchas cosas, pero ninguna le había funcionado. Pasaba de las caritas felices y de conseguir puntos para canjear por privilegios. Esa condenada niña la sacaba de quicio. No había cosa que le luciera más que estar en su mundo y a su aire. Siendo buena niña, era indomable. Como no veía que tocara el cuaderno, se acercó a ella.

—Alicia, ¿cómo es que no has hecho nada? No puedes pasar de hacer la tarea. Si no la haces…

—Lo sé, me quedo sin recreo.

—Y, ¿por qué no la haces?

—No lo entiendo. ¿Qué es lo que tengo que poner dentro del conjunto?

—Los elementos comunes, Alicia. Venga, ponte, que lo mismo te da tiempo.

La maestra se retiró haciendo alardes de una paciencia infinita. Se sentía mártir por tener que aguantar a niños como Alicia. Si todos fueran como Rocío y Eduardo, que siempre iban adelantados y cumplían con creces sus expectativas, todo sería coser y cantar. Poco antes de que sonara el timbre, volvió a acercarse para comprobar si aquella niña había hecho por fin la tarea.

—Alicia, ¿qué es esto? —preguntó extrañada la seño al ver ese enorme conjunto donde lo único que había dentro era una frase: “lo que tenemos que hacer”.

—Seño, los elementos comunes. Lo que tenemos en común los que estamos aquí es lo que tenemos que hacer. Lo que está fuera es todo lo que quisiéramos hacer, pero no podemos.


 

Lo que tenemos que hacer

@ana.escritora.terapeuta.



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viernes, 21 de marzo de 2025

!Me engañas!



Joaquín llevaba una semana difícil. El trabajo se le hacía cuesta arriba con la remodelación de la plantilla, y Juana, su mujer, estaba intratable. Por las noches le sobresaltaban sueños intranquilos y una pesadilla recurrente. La misma escena, una y otra vez… Se veía de pequeño, jugando con su maqueta de trenes, totalmente absorto. De repente, la puerta se abría y aparecía su madre, con esa mirada llena de reproche contenido, a punto de estallar, y la misma sentencia lapidaria de siempre: “nunca llegarás a ser nada en la vida. Perdiendo el tiempo con trenecitos en lugar de estudiar…”. Aún hoy, de adulto, esa escena le martirizaba. Cuando era pequeño trataba de estar alerta para que su madre no lo pillase jugando por sorpresa, pero ella era demasiado sigilosa, con esas malditas zapatillas tan silenciosas. No era un ángel, pero se deslizaba como si lo fuese.

Los desayunos con Juana eran tensos. Nada más poner el pie fuera de la cama, a la que se cruzase con ella, sentía su mirada inquisitiva. Cualquier cosa, por muy peregrina que fuese, era motivo para abrir un minucioso interrogatorio. Él trataba de zafarse como fuera, pero era difícil esquivar a su mujer. A veces, en su fuero interno, le daba la impresión de estar lidiando con su madre. Se ponía enfermo con sólo pensarlo, por lo que trataba de llenar su mente de otros elementos distractores. El caso es que, cada vez, se iba más temprano a trabajar y pasaba menos tiempo en casa.

Juana se sentía desquiciada, pensaba que su marido la engañaba con otra. No entendía por qué trabajaba cada vez durante más tiempo si ganaba lo mismo, como tampoco, por qué mensualmente hacía una trasferencia de trescientos euros a una cuenta particular. Sentía miedo de preguntarlo y el runrún se la iba comiendo por dentro. Un día, tomando café con una amiga se vino abajo y, entre lloros y sollozos, se sinceró. Su amiga, que se despachaba como una experta, se lo confirmó: “Juana, tu marido te engaña”. Le aconsejó que contratara un detective para seguirlo y le pasó un contacto.

Al principio, Juana dudó en llamarlo, pero la situación se tornó tan insoportable, que un día se armó de valor y llamó. Joaquín notaba a su mujer diferente. La veía triste y preocupada. Sintió compasión por ella y quiso preguntarle, pero no se atrevió porque temía desatar un aluvión de preguntas. Y eso, para él, era muy difícil de soportar. Él la quería, pero sabía que entre los dos se alzaba un muro inexpugnable.

Cuando Juana recibió el sobre con las fotos del detective, no se atrevía a abrirlo. Llamó a su amiga para tener apoyo y consuelo, y junto a ella lo abrió. Las fotos no daban lugar a dudas. Joaquín todos los días, después del trabajo, acudía a un piso. No se veía el interior, puesto que tenía las persianas bajadas, pero sí cómo salía y entraba del mismo inmueble todos los días. Juana se derrumbó. Necesitó un cargamento de tilas, una copa de coñac y una ducha para tratar de reponerse del golpe. “Toda mi vida hecha añicos”, pensaba. Luego, una vez que se recompuso, fue al piso a la hora en que solía estar dentro su marido y llamó a la puerta.

La puerta no se abría, pero Juana sabía que allí estaba su marido; así que, después de tocar el timbre sin piedad, empezó a aporrearla, al tiempo que gritaba: “! sé que estás dentro! ¡O la abres o la echo abajo!”. Después de unos instantes, la puerta se abrió. Detrás estaba Joaquín con el rostro demudado y lleno de terror. Se hizo a un lado para que ella pasase, y cuando Juana vio el interior, una risa nerviosa la invadió. Después de recuperar el aliento, le espetó con incredulidad: “nunca podría haber imaginado que me engañases con esto…”

Extendida por el suelo, una magnífica maqueta de trenes cobraba vida, ajena al tumultuoso colapso emocional de dos personas que habiéndose alejado tanto, ahora, tenían que decidir entre si intentar acercarse o alejarse definitivamente. 

Ana Cristina González Aranda. 

@ana.escritora.terapeuta.

 


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viernes, 14 de marzo de 2025

!Maldita mosca!

 


Era una apacible mañana en el pequeño pueblo de Valdevaquerilla. Todo marchaba como siempre, a excepción de un extraño puesto ambulante surgido de la nada. Detrás del mismo había un extraño hombrecillo que vestía una túnica y un turbante dorados. En un letrero, escritas con grandes letras, se leía: Se admiten quejas y ofensas.

Don Mateo, el alcalde, mandó a su único aguacil para advertirle al comerciante que no podía instalar su puesto allí sin pedir previamente permiso y pagar las tasas correspondientes. Isidoro, que así se llamaba el aguacil, lo puso en conocimiento del mismo, tras lo cual, volvió de nuevo al ayuntamiento.

—Bien, cuéntame. ¿Qué vende? —preguntó el alcalde mientras se echaba un caramelo de menta en la boca.

—Pues no sé decirle… Creo que no vende nada. Regala tacos de notas para anotar quejas y ofensas.

—¿En serio? ¡Es lo más absurdo y disparatado que he oído en mi vida! ¿Has puesto en su conocimiento el requerimiento de solicitar una licencia para montar un puesto ambulante, Isidoro? —le preguntó Mateo, mientras lo miraba inquisitivamente a los ojos.

—Sí, mi señor. Así lo he hecho, pero…

—Pero… ¿qué? Ha dicho que vendrá a solicitarla, ¿Verdad? ¿No es así, Isidoro?

—Podría ser… No me ha dicho ni que sí ni que no. Me ha dado esto —dijo el aguacil, sacando los dos tacos de notas de su cartera—: uno es para usted, y otro, para mí.

—¿Papeles? ¿Y para qué se supone que queremos papeles? —preguntó entre sobresaltado y extrañado Mateo.

—Dice que para que anotemos nuestras quejas y ofensas. Lo que usted me diga, señor. ¿Quiere que lo desaloje de la plaza?

—No, hombre, no seas bruto. Todavía tenemos que darle algo de tiempo para que venga a hacer la solicitud. Y además…, ¡para una vez que pasa algo en este pueblo…! —exclamó Mateo con la mirada perdida.

—Bueno, si no hay nada más por lo que se me requiera, me retiro a mi puesto —dijo Isidoro a modo de despedida. Esperó un rato a que el alcalde le contestase y, como vio que estaba en otro mundo, se marchó en silencio a sus asuntos.

La mente de Mateo vagaba muy lejos en el tiempo. Visitaba las imágenes que poblaban sus anhelos y deseos de juventud. Él siempre se imaginó viviendo en la gran ciudad, con un puesto político de los buenos. Esos que ameritan un gran despacho y reconocimiento social. Se veía elegante, bien trajeado y ocupándose de cuestiones importantes. Pero…Lucas, ese trepa malnacido, le quitó el sitio. Tenía un padrino con más poder, y él, con su enorme valía, quedó relegado a ejercer de alcalde de un pueblucho como el de Valdevaquerilla. Era pensarlo y crisparse, ya tenía los puños fuertemente contraídos cuando una mosca empezó a rondarle. Al principio, ofuscado como estaba, pensando en la cara odiosa de Lucas no le prestó atención y la ignoró. La mosca tomó confianza y se volvió atrevida. Trató de espantarla con la mano, como se hace cuando se tienen malos pensamientos, pero la mosca empezó a merodearle con más insistencia.

Mateo, tuvo que abandonar sus deseos de venganza para otra ocasión. Se dirigió hacia el mueble aparador, y tomó un spray insecticida con el que roció sin piedad a la osada mosca. Tras consumar el asesinato, se sintió mareado, y abrió la ventana para que el aire renovase la intoxicada atmósfera del despacho.

Se sentó aturdido y contrariado en su sillón, y puso las manos sobre el escritorio. Sus ojos se posaron sobre el taco de notas. Observó que el aguacil se había llevado el suyo. Pensó en cogerlo y, al mismo tiempo, pensó en no cogerlo. Tras unos momentos de indecisión, se decidió a tomar el taco de notas. Pensó, “Total, del aburrimiento no hay quien te saque, Mateo…”

Abrió el primer cajón de su escritorio, sacó su preciada estilográfica montblanc y se enfrentó al blanco inmaculado de las notas. Empezó a escribir. Al principio tenía que pararse a pensar lo que escribía, pero llegó un momento en el que parecía que la estilográfica iba sola. Terminó de llenar todas las notas en un periquete. Miró el reloj. Habían pasado sólo 5 minutos desde que empezó a escribir. “Caray, pues sí que tengo quejas acumuladas de años. Me faltan más notas…”

(fragmento del relato Quejas y ofensas)

Ana Cristina González Aranda

@ana.escritora.terapeuta

 

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viernes, 7 de marzo de 2025

¿Amor propio o amor condicionado?

 




La energía más potente y poderosa que mueve el mundo es el amor. El amor genuino nace en ti y hacia ti, para luego extenderse al otro. En el camino hacia nuestra realización personal hay espejismos que nos apartan de nuestro sendero, y que limitan nuestra expansión y crecimiento. Sin darnos cuenta, nos deslizamos hacia la pendiente. Y cuando menos lo esperamos, estamos colgados del precipicio. Sucede porque hay automatismos y creencias fuertemente arraigados que nos impulsan a consolidar el amor hacia nosotros mismos en la aprobación social, en lugar del amor propio. Es más, con frecuencia se confunde el amor propio con egoísmo. Nada más lejos de la realidad.

El amor propio surge de un amor incondicional hacia ti mismo. Lo que significa que independientemente de lo que ocurra en el exterior, siempre tendrás tu aceptación. Puedes equivocarte, cometer errores, pifiarla. Pero eso no hará que te condenes ni te culpes. Asumes tu responsabilidad, aprendes de tus errores y, si es posible, corriges el resultado de tus acciones o decisiones. Después de una caída, siempre tendrás la oportunidad de levantarte y recomponerte. De salir más fuerte y airoso. De aprender y ser más sabio.

Cuando te anclas en el amor propio no ves el exterior como una amenaza sino como una oportunidad para crecer: de dentro afuera. El otro y su brillo no es sino un estímulo de inspiración para que tú también puedas brillar, porque el éxito de otro es la confirmación de tu propio éxito. El amor hacia ti conduce al amor hacia el otro, al fortalecimiento interior y a la expansión. No temes porque no te sitúas en tomar o recibir aprobación sino en dar y aportar valor a los demás, lo que te coloca en una situación de abundancia y plenitud. Eres el que das, no el que pide.

El amor que hunde sus raíces en la aprobación social es un amor condicionado a obtener logros, éxitos o cumplir expectativas; lo que te coloca en una situación de vulnerabilidad. Si no consigues lo esperado, surgen la culpa, el miedo y el rechazo. Por tanto, cada vez, te alejas más de ti mismo en el espejo distorsionado de los demás. El movimiento es de fuera hacia dentro. 

En el amor condicionado, el exterior se convierte en un escenario peligroso donde reina la amenaza del otro. Para brillar tienes que aferrarte al control externo, opacar al otro. Compites para ser. Paradójicamente, cada vez que intentas ser más fuerte, te debilitas interiormente y te contraes. Surge la envidia y el rencor hacia uno mismo, en tanto, que no recibes o tomas de los demás lo que ansías para ser. Este camino te coloca en una situación de carencia: eres el que pides. Y si pides es porque no tienes para dar.

Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.


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El carrito de la limpieza (2): Transformación.

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