Estaba
entusiasmado. Después de tanto tiempo había terminado su novela. Quienes la
habían leído lo felicitaban. Ahora tocaba ponerse a buscar editoriales y lanzar
su propuesta. Empezó a indagar y a consultar en los catálogos de las páginas
web. Al inicio veía que su manuscrito encajaba bien. Sus dedos tecleaban
vigorosos, añadiendo editoriales a su base de datos. Llevaba apenas diez casas
cuando ella entró. Lo hizo como siempre, sin pedir permiso, lo miró arrogante,
con ese gesto contrariado.
—¿Qué
estás haciendo ahora?
—Estoy
ocupado.
—No
importa. Quiero que me respondas.
—Ya
lo sabes… quiero publicar mi novela.
—¡Ja!
Eso que te lo crees tú… Ganas de perder el tiempo. Prepárate unas buenas
oposiciones.
—¡Es
lo que yo quiero hacer! Por favor, déjame. Quiero seguir…
—Sí,
si… seguir siendo un iluso. ¿No ves que no merece la pena? Ve a lo seguro. Un
trabajo para toda la vida, como tu padre.
Arturo
sentía que la tensión subía como una ola caliente por su espalda. Deseaba que
se callara, pero ella no obedecía a razones: solo sabía atacar. Iba por libre y
sabía qué puntos pulsar para sacarlo de sus casillas. Odiaba su voz cascada,
pero más se odiaba a sí mismo. Se sentía impotente. Sus ojos dejaron de mirar la
pantalla, sus brazos cayeron como dos pesos muertos; su corazón, contraído, se
llenó de desolación. Al fin y al cabo… ella tenía razón: ¡A dónde iba él! Nunca
había ido más allá de un intento fugaz.
No
podía hacer que callara. Se levantó de la silla dejando el ordenador encendido,
y se tendió en la cama. Inerte y rendido, se dejó llevar por una marea de
emociones que lo dejaron exhausto. Pero esta vez la mortificación llegó a un
punto de no retorno. El hastío a sentirse a la deriva superó con creces su
miedo a lo incierto. El coraje empezó a latir, primero tímido, luego
expandiéndose como un torrente por todo su cuerpo. Se irguió vigoroso de la
cama y respondió con voz alta y clara:
—Me
da igual lo que digas. Estoy harto de ceder. No quiero tu seguridad. Abrazo la
incertidumbre.
La
voz se diluyó en su cabeza. Se volvió a sentar frente al monitor y siguió
buscando. Mientras lo hacía, se repetía, una y otra vez:
—“Yo
soy suficiente”.
El
entusiasmo volvió a vibrar en él, pero esta vez era diferente. Había ganado su
primera batalla a esa vocecita. Sabía que volvería, pero ya no le tenía miedo.
@ana.escritora.terapeuta
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