viernes, 31 de enero de 2025

¿QUIÉN TE HAS CREIDO QUE ERES?

 



En lo alto de la colina estaba la granja de tío Eusebio. No era ni muy grande ni muy pequeña, pero el paisaje era hermoso desde allí. Tenía la granja sus gallinas, sus vacas, su mula, su perro e incluso un bello cisne con el ala rota.

Mientras tío Eusebio hacía sus labores, los animales hacían su vida. Todos estaban ocupados en la granja. El cisne, por ejemplo, cada día desde el amanecer hasta la puesta de sol, se esforzaba por emprender el vuelo, a pesar de su ala rota. Es cierto que no tenía éxito, pero también, lo es que no cesaba en su empeño.

Una de las gallinas más veteranas le tenía inquina al cisne. No soportaba ver que no tiraba la toalla.

—Pero… ¿quién te has creído que eres?  ¡Tú no puedes volar! —le decía mientras se burlaba de él.

Los demás animales de la granja se reían con la gallina de los aparatosos intentos del cisne por volar. Pero el cisne no hacía caso de las burlas, y seguía a lo suyo. Una vez, se esforzó demasiado y salió malparado al chocar con fuerza contra uno de los postes de madera que cercaban la granja.

Todos los animales se rieron con estrépito del malherido cisne. El único que mostró compasión por él fue el perro, que se acercó a socorrerlo.

—Cisne, déjame que te ayude —le dijo mientras intentaba arrastrarlo con suavidad hacia el establo.

—No, gracias, ya se me pasará. Déjame aquí.

—Como quieras, pero deja de intentar volar porque esta vez has tenido suerte, pero la próxima podrías morir.

—Lo sé, pero antes prefiero morir intentando cumplir mi sueño que vivir sin sueños.

El cisne se fue recuperando poco a poco. Los demás animales, a excepción del perro, pensaban que se había rendido, por lo que dejaron de echarle cuentas.

Una mañana, el cisne volvió a intentarlo. Los animales lo contemplaban, ladeando la cabeza. Lo daban como un caso perdido. La gallina empezó a cacarear con sorna y desdén.

—¡Estúpida ave! ¡Venga!!Venga! Sigue intentándolo, que seguro que das unos buenos muslos para el caldo.

Todos los animales, menos el perro, celebraron el comentario de la gallina e hicieron coro con ella para burlarse del cisne. Estaban tan entretenidos riéndose que, cuando al fin, el cisne logró emprender el vuelo y saltar la cerca, no dieron crédito a lo que sus ojos veían. El cisne había cumplido su sueño y ya era libre, y ellos…

La gallina, furiosa, empezó a cacarear con escándalo para alertar al granjero de la huida del cisne. No sabía la pobre gallina que tío Eusebio, la noche anterior, había bebido como un cosaco. Tío Eusebio, al oír los estrepitosos cacareos de la gallina, se despertó sobresaltado. Si ya de por sí, tenía muy mal despertar, con resaca era aún más temible.

Enfurecido y con el cerebro inyectado de odio, tomó su rifle y se dirigió hacia el corral, al tiempo que, gritaba:

—¡Maldita gallina! ¿Quién te has creído que eres?

Tío Eusebio solía tener una pésima puntería, pero la resaca mal llevada puede obrar milagros, así que apuntó con la escopeta a la gallina, y de un disparo certero la mató mientras exclamaba:

— ¡Estúpida gallina! De hoy no pasas para hacer caldo.

Con la escopeta todavía humeante en su mano, agarró la gallina por el pescuezo y se la  llevó para dentro. Los demás animales enmudecieron.

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

viernes, 24 de enero de 2025

¿Qué ves cuando miras?

 


    La niña llevaba un buen rato en la sala de espera del consultorio. Odiaba ese sitio. Lo sentía frío y feo, a pesar de que, las paredes estaban decoradas con ilustraciones de colores. Miraba a los otros niños que esperaban sentados junto a sus madres y, sobre todo, miraba a la señora que estaba tras el mostrador.

—Mamá, ¿falta mucho tiempo para que nos atiendan? Me estoy aburriendo.

—Alma, siempre tan impaciente. Anda, coge uno de esos juegos que están encima de la mesita.

El megáfono sonó hueco en la estancia anunciando la siguiente visita:

—Alma Beltrán y familia, pasen a consulta.

    Alma y su madre pasaron al despacho. Los recibió la psicóloga, sentada tras su escritorio de madera. Las invitó a sentarse con amabilidad.

—¿Cómo estás Alma? ¿Qué tal te ha ido el cole esta semana?

—Como siempre… —contestó Alma con desgana.

—Vaya…, ya verás como todo va a ir a mejor, Alma.

—Eso espero —dijo con resignación la madre.

—Ya tenemos los resultados de las pruebas. Son concluyentes. Confirman el diagnóstico de TDAH, con predominio de déficit de atención.

—Vaya…—dijo la madre con cierto pesar, pero también, con alivio de tener la confirmación de algo a lo que agarrarse. —Me lo temía…

—Bueno, afortunadamente, hoy día hay tratamientos para eso. No se preocupe, mujer. Todo irá bien. ¿Puede dejarme un rato a solas con Alma? Luego la aviso para que vuelva a entrar.

—sí, claro. Alma, cariño, luego vuelvo. —Le dijo con afecto para, después, darle un beso en la mejilla.

Alma y la psicóloga se quedaron a solas. Alma se removía inquieta en la silla. Se sentía incómoda a solas con aquella mujer tan seria que se esforzaba por parecer simpática.

—Alma, te voy a hacer una pregunta. Quiero que me respondas sin prisas. ¿Estás preparada?

Alma asintió con la cabeza sin decir nada.

—Bien, ahí va: Cuando has llegado aquí, has pasado por la entradita. Esta tarde antes de empezar la consulta, he hecho unos pequeños cambios. ¿Podrías decirme cuáles?

    Alma estuvo un buen rato pensando. Se esforzaba por capturar algo, pero era en vano. No había visto nada; es más, ni siquiera había prestado atención. Se encogió de hombros.

—No.

—Pues eso es de lo que quiero hablarte. Muchos niños como tú tienen problemas de atención. Les cuesta centrarse, y, por eso, tienen problemas con los estudios. ¿Entiendes?

—No, no es eso.

—¿Cómo? —preguntó sorprendida la psicóloga.

—Pues que no presto atención a lo que no me interesa. No me interesa la entradita, y no me interesa el cole. Eso es todo.

La psicóloga no daba crédito a lo que estaba oyendo. Nunca se había encontrado con un niño que le rebatiera sus argumentos de manera tan contundente. No era lo esperable a esa edad. Se removió en su sillón, y trató de reconducir la situación, ignorando la respuesta de la niña.

—Alma, sé que puede ser difícil de asimilar para ti. Las pruebas son concluyentes: tienes problemas de atención.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —insistió la niña.

—Sí, claro, adelante. Cualquier duda o preocupación que tengas, aquí estoy para eso —dijo con satisfacción la psicóloga, sintiendo que todo volvía a la normalidad de lo esperado.

—¿Se ha dado cuenta de lo triste que está la señora del mostrador?

La psicóloga se quedó a cuadros. No, no se había dado cuenta. Esa tarde había entrado con prisas, con la mente a mil por hora; no había visto más allá de las cosas que tenía entre manos como, por ejemplo, esos cambios en la distribución de los objetos de la entradita. Tomó aire, miró a la niña y le respondió:

—No, Alma, no me había dado cuenta…

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

sábado, 18 de enero de 2025

El chocolate del loro (Segunda Parte)

 



Alberto que ya iba con la bandeja portando el café y su juego de porcelana cara, se encontró con un cuadro dantesco: Su amada tirada en el suelo luchando contra el Señor Nilson, que no dejaba de tirarle del pelo. Ella, en un intento de protegerse, no dejaba de darle manotazos al loro, que sabía esquivarlos con soltura. —Fuera, fuera asqueroso pajarraco —le decía ella, mientras que el loro no dejaba de repetir:

—El chocolate es del loro. Uaafff. Uaafff. Señor Nilson disgustado. Mala bruja, quitarle el chocolate al loro. Uaaafff. Uaffff.

A Alberto se le cayó la bandeja, desparramándose el café sobre su alfombra persa, y rompiéndosele en mil pedazos su vajilla de porcelana china. Se llevó las manos a la cabeza, pero al fin, consiguió reaccionar y se aproximó a Marcela para intentar ayudarla. Pero no le dio tiempo, el loro consiguió su trofeo y se elevó en el aire portando entre sus garras la peluca. Marcela se incorporó, presa de los nervios, sin darse cuenta de que ya no lucía su melena; así que cuando vio que el loro la llevaba consigo, rompió a llorar desconsoladamente. Y allí estaba, sentada en el suelo, humillada y hundida, con su peor secreto a la vista:  Su pelo escaso y las pequeñas calvas que componían la orografía de su cabeza. Alberto se acercó a ella y le tendió la mano.

—Venga —le dijo cariñosamente—. No te avergüences. Me fascinaba tu melena, lo reconozco, pero no tanto como tú. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y si para ti no es un problema, para mí tampoco.

Al escuchar sus palabras se sintió entre sorprendida y consolada. Se levantó, y sin decir nada, lo abrazó con sentimiento. Él la acogió amorosamente entre sus brazos. Aproximó su boca a su oído y le dijo suavemente: —También hay algo de mí que no sabes y que quiero mostrarte—.

Se apartó con delicadeza de sus brazos, se agachó y, subiendo las perneras de sus pantalones, le mostró sus botas con alzador.

—Como ves, soy un poco más bajito de lo que creías. Siempre me he sentido acomplejado con mi estatura, y esos 10 cm me hacían sentir mejor.

(Marcela lo miró sonriéndole con ternura)

 —No me importan esos 10 cm si a ti tampoco te importa. Me gustas tal y como eres

Alberto respiró hondo, sintiéndose el hombre más feliz del mundo. Se había quitado un gran peso de encima.

—Bueno—propuso resolutivo—. ¿Qué te parece si salimos de aquí y nos vamos a esa cafetería tan bonita del centro?

—Me parece una idea estupenda. Pero… ¿Me permites que vaya a arreglarme un poco al baño? —preguntó algo tímida Marcela.

—Sí, claro. Espera un momento. —Y se volvió hacia donde estaba Nilson en un claro intento de quitarle la peluca de sus garras.

—No, por favor. No hagas eso —le interrumpió Marcela—. Al fin y al cabo, me sentía miserable con esa peluca. No la quiero, déjasela. Se la regalo al Señor Nilson.

—Sé de lo que hablas. No sabes lo que te entiendo. Te espero.

Marcela se fue al baño, abrió su bolso y sacando su cepillo se arregló lo que pudo el pelo. Mirándose al espejo se dijo que no estaba tan mal. Al salir vio que Alberto se había cambiado de pantalones. Ahora lucía pantalones cortos y llevaba puestas unas preciosas sandalias de cuero marrón.

—No hay nada como ser y sentirse uno mismo, ¿verdad? —Le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sí, nada como ser uno mismo —asintió emocionada Marcela—. Por cierto, recogemos este desastre antes de irnos, ¿no?

—¡Ni hablar! Eso se lo dejamos al Señor Nilson —dijo riendo abiertamente Alberto— ¡Señor Nilson, a recoger el salón!

El loro que había permanecido en silencio después del incidente, empezó a parlotear:

—Señor Nilson ocupado! ¡Señor Nilson no saber! Uaaffff uaaaffff

—Ya, ya…—dijo con sorna Alberto—. Ahora te haces el loco.

—No, no, Señor Nilson no hacerse el loco. Señor Nilson hacerse el loro. Uaaaffff. Uaaaffff

 Y esta es la historia de la que podría haber sido la peor cita del mundo.

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

El chocolate del loro (Primera Parte)

 



Marcela era una solterona de buen ver a la que se le habían echado los años encima, sin conseguir que prosperase ninguna de sus relaciones amorosas. Siempre ocurría un suceso inexplicable que lo fastidiaba todo; amén de su perfeccionismo a la hora de tasar a sus pretendientes. A todos terminaba por encontrarles algo.

Una fría mañana de otoño, estando en la cola del bufet de la cafetería de un hospital, fue protagonista de un calamitoso incidente. Resulta que una vez cargada su bandeja de churros con chocolate, al ir a girar para dirigirse a una de las mesas, tropezó con algo, con tal mala fortuna que terminó tirada en el suelo, con los churros esparcidos en todas direcciones y el chocolate desparramado.

Una voz masculina de un timbre muy agradable la sacó de su estado de estupor.

—Señorita, permítame ayudarla —le dijo, ofreciéndole el auxilio de sus brazos—. No se preocupe. A cualquiera le podría haber pasado. A ver, siéntese aquí. ¿Se ha hecho mucho daño? No, no trate de levantarse. Yo recogeré su bandeja. Tranquila, quédese aquí sentada, que ahora vuelvo.

Marcela, muerta de la vergüenza y sin atreverse siquiera a mirar a su alrededor, se dejó ayudar. Una vez que todo se hubo tranquilizado se encontró tomando café frente a un atractivo señor de mediana edad. El flechazo fue inmediato, y salieron de allí con la promesa de una cita tras un intercambio de teléfonos. A pesar de no tener el mejor de los aspectos, Marcela estaba radiante. Toda la semana estuvo pendiente del móvil. Cada vez que sonaba, su corazón batía récords de latido, para luego llevarse una decepción al comprobar que no era él. Tras una semana, cuando ya había abandonado la esperanza de recibir la llamada, el milagro ocurrió. Al oír su voz se estremeció, y tuvo que esforzarse para mantener la compostura. Quedaron en una cafetería muy coqueta del centro. Él fue muy puntual, por lo que cuando ella llegó, ya estaba esperándola en una de las mesas. "¡Qué atractivo y apuesto es!", pensó ella. Hablaron de todo con una fluidez asombrosa, tanto que cuando menos acordaron, ya había oscurecido. "Extraordinaria mujer, lista y atractiva. Me encanta su despampanante melena", se dijo Alberto para sí.

Quedaron muchas veces a lo largo de un mes. Definitivamente, ya eran pareja. En una de las citas, Alberto le propuso invitarla a tomar café a su apartamento, a lo que ella accedió encantada, puesto que lo entendía como un avance en su relación. Estaba emocionada a la vez que inquieta, pues guardaba el recuerdo de anteriores intentos fallidos. Para calmar su tensión pensó: “Lo quiero y, contra viento y marea, no me pienso dar por vencida. Pase lo que pase no voy a tirar la toalla”.

Llegó el día de la cita. Marcela se arregló con especial esmero y perdió la cuenta de las veces que se miró en el espejo. Si los espejos se desgastasen con el uso, el de Marcela tendría un buen socavón. Acudió puntual más dos minutos de más, siguiendo los consejos de su también soltera amiga Petra. Él la recibió con una amplia sonrisa y la invitó a pasar. El apartamento era muy lindo, estaba muy bien cuidado y decorado con mucho gusto. A Marcela le impresionó la limpieza. Tras enseñarle todas las dependencias de su vivienda, la hizo pasar al comedor para que le esperase allí mientras preparaba el café en la cocina. Le presentó a su viejo amigo, el señor Nilson. Ambos, desde el primer instante, se miraron con recelo. Antes de irse, Alberto le ofreció tomar bombones de una bandeja de plata. Tenían una pinta deliciosa.

—Puedes tomar de todos estos de aquí, menos los de la bandeja dorada porque son especiales para el señor Nilson, y él es muy quisquilloso con sus cosas. Bueno, os dejo a solas para que os vayáis conociendo. Tengo leche condensada por si te apetece un café bombón.

—Sí, genial. Estás en todo —le dijo Marcela mostrándole la mejor de sus sonrisas.

Alberto se fue confiado y feliz, con el corazón burbujeante, a la cocina. Marcela y Nilson se miraban de reojo. Como el pájaro le resultaba desagradable, y se sentía incómoda con su presencia, Marcela empezó a posar sus golosos ojos sobre los bombones. Tenían una pinta tan espectacular que se mostraba indecisa. Tomó uno y lo saboreó intensamente; al ir a por otro, miró la bandeja dorada y se sintió extrañamente atraída por ella. Aunque lo intentaba, no podía dejar de mirarla. Esos bombones parecían tan irresistibles… Terminó pensando: "Bueno, tampoco pasa nada si tomo uno. No creo ni que se dé cuenta". Miró de soslayo al señor Nilson, y comprobó con disgusto que no le quitaba ojo; así que le dio la espalda totalmente, y alargó la mano derecha hacia la bandeja de plata, tomando un bombón, a la vez que, con estudiado disimulo, cogía otro bombón de la bandeja dorada con la mano izquierda. Una vez que tuvo en su mano el codiciado botín, se lo llevó a la boca y lo saboreó con delectación. Pensó: "Ummmm....Estos bombones son lo mejor que he probado en mi vida. No se ha dado ni cuenta. Si tomo otro, tampoco pasará nada". Así que repitió la misma operación tres veces más. Estaba tan absorta, en su deleite prohibido, que no detectó que el Señor Nilson empezaba a moverse inquieto aleteando sus coloridas plumas. Así que cuando el Señor Nilson se le echó encima, aferrándose de su espesa melena con sus afiladas garras, la pilló totalmente desprevenida.

CONTINUARÁ …

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

viernes, 10 de enero de 2025

¿En qué tiempo te mueves?

    Pongamos que te levantas un día y te dices: Voy a observar. Puedes observar los ciclos de la naturaleza, o bien, cómo se desenvuelve la vida humana. Decides observar el ajetreo de la vida cotidiana. ¿Qué observas? Es más que probable que lo que observes sea gente con prisas, corriendo de un lado para otro, afanándose en una carrera contra-reloj. Si lo haces todos los días, invariablemente observarás lo mismo, una y otra vez. Es más que posible, que te invada una sensación de desasosiego porque lo quieras o no, algo no racional bulle en tu interior. Te preguntarás si hay opción más allá del tiempo enlatado, y sí, la hay. Es más, está a tu alcance, pero requiere algo muy costoso: confiar y soltar.
     Te hablo de la posibilidad de habitar el momento presente. Bajarnos del frenesí de una vida desbocada que tratamos de controlar en vano, para situarnos en el AQUÍ y el AHORA. Cuando lo hacemos, empezamos a sentir nuestro cuerpo, nuestra respiración, el espacio que nos rodea, el silencio… Las prisas se desvanecen y sientes cosquillas en tu interior. Te invade una paz que te envuelve de dicha. Te llenas de seguridad porque sabes con certeza que lo tienes TODO. Sientes abundancia y plenitud. Sientes que no tienes que esforzarte. Ya no tienes que ir a la caza y captura de ideas. A medida que te aquietas, las ideas vienen a ti.
     Disfrutar de ese gozo prohibido, deslizarse por un tiempo que no se agota y que no te consume es un regalo tan precioso y tan merecido, que es difícil entender por qué no aspiramos a ello. No lo codiciamos porque lo ignoramos. Estamos tan instalados en la prisión mental del tiempo lineal que no vislumbramos más allá. Nos vetamos ahondar en la profundidad de nuestro interior. Y es ahí donde está la verdadera riqueza. 
    Habitar nuestro día a día, dotando de sentido cada instante, abrazándolo con el corazón hasta hacerlo nuestro, sin esperar a que sea perfecto. Todos tenemos esa opción a nuestro alcance, sea lo que sea que estemos haciendo. No importa tanto el qué como el cómo. Pero claro está: Hay que soltar expectativas, dejarlas ir y vaciarse de ellas; hay que confiar y soltar el control, pues no hay nada que controlar. 
    Podemos vivir el momento presente y SER con mayúsculas, sin pretender otra cosa que SER y ESTAR. Entonces ocurre la magia: el Hacer sucede sin tener que recurrir al esfuerzo. Porque si tú puedes SER tu propósito, el Hacer surge por sí mismo. Disfrutamos creando porque somos los dueños de nuestra creación. Y esto es posible porque empezamos a crear desde la abundancia y no desde la carencia. Porque en el momento que tienes que esforzarte, es porque no lo tienes, porque te anclas al miedo. El SER es tu ancla. Comprometerte contigo mismo implica: Situarte en tu vida y habitar tu espacio y tiempo desde la presencia, y no desde la ausencia. ¿Estás dispuesto o sigues esperando?

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

Suscríbete para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

viernes, 3 de enero de 2025

Amanece un nuevo día


Me siento agradecida de amanecer en un nuevo día. No nos paramos a pensarlo, pero cada día que amanece tenemos la oportunidad de amanecer con él. Salir con el sol y brillar para nosotros y para los demás. Nunca lo pensamos porque vivimos atrapados en la estrechez y la carencia, y claro está, nos levantamos con el mismo pie. Así, cada día que amanece lo vivimos con la misma carga que Sísifo(1), cuando tenía que acarrear su piedra hasta la cima, para luego volver a subirla una y otra vez en un ciclo incesante. Un día, otro día, una y otra vez la misma pesada carga…

     Ahora surge la necesaria pregunta: ¿Cómo se hace para salir del bucle que se alimenta a sí mismo consumiendo nuestra energía vital? La respuesta parece sencilla, pero no lo es en absoluto: soltar la piedra. La piedra no es otra cosa que el control, y con él, el empecinamiento de querer atrapar la seguridad. Asumámoslo cuanto antes: no existe la seguridad. La seguridad es un espejismo que cuando crees poder rozarla con la punta de los dedos, se desvanece en jirones de nuevas preocupaciones que asoman por el horizonte. Por tratar de alcanzarla vivimos anclados a un pasado, que tal vez ni existió, pero que nos condena a repetir la misma secuencia una y otra vez. De ahí la sensación de que en nuestras vidas se repiten ciertos acontecimientos.

     ¿Y si nos decidiésemos a romper? ¿Y si abrazamos lo incierto renunciando al férreo control? Porque resulta paradójico, pero cuanto más intentas controlar, menos controlas. Es un cambio radical de perspectiva, un desafío vital: soltar lastres y abrazar el momento presente estando presentes aquí y ahora; crear y confiar en uno mismo por encima de todo; y cabalgar la ola en esta apasionante aventura que puede ser la vida. Porque como decía Viktor Frankl, “no es tanto lo que tú esperas de la vida, sino lo que la vida espera de ti”. 

 Lecturas recomendadas:
 - El poder del Ahora, Eckhart Tolle. 
- El hombre en busca del sentido, Viktor Frankl. 

 (1) El mito de Sísifo: Personaje de la mitología griega que fue castigado por Zeus y Hades a subir una pesada piedra por la ladera de una montaña empinada. Cuando estuviera a punto de llegar a la cima, la gran roca caería hacia el valle, para que él volviera a subirla de nuevo. Esto tendría que repetirse, una y otra vez, por toda la eternidad.

Fdo: Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.


Suscríbase para recibir notificaciones de nuevas publicaciones

El podador de sombras

  Lucía contemplaba cómo se deslizaban las gotas de lluvia tras el cristal de la ventana. “¡Qué día tan triste!”, se dijo, mientras tomaba u...