domingo, 30 de noviembre de 2025

El cazador cazado



Se lo tomaba muy en serio. Era la tercera generación de su familia. Se sabía experto y oteaba los alrededores con sigilo. Podía permanecer horas en su puesto. Hasta que no veía la pieza a tiro seguro, no apretaba el gatillo. 

¡Pam!, un disparo certero, seco, con ese olor a pólvora quemada que anunciaba su tributo a la muerte. 

Ya tenía el dedo a un click del disparo. Disfrutaba de contemplar los últimos minutos de vida de ese ejemplar magnífico que se pavoneaba ante sus ojos. La dopamina corría a raudales por sus venas mientras mantenía el pulso firme. Sentía la escopeta como una extensión natural de su cuerpo. Humedecía los labios en su ritual sagrado, homenaje a sus ancestros. Respiró hondo antes de dejar salir el disparo. 

De repente, su nuca se enderezó por el impacto de un golpe que lo pilló desprevenido.


—¡Mariano! ¡Ya estás dejando el rifle en el suelo! Es que no te puedo dejar solo.


Se giró contrariado para encontrarse con sus afilados ojos. No la imaginaba tan pronto de vuelta en casa. Tragó saliva para encarar su rudeza.


—Te dije que matases a la gallina, no que me armases una cacería en el corral. ¡Alma de cántaro! Si es que una lo tiene que hacer todo… Anda, quita de ahí, ¡inútil! Y ese trasto lo quiero en el desguace —amenazó Petronila señalando la vieja escopeta.


Mariano enterró su mirada en la tierra. Se supo cazador cazado. Derrotado de tan siquiera vivir un sueño con los ojos abiertos. Su mujer era un auténtico perro rabioso. Disfrutaba de espantar a ladridos sus anhelos. “De ser animal, habría sido un valioso ejemplar de rehala”, pensaba mientras oía los últimos cacareos desesperados de la gallina. 

El  golpe sordo del hacha sobre el tocón de encina hirió el corral, dejando un silencio de muerte.

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domingo, 23 de noviembre de 2025

La cena

 


María esperaba a su marido para la cena mientras miraba la puerta. Últimamente, llegaba del trabajo tarde.

Sonó el timbre. Era él. Tenía la costumbre de no llevar nunca las llaves.

¿He llegado tarde, cariño? No veas cómo estaba el tráfico esta noche —se excusó Mario.

Si llevaras reloj no tendrías que preguntarme —le contestó María.

Mario entró en casa, se descalzó, soltó su maletín y se puso cómodo como solía hacer cada noche.

¿Qué hay de cenar hoy, cariño? —preguntó con voz melosa a su mujer.

Crema de espárragos. No me ha dado tiempo a bajar al supermercado. Así que, eso es lo que hay.

No te preocupes. Seguro que está buenísima. Lo que se prepara con amor, bien sabe. Por cierto, ¿qué tal te ha ido con la nueva jefa?

Bien.

¿Solo bien? ¿Nada más? Últimamente, tengo que sacarte las palabras con un sacacorchos. Estás muy rara y muy seria. ¿Pasa algo que yo no sepa?

Mañana viene el técnico de la lavadora. Confiable. Es confiable. Sé lo que puedo esperar de ella —le respondió María con una mirada que hizo que Mario bajase la vista hacia el plato.

La crema está un poco templada, ¿no? —observó Mario tratando de suavizar el ambiente.

Para mí está perfecta. Si la quieres más caliente, ahí tienes el microondas.

Vale, vale… ¡no te pongas así! ¡Qué susceptible estás! De todas formas, no creo que me la tome. Se te ha ido un poco la mano con el picante, cariño.

¿Ah sí? Yo pensaba que te gustaban las cosas bien picantes —dijo María, con una sorna que se le atragantó a Mario.

¿Sabes? Pensaba que tenía hambre, pero ya no... Creo que me iré a ver la tele al cuarto de estar. A estas horas echan unos documentales estupendos en la segunda cadena.

Claro, entiendo… si comes en otro sitio…, normal que no tengas hambre. Sí, he visto anunciar un documental de dinosaurios para esta noche.

¿Cómo? ¿Qué dices? —preguntó Mario visiblemente nervioso y con la cara pálida.

Pues, obvio: que no es bueno picar entre horas y fuera de casa. Deberías saberlo a tu edad.

Mira, María, estás muy rara. Tengamos la fiesta en paz. No me apetece discutir. Mañana será otro día.

Sí, mañana será otro día —le devolvió María a sus espaldas mientras caminaba hacia el cuarto de estar.

María recogió el plato vacío y se miró en el fondo. Mirándolo nadie diría que alguna vez estuvo lleno. Liso, pulcro, suave y frío al tacto como el mármol blanco de una lápida.

@ana.escritora.terapeuta


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domingo, 16 de noviembre de 2025

¿Por qué iba a alterarme?

 



Demasiado tráfico esa tarde. Apretaba el volante con la misma rabia que apretaba sus dientes. Obligado a ceder el paso, asistía impotente a la procesión de vehículos que se sucedían uno tras otro como en una letanía. “¡Venga ya! Esto no hay quien lo soporte… Que no tengo todo el día”, pensaba. La saliva se le hacía espesa, esa fila india de coches parecía burlarse de él. Justo cuando ya se despejaba el horizonte, apareció ese coche rojo de la nada. “¡Será posible! ¿Cómo se atreve esa niñata a colarse?”, se dijo furioso.  Pisó el acelerador como impelido por una descarga eléctrica. Siguió el turismo hasta que paró.

Cuando vio a la joven bajar del coche, se fue hacia ella con la boca tan llena de enojo que le costaba articular palabra.  La mujer sorprendida, lo miraba de arriba abajo tratando de entender algo.

—Pero, ¿qué le pasa?

—Entonces… ¿no me has visto en la otra calle? —logró balbucear con la indignación a flor de piel.

—Pues… no —parpadeó la joven tratando de recordar.

—Llevaba mucho rato esperando y ya me tocaba salir a mí, cuando llegaste tú y seguiste al último coche.

—Pues lo siento, pero no lo he visto. Solo iba detrás de ese coche y pasé.

—¿Cómo que no me has visto? —preguntó incrédulo.

—Pues eso mismo, que no lo he visto.

—¿Y te quedas tan tranquila? —preguntó con la furia saliéndole por los ojos.

—¿Por qué iba a alterarme? —la pregunta lo atravesó como una flecha.

Tan lleno estaba de razones que se quedó sin ellas. Se fue hacia su coche con la ira maltrecha y marchó con el camino despejado pero la mente confusa. Una pregunta se le coló como un relámpago: ¿por qué iba a alterarme?


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domingo, 9 de noviembre de 2025

Silencio hereditario

 


Reunidos en la mesa celebraban la cena de Navidad. Todos dispuestos, parapetados tras una sonrisa forzada como cada año. La nieta más pequeña miraba el viejo álbum familiar. Disparó una pregunta al aire con su inocencia a flor de piel:” ¿qué pasó con el abuelo?” Su madre se tensó. Silencio cosido con carraspeos atravesados. Miradas esquivas que jugaban al escondite.

La abuela, recompuso el gesto torcido como quien endereza un remiendo.

—Cariño, el abuelo tuvo que marcharse.

—¿Por qué? ¿Volverá?

—No, no lo creo…

—¿Sigue vivo?

La madre de la niña interrumpió.

—Alicia, ¿te gustaría tomar ya el postre?

Los ojos se posaron inertes sobre los platos llenos.

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domingo, 2 de noviembre de 2025

Ella nunca se calla

 

  



Estaba entusiasmado. Después de tanto tiempo había terminado su novela. Quienes la habían leído lo felicitaban. Ahora tocaba ponerse a buscar editoriales y lanzar su propuesta. Empezó a indagar y a consultar en los catálogos de las páginas web. Al inicio veía que su manuscrito encajaba bien. Sus dedos tecleaban vigorosos, añadiendo editoriales a su base de datos. Llevaba apenas diez casas cuando ella entró. Lo hizo como siempre, sin pedir permiso, lo miró arrogante, con ese gesto contrariado.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Estoy ocupado.

—No importa. Quiero que me respondas.

—Ya lo sabes… quiero publicar mi novela.

—¡Ja! Eso que te lo crees tú… Ganas de perder el tiempo. Prepárate unas buenas oposiciones.

—¡Es lo que yo quiero hacer! Por favor, déjame. Quiero seguir…

—Sí, si… seguir siendo un iluso. ¿No ves que no merece la pena? Ve a lo seguro. Un trabajo para toda la vida, como tu padre.

Arturo sentía que la tensión subía como una ola caliente por su espalda. Deseaba que se callara, pero ella no obedecía a razones: solo sabía atacar. Iba por libre y sabía qué puntos pulsar para sacarlo de sus casillas. Odiaba su voz cascada, pero más se odiaba a sí mismo. Se sentía impotente. Sus ojos dejaron de mirar la pantalla, sus brazos cayeron como dos pesos muertos; su corazón, contraído, se llenó de desolación. Al fin y al cabo… ella tenía razón: ¡A dónde iba él! Nunca había ido más allá de un intento fugaz.

No podía hacer que callara. Se levantó de la silla dejando el ordenador encendido, y se tendió en la cama. Inerte y rendido, se dejó llevar por una marea de emociones que lo dejaron exhausto. Pero esta vez la mortificación llegó a un punto de no retorno. El hastío a sentirse a la deriva superó con creces su miedo a lo incierto. El coraje empezó a latir, primero tímido, luego expandiéndose como un torrente por todo su cuerpo. Se irguió vigoroso de la cama y respondió con voz alta y clara:

—Me da igual lo que digas. Estoy harto de ceder. No quiero tu seguridad. Abrazo la incertidumbre.

La voz se diluyó en su cabeza. Se volvió a sentar frente al monitor y siguió buscando. Mientras lo hacía, se repetía, una y otra vez:

—“Yo soy suficiente”.

El entusiasmo volvió a vibrar en él, pero esta vez era diferente. Había ganado su primera batalla a esa vocecita. Sabía que volvería, pero ya no le tenía miedo.

@ana.escritora.terapeuta

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La vieja taza

  La vieja taza del abuelo, esmaltada y desconchada, conservaba desvaídas reminiscencias de un rojo ya extinto. Era una reliquia familiar ob...