Era
una mañana lúcida para Andrea. Se sentía feliz y radiante por dentro. Se vistió
sin pretensiones y salió a caminar por un sendero. Quería sentir la caricia de
los primeros rayos de sol sobre su piel y la brisa del amanecer sobre su rostro.
El mar de color dorado se extendía a un lado y otro como una invitación a la
calma. Oía los trinos de las aves que surcaban el cielo. Caminó ligera y
consciente de cada uno de sus pasos.
De
vuelta, decidió pasarse por el supermercado y comprar una baguette de pan para
el desayuno. Estaba en la sección de panadería cuando fue abordada por una de
sus vecinas, Carmen. Andrea la escuchó atentamente mientras Carmen la
entretenía con su cháchara.
Las palabras
surgían como un torrente atropellado invadiendo el espacio. Al principio salían
nítidas y luego iban juntándose unas y otras hasta formar una amalgama confusa.
Andrea quería salir de allí, pero la locuacidad de su vecina le disparaba a
quemarropa. No había tregua para la despedida.
El aturdimiento
empezó a hacer mella en su cuerpo. Las piernas, primero temblorosas, luego
frágiles. Hacía rato que ya no escuchaba. Solo un zumbido, un eco, un remolino
que giraba sobre sí mismo. Su mente se tiñó de fatiga y un sudor frío empapó su
piel. Poco a poco, sin saber cómo, se fue desvaneciendo en el aire. Sus
contornos se difuminaron como una nube cuando se dispersa hasta desaparecer por
completo. Como si nunca hubiera estado, como si fuera aire. Sus dedos se
fundieron con el espacio, el aire la atravesó, sus pies se volvieron volátiles.
Pero
Carmen no tenía ojos para ver sino oídos para escucharse. Disparaba palabras
que borraban cualquier vestigio de presencia. Tan entretenida estaba en su
monólogo que casi se sobresaltó al sentir un toque sobre su hombro. Se giró y
se topó con su hermana, que la miraba extrañada.
—¿Qué
haces, Carmen? ¿Por qué estás hablando sola?
—¿Yo?
—preguntó tomada por la sorpresa— Con Andrea, ¿no la ves?
—Carmen,
¡estás hablando sola! No hay nadie a tu lado.
Carmen
se giró desconcertada hacia el sitio donde situaba a su contertulia y sus ojos
se encontraron con un vacío que la heló por dentro. Sintió miedo y vergüenza al
mismo tiempo. No quiso mirar a su alrededor. Un pensamiento la sacudió como un
latigazo mental: “¿No será que estoy loca?”
Su
hermana la tomó del brazo. Con toda la discreción de la que pudo armarse, se la
llevó de allí. De fondo, se oía un rumor que se extendía como un oleaje
creciente en un mar de cuchicheo y miradas punzantes.
@ana.escritora.terapeuta
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