sábado, 28 de junio de 2025

La tienda de las excusas usadas

 


Mateo sentado en su pupitre clavaba las pupilas en la hoja en blanco. Sus manos se retorcían por debajo de la mesa. De un momento a otro, caería la sentencia. Oía retumbar sobre el piso los tacones de la seño Matilde. Se sabía presa antes de ser oteada. Su corazón se estremecía como en una pista de autos locos.

Por alguna extraña razón, la seño aquel día lo había dejado para el final. Pasó varias veces a su lado, lo miró de soslayo y lo sobrepasó sin detenerse. Mateo quería terminar la agonía cuanto antes. Sentir el golpe seco de sus palabras sobre su nuca y su mirada glacial. Pero tuvo que esperar.

—Mateo, dame tu excusa de hoy.

—Yo… es que…

—¡No me digas que te has quedado sin excusas!

Mateo tragó saliva. Tenía en mente decirle que su perro se había comido la página y que quedó tal mal que tuvo que arrancarla del cuaderno. Pero se le atascaba en la garganta. No le salía.

—De acuerdo. Te quedas sin recreo. Quiero que me escribas una buena excusa. Que tenga una extensión mínima de 100 palabras y que me la pueda creer.

Mateo se quedó a solas en el aula. El número 100 retumbaba en su mente como un eco maldito. Él era un niño de acción. Ese número asociado a la cantidad de palabras era una montaña de escalada imposible.

Fuera se oía el bullicio de los niños que trotaban en la explanada de cemento del patio. El sol se colaba por las ventanas y se posaba osado sobre su pupitre. Mateo extendió sus manos para recibir su calor. Un recuerdo se coló en su mente. Tita Greta le comentó una vez que para encontrar una buena excusa había que ir a la tienda de las excusas usadas. Justo ahora necesitaba una, y de las buenas.

Cerró sus ojos y se esforzó por imaginar, pero no resultó. “Vaya castigo”, pensó, “de todas formas estoy perdido”. Mateo se dio por rendido antes de empezar a escalar. Comenzó a explorar con los ojos los rincones de la clase. Cuando menos se lo esperaba se topó con algo fuera de lugar. Al lado de la estantería donde solían colocar sus materiales escolares, vio una puertecita verde diminuta. Le extrañó porque había mirado millones de veces antes y nunca la había visto. Pero, ¿qué puede importarle esa diminuta cuestión a un condenado?

Se levantó y se dirigió hacia la puertecilla. La empujó hacia dentro y entró gateando hacia su interior. Una vez dentro, después de acomodar su vista a la penumbra, se encontró frente a un largo mostrador tras el cual había una señora mayor con gafas gruesas. La estancia olía a nuevo y a papel como una tienda de libros.

—¿Vienes a por una buena excusa? ¿Verdad?

—Pues sí. Pero no tengo dinero para pagarla —admitió desesperanzado.

—Lo único que hace falta es que tengas una necesidad. ¿La tienes?

—Sí…

—Vale, dime motivo y extensión en palabras.

Mateo empezó a hablarle a la mujer como si la conociera de toda la vida. A medida que iba hablando, la carga que llevaba encima empezaba a aligerarse. Cada vez le importaba menos su castigo y la sentencia. Se sentía más alto, más fuerte. Le daba igual si salía de allí sin excusas, ya no las necesitaba.

La mujer lo escuchaba con atención sin anotar nada. De vez en cuando le acompañaba en su relato con una sonrisa.

—Bien, Mateo, ya tengo todo lo que necesito. No hace falta que me digas más.

Se desplazó hacia una especie de caja registradora que había sobre el mostrador, giró la palanca hacia detrás y hacia delante. Tras numerosos clics, la caja devolvió un folio escrito.

Mateo recibió con una sonrisa en sus ojos el escrito y lo dobló.

—Gracias.

—Gracias a ti, joven. Es momento de que te marches. Falta poco para que toque el timbre.

Mateo volvió otra vez hacia la pequeña puerta verde y salió a su clase. Se sentó en su silla y esperó a que sonase el timbre. Un sonido metálico rugió en el edificio. Los niños empezaron a entrar de forma ordenada. La seño Matilde los siguió hasta la clase.

Una vez que se sentaron, les mando una nueva tarea. Después se dirigió hacia el pupitre de Mateo. Tomó el folio con sus manos y se dispuso a leerlo:

<< Hay un montón de excusas usadas: mi perro se comió el folio, mi madre se dejó la llave dentro de casa y hasta que no vino mi padre, a la noche, no pudimos entrar, etc… pero en realidad no necesito ninguna. No lo hice porque escribir no es lo mío, porque no le veo sentido a hacer una redacción sobre un tema que no me interesa nada. Lo siento, pero ni puedo ni quiero ir contra mí mismo. Si quiere castígueme, déjeme sin recreo, mándeme cien redacciones de cien palabras que no haré o preocúpese por lo que me motiva de verdad>>

Los ojos de la seño Matilde parpadeaban inquietos mientras iban recorriendo las líneas del folio. Cuando terminó de leer, lo dejó sobre su mesa sin decir nada. Se fue hacia su tarima y Mateo se quedó en su pupitre. Como se aburría, tomó su cuaderno y empezó a dibujar un día sin paredes.

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martes, 17 de junio de 2025

El carrito de la limpieza (3): Limpieza. Relato breve sobre Acoso Escolar.


Primera Parte: Encuentro.

Segunda Parte: Transformación.

Tercera parte: Limpieza.

A las tres semanas, el chico volvió. Suso lo observaba mientras se acercaba. Parecía otra persona. Caminaba diferente, con seguridad, con la cabeza bien alta y los hombros erguidos.

Cuánto me alegra verte, Aníbal. Ya no eres el mismo que se fue de aquí hace unas semanas.

Y todo, gracias a ti, Suso.

De eso nada. Tú decidiste dar el paso y yo solo te di el empujoncito. Has tenido el coraje y las agallas para hacerle frente a tus miedos. Has crecido Aníbal.

Tú me dijiste, qué tenía que hacer y cómo.

Cierto, pero tú lo hiciste. No olvides eso. He conocido a niños que se han dejado pisotear. Algunos, incluso, renunciaron a su vida. Cuéntame cómo fue todo. Quiero escucharlo. Sentémonos en la acera.

Se fueron al lado de los contenedores. Suso se sentó. Aníbal prefirió estar de pie para sentirse más libre en sus movimientos mientras le narraba su historia. Era la primera vez que tenía algo valioso que contar.

Estuve practicando varios días, pues Marcos no fue al cole. Al tercer día, cuando apareció, se le veía con ganas de bronca nada más colocarse en la fila. Me miró con esos ojos tan odiosos, le sostuve la mirada y él se sonrió. Cuando salimos al recreo, sabía que iban a venir por mí. No saqué ni el bocadillo porque quería estar alerta. Se me acercaron, rodeándome mientras me decían todas esas cosas: gordo, rata asquerosa y demás insultos. Yo los miraba sin bajarles la mirada y con el entrecejo fruncido. Como veían que no bajaba los ojos, empezaron a ponerse más agresivos, y se acercaron a pegarme. No te puedo decir lo que me pasó, pero sentí una furia incontrolable, y empecé a pegar golpes y arañar con todas mis fuerzas. Nunca había sentido tanta fuerza dentro de mí. Sus golpes no me hacían daño y sus palabras me resbalaban. Perdí la noción del tiempo. Tuvieron que venir los profesores a separarnos. Me llevaron al despacho del Director, llamaron a mi madre y me pusieron un parte por participar en una pelea de patio.

¿Qué les dijiste? —preguntó Suso intrigado.

Pues que yo sólo me defendía, y que lo iba a seguir haciendo mientras hiciese falta. Que ningún profesor se había preocupado por ayudarme.

¡Bien hecho!

¡Me da tanta rabia! ¿Por qué lo hacen?

Hay muchos motivos, pero todos se reducen a uno: La herida.

Ahora recuerdo que me dijiste que nadie merecía manchase con la sangre de nadie. Quiero que me lo expliques, porque desde que me lo contaste, no he dejado de pensar en ello.

Todos en nuestra vida necesitamos dos cosas: lograr la conexión y evitar el rechazo. Hay niños que desde muy pequeños no tuvieron la conexión con sus padres. O bien, no los trataban bien; o bien, los ignoraban completamente todo el tiempo, ya sea por las prisas, ya sea porque ellos mismos también tenían ese vacío; o bien, los dejaban a su aire, sin darles pautas claras que les marcaran un rumbo. El caso es que esos niños han ido creciendo con una herida que tratan de ocultar. En el fondo saben que son débiles, y por eso, asumir el control y el poder sobre otros les hace sentirse fuertes. ¿Lo entiendes ahora?

Sí, más o menos. Pero no les tengo lástima porque hacen mucho daño.

Todavía estás muy dolido para sentir compasión por ellos. Cuando sanes tu herida, lo verás de otra forma.

Puede, no digo que no. ¿Sabes Suso?

Dime, Aníbal.

He venido porque quería verte y hablar contigo para contártelo todo. Pero también porque tengo que advertirte de algo —dijo Aníbal con preocupación.

¿Acaso crees que corro peligro, Aníbal? —preguntó Suso, mostrando una sonrisa condescendiente, mientras oteaba el rostro del muchacho.

No te rías, esto es grave. Los he oído hablar en el recreo con los grandes. Quieren quemar tu carrito y pegarte una paliza.

¡Ay, criaturas …! ¡Qué se le va a hacer! —Exclamó con resignación— Los esperaré para darles la bienvenida y recibirlos con todos los honores. Se ve que les ha llegado su momento…

Yo de ti, no bromearía. Uno de los grandes conoce a un tipo de una banda callejera. Tengo miedo por ti, Suso.

Pues espántalo a escobazos, Aníbal. No les tengo miedo, así que no lo tengas tú por mí. ¿Entendido muchacho? —le preguntó Suso con autoridad, elevando el tono de voz.

De acuerdo, Suso, pero prométeme que tendrás cuidado. Tengo que irme ahora. Hasta luego.

He dicho que no te preocupes. Ellos son los que deben tener cuidado. Adiós muchacho.

A la semana siguiente, mientras atardecía, Suso terminaba de recoger su carrito para irse. Ya iba a disponerse a empujarlo calle arriba, cuando los vio aparecer. No iban solos. Les acompañaban tres más: un joven que rondaría los 16 años y otros dos, más mayores, de mirada siniestra, que iban armados con porras.

Ahí está ese viejo asqueroso —señaló Marcos con la cara surcada por el odio.

Sí, aquí estoy. Llevaba tiempo esperándoos. Se ve que andabais ocupados buscando ayuda. Aquí me tenéis a mí y a mi carrito. Siempre a vuestro servicio. ¿Qué queréis, pequeñas alimañas?

Marcos empezó a resoplar como lo hace un búfalo antes de embestir. Estaba tenso y rojo. Con las mandíbulas tan contraídas que amenazaban con estallarle. Portaba un pequeño bidón de gasolina que apretaba con fuerza. Los grandullones, de cabeza rapada y llenos de tatuajes hasta el infinito, empezaron a blandir sus porras contra la palma de su otra mano. Lo hacían al compás y rítmicamente. Un sordo rumor despiadado condensó la atmósfera, tornándola cargada y densa. Suso los contemplaba sin inmutarse. Iban aproximándose sin prisas, acortando distancias en un lento ceremonial macabro. Cuando estuvieron a poco más de un metro del barrendero, uno de los “cabezas rapadas” profirió un grito salvaje:

¡Al ataque! Quemad el carrito. Después nos ocupamos del maldito viejo.

Suso se echó hacia atrás con pasos lentos, mostrando su intención de no huir. Se quedó a una distancia prudencial del carrito. Los grandullones dejaron paso a los cuatro muchachos para que tomasen la iniciativa. Marcos y su acompañante de mayor edad se adelantaron. Los otros dos chicos se arrepintieron y echaron a correr. Marcos los abroncó a voces:

Malditos traidores. Sois unos gallinas. Os la tengo jurada.

Déjalos, Marcos. Ya ajustaremos cuentas. No pueden romper el pacto. Venga, rocía el carrito.

Marcos obedeció. Se acercó al carrito y empezó a rociarlo por fuera, con cuidado, para no mancharse la ropa.

Marcos, tienes que rociar más y abrir la tapa para darle bien por dentro. Así arderá mejor —le aconsejó el joven de dieciséis años, mientras sacaba un encendedor largo de su mochila.

Marcos siguió las instrucciones y cuando terminó de empapar el carrito por dentro y por fuera, dejó el bidón en el suelo. Los grandullones se aproximaron. Querían disfrutar del espectáculo, más de cerca. Suso los seguía con la mirada mientras iba pensando: —Eso es, chicos, acercaros más—.

Ya iba el otro joven a prender fuego con el mechero cuando algo salió del carrito. Era una especie de remolino oscuro que iba haciéndose cada vez más grande. Los cuatro se quedaron paralizados, sin capacidad de reacción. Sus ojos lucían vacíos y atónitos. El torbellino fue rodeándolos. Un zumbido ensordecedor se apoderó de la atmósfera. Los dos jóvenes y los dos grandullones, en un reflejo instintivo taponaron sus oídos con las palmas de las manos mientras se agachaban. El torbellino los acorraló por completo hasta tragárselos. Todo ocurrió con la brevedad de un suspiro. Apenas hacía un instante había cuatro jóvenes, y ahora, sólo un carrito y un barrendero que había acabado con su jornada de trabajo. Suso se acercó al carrito mientras entonaba una vieja melodía, cerró su tapa, lo asió y empezó a empujarlo calle arriba como cada tarde.

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lunes, 16 de junio de 2025

El carrito de la limpieza (2): Transformación. Relato breve sobre Acoso Escolar



Segunda parte: Transformación.

Al día siguiente, mientras Suso entonaba una canción, escoba en mano, apareció Aníbal. Lo saludó tímidamente.

Hola, he venido porque me dijiste que podía pasarme por aquí para verte y hablar contigo.

Claro que sí, Aníbal, Me alegra verte tan pronto. Ven a la acera a sentarte conmigo y charlamos un rato. Me vendrá bien descansar un rato.

Se sentaron los dos. Suso rebuscó algo en el bolsillo izquierdo de su pantalón, y sacó un caramelo. Se lo ofreció a Aníbal.

¿Quieres? Es de tuttifruti.

Sí, gracias —aceptó cortésmente Aníbal mientras se sacaba un chicle de la boca.

¿Qué tal te ha ido esta mañana en el cole? ¿Te han molestado?

Esta mañana ha habido suerte. Los han castigado sin recreo.

Se lo habrán ganado a pulso. ¿Tienes amigos?

Sí, Bruno y Tomás.

¿A ellos también los molestan?

Sí, a todos…, pero conmigo se meten más —respondió Aníbal enterrando la mirada en el suelo.

¿Sabes? Ellos no son tu peor enemigo —Le dijo Suso tratando de sacarlo de su sopor.

¿Cómo? —reaccionó sorprendido Aníbal.

Sí, tu peor enemigo es tu miedo. Es lo que te hace huir cuando te persiguen, y agachar la cabeza cuando te acorralan. Y eso es justamente lo que quieren.

Es que me pegan y me dicen cosas horribles. Me hacen sentir…

¿Insignificante y miserable? —completó Suso.

Sí, algo así.

Dices: “Me hacen sentir”, pero el que siente eres tú. Tú eres el que acoge sus palabras y les das poder para que se te claven en el corazón, y te hagan sentir de esa manera.

¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Aníbal con los ojos abiertos como platos.

Mucho más de lo que crees, pero tienes que estar dispuesto. ¿Lo estás? —le preguntó Suso sin dejar de mirarlo a los ojos.

Estoy desesperado —le contestó el muchacho.

Sí, lo sé, pero eso no es suficiente.

¿Cómo? —preguntó Aníbal perplejo.

Pues que te hace falta algo más que estar desesperado para hacerle frente a tu miedo. ¿Cuánto tiempo llevas desesperado? ¿Te ha servido de algo?

No, de nada —contestó Aníbal bajando la mirada.

Y estás sólo en esto. Ni los profesores ni tus padres te respaldan, para ellos son sólo cosas de niños, y por eso, tú sólo tienes que encargarte.

Bueno, tú sí me quieres ayudar, ¿verdad?

Sí, yo quiero y estoy dispuesto, pero ¿y tú, lo estás? Sin ti no puedo hacer nada. Por eso, piénsatelo y vuelve cuando estés dispuesto. No me gusta perder el tiempo ni dar falsas esperanzas.

Sí, sí quiero. —le contestó Aníbal con determinación. Estoy harto, ya no quiero seguir así por más tiempo. Es cierto lo que me dices, estoy sólo en esto. Ni me llamo Caníbal ni soy una rata asquerosa. Se acabó.

Bien, esa es la actitud, ese es el tono.

¿Qué tengo que hacer?

Te voy a mandar deberes para casa. Escucha con atención muchacho. No me interrumpas mientras hablo. Si tienes dudas, me preguntas cuando termine. ¿Entendido?

Entendido.

Verás, aunque aún no lo creas, tú eres un ser muy poderoso. En el fondo todos lo somos, aunque por desgracia, muchos lo ignoran. Las palabras de los demás pueden estar cargadas de veneno, pero no pueden herirnos si nosotros no lo permitimos. Tenemos el poder de neutralizarlas en nuestro interior. Es como si activásemos una coraza invisible alrededor de nuestro corazón. Vamos a hacer un ejercicio práctico. ¿Estás preparado?

Sí, dime qué tengo que hacer —preguntó Aníbal con ojos cada vez más vivaces.

Vamos a activar tu coraza, Aníbal. Cierra los ojos, respira lenta y profundamente sintiendo como entra y sale el aire mientras respiras. Eso es, así…

Suso lo observaba mientras respiraba. Su rostro se iba tornando cada vez más relajado.

Ahora quiero que te imagines una coraza que va rodeando tu corazón hasta encerrarlo completamente. Cuando lo tengas, me avisas.

¡Ya! —exclamó Aníbal.

Bien, Aníbal, ahora ya no soy Suso, soy Marcos y me estoy acercando a ti para insultarte. Quiero hacerte daño.

Suso se erguió, contrajo su mandíbula y empezó a proferir insultos:

¡Rata asquerosa! Te comerías hasta tu madre. Gordo seboso de mierda, te voy a reventar tu panza de burro a patadas. Das asco con sólo mirarte. Eres un engendro andante.

Suso estuvo un buen rato lanzando insultos, cada vez más agresivos e hirientes, mientras buscaba atentamente en el rostro del chico señales que delatasen algún tipo de reacción. Lo veía totalmente concentrado, a ratos tenso. Cuando consideró que ya era suficiente, paró.

Ya puedes abrir los ojos. ¿Qué tal? ¿Cómo te has sentido?

Ufff…, he estado a punto de caer, pero me agarraba con más fuerza a mi coraza, y lograba resistir.

Estupendo, me alegro. Con ellos no te será tan fácil. Tienes que practicar mucho. Cuando llegues a casa, te metes en tu cuarto o donde nadie pueda interrumpirte. Recreas el escenario del patio de colegio, visualizas que se te acercan. En lugar de bajar la mirada o salir corriendo, quiero que te veas quedándote quieto, esperándolos y sosteniéndoles la mirada. Tus ojos son como un revólver. Apunta hacia ellos y concentra toda tu ira en el entrecejo, que la sientan. Vas a recibir sus insultos con tu coraza. Quiero que veas cómo rebotan sus palabras en ella. Regocíjate: Es el poder que va creciendo dentro de ti.

¿Y si me pegan? —preguntó preocupado Aníbal.

¿Qué crees que deberías hacer, Aníbal?

Pues defenderme.

Esa es la actitud. Tú no vas a entrar en sus provocaciones, respondiendo a sus insultos, ni vas a ir a agredirlos. Tú vas a defenderte porque es tu legítimo derecho como persona. Tu ira te ayudará a repeler sus golpes. Confía en ti.

¿Y si me riñen o me castigan por defenderme?

¿Tú quieres darte a respetar o ser un niño bueno traga-palizas?

No, no quiero seguir recibiendo palos —respondió con decisión Aníbal.

Me alegra oírte decir eso. Nadie merece mancharse con la sangre de otros.

¿Qué significa eso? —Preguntó Aníbal lleno de curiosidad.

Lo sabrás a su debido tiempo. Ya ha sido suficiente por hoy. Practica sin parar y actúa.

¿Cuándo vuelvo?

Cuando sientas que es el momento. Por ahora, ya sabes todo lo que tienes que saber.

Se despidieron. Pasaron los días, uno tras otro, envueltos en la alegría del bullicio primaveral. Aníbal surcaba los pensamientos de Suso. Confiaba en el chico. Tenía la certeza de que sabría manejar la situación. Lo había captado en sus ojos. No quería seguir siendo una víctima. Se alegraba por él. Todo, en la vida, comienza con una decisión. Aníbal había tomado la suya. Ahora sólo había que esperar.

Continuará...

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domingo, 15 de junio de 2025

El carrito de la limpieza (1): Encuentro. Relato breve sobre Acoso Escolar.

 


Parte primera: Encuentro.

Era una apacible tarde de primavera. Hacía una temperatura agradable y el aire desprendía la sutil fragancia de los naranjos en flor. La calle era un santuario de tranquilidad y calma. Se alternaban rítmicamente los cantos de los pájaros y el sonido de una escoba que se deslizaba sobre el pavimento. 

De repente, apareció un niño corriendo. Estaba asustado y buscaba un lugar donde esconderse. Suso lo miró y ladeó su cabeza. Como lo vio tan apurado, dejó de barrer y señaló con su mano izquierda hacia el lugar donde estaban los contenedores. El niño no se lo pensó y se refugió allí. 

Al rato, aparecieron tres niños de mirada hosca. A las claras se les notaba que buscaban al chico. Se adentraron en la calle y miraron por todas partes. Ya iban a acercarse a los contenedores cuando Suso los abordó:

Si buscáis algo, éste no es el sitio.

¿Cómo? —preguntó molesto y sorprendido el niño de menor altura, que parecía ser el que mandaba.

Lo que has oído, chico, o es que estás sordo. Aquí no hay nada más que mi escoba, mi carrito y yo. ¿O es que también estás ciego?

Vaya, vaya, vaya…Y yo que pensaba que sólo eras un estúpido barrendero, y resulta que nos has salido chulito —contestó despectivo el muchacho.

Marcos, vámonos, aquí no está. Ya lo encontraremos en otra parte —dijo otro de los niños, de mediana estatura, que llevaba una sudadera negra con capucha.

Cállate, Mario, nos iremos de aquí cuando yo lo diga. Este tío no me chulea —dijo con altanería Marcos mientras miraba desafiante a Suso.

Suso le sostuvo la mirada. Estaba tan familiarizado con este tipo de niños, que lidiar con ellos ya le resultaba aburrido. Siempre la misma historia, siempre la misma cantinela, siempre los mismos malos modos. Cambiaba el rostro, pero no el fondo.

Tíos, ¿qué hacemos? —preguntó el tercero, que parecía el más joven de los tres.

Suso, sin dejar de mantener la mirada, rompió el silencio:

Mirad, yo os diré lo que tenéis que hacer: vais y miráis detrás de los contenedores. Cuando veáis que no hay nadie, os marcháis con viento fresco. Tengo mucho trabajo por delante y no quiero más suciedad por hoy.

¡Viejo asqueroso! Te vas a tragar tus palabras. A mí nadie me dice lo que tengo que hacer. Y mucho menos con esa chulería. Me he quedado con tu cara, sé dónde encontrarte; volveremos a vernos y desearás no haberte cruzado con nosotros —le dijo amenazante Marcos mientras se daba la vuelta para irse. —¡Venga, vámonos! Ya encontraremos a esa rata en otro sitio.

Se fueron maldiciendo. Cuando los perdió de vista, Suso se acercó a los contenedores. Allí estaba el muchacho, acurrucado y temblando de miedo, con la cabeza hundida entre las piernas. Sin decir nada, dejó la escoba apoyada en la pared y se sentó a su lado.

Chico, ya se han ido. Puedes salir cuando quieras. —le dijo tratando de tranquilizarlo.

Lo sé. Les dijiste dónde estaba. Podrían haberme encontrado. —le respondió el niño sollozando.

Sí, lo hice para que se fueran. Nada mejor que decirle a alguien que haga algo para que no lo haga. No es la primera vez que van tras tuya, ¿verdad?

No —le contestó el muchacho levantando la cabeza para mirar a Suso. —En cuanto me ven por la calle, me persiguen para darme caza.

¿Cómo te llamas chico?

Me llamo Aníbal, aunque ellos me llaman Caníbal. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

Me llamo Suso. ¿Qué haces para defenderte de ellos?

Yo solo corro. En el cole me dicen que, si me pegan, se lo diga a un profesor; y mis padres, que no pegue a nadie.

Ya…, vamos que te niegan el derecho a defenderte. Pues vaya…, y tú serás muy obediente, ¿verdad?

Aníbal se encogió de hombros sin saber qué decir. Desde muy pequeño había aprendido que la mejor manera de no tener problemas era ser complaciente con los demás. Y ahora comprendía que no bastaba con ser un niño bueno.

Tengo miedo —dijo después de un buen rato. —Cuando me pillan me quedo paralizado.

Vaya…, ¿sabes? Eres más valiente de lo que crees. No cualquiera admite que tiene miedo. Mira, si quieres hablar, todas las tardes, sobre esta hora estoy por aquí. Puedes venir cuando quieras y echamos un rato. ¿Te parece bien?

Sí, de acuerdo. Me voy. Creo que ya andarán lejos —dijo Aníbal levantándose.

Hasta luego, Aníbal.

Hasta luego.

Suso siguió con su trabajo hasta que terminó con toda la calle. Pensó con ternura en Aníbal. Podría ser su nieto. Iba empujando el carrito cuando vio a lo lejos a tres niños corriendo detrás de un gato para darle caza. Agudizó su vista. Eran ellos, los mismos niños que, hacía apenas una hora, perseguían a Aníbal.

Segunda parte: Transformación

Tercera parte: Limpieza

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domingo, 8 de junio de 2025

El extrañísimo caso de las gallinas y las ancianas desaparecidas

 


A veces, las cosas pasan sin más. Da igual que no te las esperes, ocurren y ¡zas!… En un abrir y cerrar de ojos pueden poner tu vida patas arriba. Y eso es, justo, lo que me pasó a mí. Jamás olvidaré esa tarde. Una tarde que prometía ser de lo más aburrido, a pesar de tenerlo todo para ser perfecta: hacía una temperatura ideal y era viernes. Pero mis amigos, por aquellas inexplicables razones que los adultos llaman circunstancias, no estaban disponibles; así que, decidí encerrarme en mi cuarto para darme un atracón de lectura. No llevaba ni media hora leyendo cuando oí los nudillos de mi madre golpear la puerta.

Cariño, ¿qué estás haciendo? ¿Estás bien?

Sí …, mamá. Estoy leyendo.

Pero mi madre no era de las que desistían rápidamente, así que, tras unos instantes de silencio, abrió la puerta para hablar conmigo. Temía sus conversaciones. No había forma de escapar de ellas. Ella, tenía el don y la santa paciencia de atraparte con su retorcida dialéctica. Casi siempre, terminaba haciendo lo que ella quería tan sólo por no oírla. Dicen que ser padres es unas de las tareas más difíciles de la vida, pero créanme si les digo que tener una madre como la mía, también tenía lo suyo.

¡Ay, Daniel! Se me ocurre que ésta es una deliciosa tarde de primavera que no hay que desaprovechar.

Vale…, estoy leyendo. Estoy bien así.

Ya veo, ya…, pero ése es el problema: Que te encierras demasiado en ti mismo. Hay que salir, tomar el aire y disfrutar.

Es…que yo ya estoy disfrutando, y no salgo porque mis amigos no están. Quiero seguir leyendo, si no te importa…

Pues sí que me importa. Eres joven y la vida hay que aprovecharla, salir fuera y tomar el contacto con el exterior. A tu edad, ya me recorría todo el barrio yo solita.

Sí…ya me lo has dicho cientos de veces —le contesté ligeramente irritado.

Pero, como era de esperar, ella no se daba por vencida. Me levanté con la excusa de ir al baño. Al volver, allí seguía, al pie del cañón.

Daniel, a veces, las mamás tenemos que hacer cosas que no nos gustan. Es una gran responsabilidad la nuestra. Lo hacemos por vuestro bien.

Sí…, claro, como todo…Quiero seguir leyendo.

Y seguirás leyendo…, pero no ahora. Te vas a ir con la abuela. Hace un rato me ha llamado, y me ha preguntado por ti. No pasáis tiempo juntos, y eres su único nieto. Dentro de cinco minutos estará aquí, así que, ponte las zapatillas y péinate un poco esos pelos.

Se dio la vuelta sin darme siquiera tiempo para replicar. Así era mamá. Cuando tenía un plan para ti, nunca te lo decía de entrada. Se iba por las ramas hasta que al final te lo soltaba. Nunca podías negarte. Era implacable. Mi padre desistió hace mucho tiempo, pero yo, todavía, guardaba la ingenua esperanza de negarme.

Me levanté de la cama con desgana. Dejé mi novela con el marcador puesto, a un lado, y me calcé las zapatillas. Mientras las iba anudando, sentí agolparse dentro de mí una ira acumulada de años. Cada vez, la convicción de que mi madre disfrutaba fastidiándome, iba cobrando más fuerza.

A los cinco minutos, sonó el claxon de un coche. Era mi abuela que, venía a recogerme. Mi abuela, al contrario de ella, era una mujer adorable. En mi corazón, la sentía como mi verdadera madre. Yo sabía quién había maquinado el plan. Mamá disfrutaba enredando a todo el mundo. Se vanagloriaba de ser una estratega de las relaciones humanas. Dudo mucho que lo fuera. Si algo iba mal, lo terminaba por empeorar; y si iba bien, lo estropeaba. ¡Qué se le iba a hacer! Antes de ser inofensiva, era así.

Cogí el libro y lo metí en mi mochila, por si acaso. Bajé las escaleras y respondí con un leve gruñido a su despedida. Salí a la calle. Mi abuela me esperaba dentro del coche. Le di dos besos a través de la ventanilla, y me senté a su lado. Accionó el motor y el coche se puso en marcha. Como me sentía contrariado, iba muy callado, sin ganas de hablar.

Ha sido idea suya, ¿verdad?

Sí, yo quería quedarme en mi cuarto leyendo mi libro.

¡Ummm! ¡Qué le vamos a hacer! ¡Es una mujer incorregible! Y a estas alturas dudo mucho que cambie.

¿Has quedado con tus amigas? —pregunté con cierto recelo.

Sí, cariño. Ya había quedado con ellas cuando me llamó tu madre. Ella me insistió en que querías salir. De haberlo sabido, no las hubiese llamado, pero…

Ya…, —dije resignado—. ¿Por qué tienes unas amigas tan petardas?

¡Daniel! ¡No hables así de ellas! Pobres mujeres… no saben ser de otra manera. A cierta edad, si quieres compañía, las opciones son limitadas —afirmó, dando un hondo suspiro.

Pues yo prefiero mil veces estar sólo a tener que aguantar a cualquiera.

Ya…, lo dices porque eres joven y no estás sólo. La soledad es muy mala compañera, Daniel.

¿Dónde has quedado con ellas?

Como hace muy buena tarde, hemos quedado en la cafetería del parque. Nos sentaremos en la terraza, a que nos dé un poco el sol. Y pensándolo bien, así tendrás oportunidad para escaparte, si te resulta insoportable.

Me he traído mi libro, así que estaré entretenido.

¿Qué estás leyendo, Daniel?

—“Viaje al centro de la tierra”, de Julio Verne.

Me encanta ese libro. Ya casi estamos llegando. Ahora, ojo avizor, que hay que encontrar aparcamiento.

¡Abuela!, ¡allí! —exclamé con rapidez indicando con el dedo un espacio vacío.

¡Estupendo! Lo has encontrado a la primera.

Aparcó el coche tras numerosas maniobras, pues aparcar no era lo suyo. Cuando llegamos a la terraza, ya estaban sus tres amigas esperando.

¡Ay, Lucía! ¡Pero qué grande está tu nieto! Cada vez se parece más a su madre.

Lucía, la puntualidad no es lo tuyo. Por poco, no pillamos sitio.

¡Uy! ¡Qué buen mozo! Niño, ¿qué edad tienes ya?

Las tres hablaban a la vez, por lo que era agotador seguir el hilo y responderles; así que, delegué en mi abuela, y nos sentamos.

¡Qué buena tarde hace! Pues sí, Matilde, Daniel ha pegado un estirón. Ahora acaba de cumplir los 11; y no, no se parece en nada a su madre, si no a su abuelo, que en paz descanse. He llegado un poco tarde porque mi hija me llamó a última hora, y tuve que ir a recogerlo.

Se acercó el camarero, que era un joven alto y desgarbado, que se movía con desgana, arrastrando sus pies como un pesado fardo.

¿Señoras, ya están todas?

Sí, joven. A mí, me pones un descafeinado de máquina, con leche desnatada y sacarina, y un pastel de zanahoria —respondió la que parecía de mayor edad.

Ponme un café sólo extrafuerte, con un chorrito largo de anís. ¿Y tú, Daniel, qué quieres?

Pues yo… una coca cola y una bolsa de patatas fritas.

¿Y ustedes dos?

A mí, un descafeinado de sobre con sacarina, y un pepito.

Y a mí, una horchata glaseada y un pastelón cordobés.

Ok, anotado, señoras.

El camarero se fue, y yo me quedé a solas con mi abuela y sus tres amigas. Como quería ahorrarme sus preguntas, saqué mi libro para poner distancia entre ellas y yo. Pero era cuestión difícil abstraerse de su cháchara y dejar de oírlas. En esos momentos, deseé tener unos tapones en los oídos.

¡Míralo!, si parece que tiene la sangre de horchata. Es sobrino del Julio, pero con el garbo que tiene, éste no dura ni tres telediarios aquí —dijo Matilde.

Es joven, ya espabilará. Le queda toda una vida por delante —comentó mi abuela comprensiva.

la juventud está fatal. Se ve cada cosa… Oye, Daniel, ¿cómo vas con los estudios?

Levanté la vista del libro, molesto por la pregunta. Pero no me pillaba por sorpresa, porque sabía que, en cualquier momento, alguna sacaría el tema.

Bien —contesté con brevedad mientras volvía a refugiarme en la lectura.

Pues, mi nieta Andrea, sacó estas navidades unas notas muy buenas. Todo sobresaliente. Es muy lista. Mi hija me dice que es sacerdotá.

¡Superdotada, no sacerdotá! —le corrigió mi abuela, tratando de reprimir a duras penas la risa.

Bueno, como se llame eso. Daniel, ¿tú que notas sacaste?

Traté de hacerme el longui, pero fue en vano. Sentí el silencio y sus miradas clavarse en mí. pero, justo, llegó el camarero para salvarme del apuro. No es que me fuese mal en los estudios; es que odiaba hablar de ello.

Aquí tiene su café con anís; aquí, su descafeinado de máquina y el pastel de zanahoria; aquí, su descafeinado de sobre y su pepito; aquí, su horchata y su pastelón cordobés. Me falta la coca cola y las patatas; ahora vuelvo.

Los ojos de las abuelas se posaron golosos sobre sus viandas. La gula sació su curiosidad. Cuando el camarero volvió con mi pedido, ya se habían olvidado, por completo, de la pregunta. Conseguí concentrarme en la lectura. Estaba tan absorto que, no noté que, justo a nuestro lado, en la mesa que acababa de quedarse vacía, se sentaba un nutrido grupo de ocho ancianas. Como no tenían suficiente con una mesa, llamaron a gritos al camarero, para que les pusiera una mesa adicional. Ya estaban, cómodamente sentadas, y con sus pedidos anotados, cuando empezaron a hacer lo propio: cacarear.

Las amigas de mi abuela, pasaron a un segundo plano en lo que, a distracciones molestas se refiere. Yo intentaba acabar ese capítulo, que tanto mi interesaba, una y otra vez. Pero, mis esfuerzos por concentrarme eran en vano. No había manera. Aquellas mujeres competían entre ellas, por hacerse oír, las unas sobre las otras. La escalada de invasión acústica iba en aumento, por momentos. Reconozco que soy muy sensible a los ruidos, pero aquello era muy difícil de soportar. Tal era la cosa, que hizo enmudecer al resto de grupos que allí había. Sólo se las oía a ellas.

Traté de relajarme, pero sólo conseguía ponerme cada vez más tenso. Sentí la ira rugir en mi interior como un león desbocado. Mi corazón latía con tanta fuerza, que amenazaba con explotar. Mis músculos estaban rígidos como bloques de hielo. Sentí un calor abrasador en mi estómago, que iba subiendo hasta llegar a mi cabeza. El mundo entero se reducía a ellas. Fuera de ellas, nada existía. Mis sienes palpitaban con furia. Las odiaba con todo mi ser. Ese calor, a punto de fundirme, se concentró en ese punto del universo donde estaban ellas. Y de repente, entre ellas y yo: nada. Detonó una fuerte explosión en mi interior. Me sentí estallar en mil pedazos. A continuación: silencio y oscuridad, como si tiempo y espacio hubiesen colapsado.

Poco a poco, fui recobrando la conciencia de mis sentidos, y empecé a ver y oír. Todo era ruido, desconcierto y agitación. Se oían los cacareos de unas gallinas que correteaban alrededor de la mesa donde antes estaban aquellas odiosas señoras. Señoras que, por cierto, ya no estaban. Sólo quedaban sus abrigos y demás pertenencias. Se habían esfumado. El camarero se dirigió hacia las gallinas, con una escoba, para tratar de espantarlas. Todos los clientes contemplaban atónitos el espectáculo.

¿De dónde habrán salido esas gallinas? —preguntó Matilde.

¿Y las señoras que había al lado, dónde están? —preguntó mi abuela preocupada.

No me lo explico, pero si hace nada estaban allí —comentó otra de sus amigas.

Niño, ¿tú has visto algo?

No, no sé…, no he visto nada —contesté confundido.

El camarero pasó de atacar a las gallinas, a tener que defenderse de ellas. Eran implacables, se ensañaban con fiereza contra el pobre empleado. Las conté: eran ocho. Justo el mismo número que las abuelas desaparecidas. Pensé, “No puede ser. Demasiado increíble para ser verdad. Tiene que haber otra explicación”.

El camarero seguía defendiéndose. Lo picoteaban con saña. De repente, un gato de los que solían merodear por allí en busca de comida, apareció y se lanzó sobre ellas. La escena era dantesca: el camarero, las gallinas y el gato. Todos revueltos. Las gallinas huyeron despavoridas, y sólo quedaron enzarzados en la lucha, el camarero y el gato. El camarero, ahora, se defendía del gato que, a su vez, también, se defendía del camarero. En un momento de desesperación, el joven consiguió deshacerse del gato propinándole un puntapié. Lo lanzó a unos metros, y el gato salió disparado. Ni rastro de las gallinas, ni rastro del gato, ni rastro de las señoras mayores. Sólo quedaron un camarero bien magullado y dos mesas fantasma.

En la terraza, no se hablaba de otra cosa. Todos trataban de encontrar una explicación al extraño suceso. Las amigas de mi abuela, no fueron una excepción. No les inquietaba tanto la aparición de las gallinas, como la desaparición de las ancianas.

No me salía la voz del cuerpo. Me sentía extraño, suspendido en el vacío. La guardia civil acudió allí para investigar la desaparición de las señoras. Interrogaron a todos los clientes. No pude decirles gran cosa porque, en realidad, no vi nada; sólo sentí, y eso, en este mundo no cuenta.

Al día siguiente, como era sábado, estábamos desayunando mi padre, mi madre y yo en la cocina. Mi madre encendió el televisor, y allí se abrió paso la noticia con el siguiente titular: “El extraño caso de las gallinas y las ancianas desparecidas”. Mi padre se quedó conmocionado; mi madre, llena de curiosidad.

Pobres ancianas…, ¿qué habrá sido de ellas? ¡ojalá que las encuentren! —dijo mi padre con pesar.

¿De dónde saldrían esas gallinas? ¿Qué hacían allí? —preguntó mi madre en voz alta, con su acostumbrada sensibilidad—. Oye Dani, ¿esa no es la terraza adonde fuiste ayer con la abuela? Tú estabas allí, en ese momento. ¿Qué viste?

Nada, no vi nada —respondí con brevedad, pues no quería hablar de ello.

¿Cómo que nada? ¡Estabas allí! ¡Tuviste que ver algo! —insistió incrédula.

Pues no fui el único que no vio nada. Pregunta a la abuela si quieres.

¡Ya lo creo que lo haré! Porque tú… ¡menuda caraja llevas encima! Bueno, apago este trasto. Ya hemos visto suficiente, y no aclaran nada. Además…, tengo una buena noticia para ti, Daniel.

¿Ah sí? —pregunté con desinterés, temiéndome lo peor. Nunca me gustaron sus noticias.

Pues… —dijo tratando de alargar la expectación— que este verano te vas con los boys scouts.

¿Cómo? ¿Qué? —pregunté desesperado— no, no voy a ir. Ya tengo mis planes.

¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles? ¿Encerrarte en tu cuarto con tus libros? —preguntó con un sarcasmo hiriente.

¡Pues sí! ¡Eso mismo! —le respondí con una determinación desconocida en mí—. estaba harto de ella y sus maquinaciones metomentodo.

¡Vaya…! ¡Qué lástima! —exclamó adoptando una burda muesca burlona—. Pues vas a tener que posponer tus planes porque ya estás apuntado.

Sus palabras fueron como una bala. Se me incrustaron en el corazón, que se me hizo de hielo. Empecé a odiarla con todo mi ser. No era mi madre, era una alimaña. Tan fría, tan dura, tan desdeñosa, tan vacía… Otra vez, la ira desbocada; el corazón latiendo al borde del estallido; el calor abrasador concentrándose en mi nuca. Ella y yo a solas, envueltos en la nada. La explosión arrasándolo todo. Silencio, oscuridad, vacío. Perdí la noción del tiempo. Cuando volví en mí, ella ya no estaba. Busqué con la mirada a mi padre, tampoco estaba. Traté de reunir las pocas fuerzas que me quedaban para salir del estado de aturdimiento. Me costaba mover los músculos. Poco a poco, con un esfuerzo titánico, logré recuperar la movilidad. Traté de llamarlo, pero no me salía la voz del cuerpo. Tambaleante, me dirigí hacia el salón. Lo encontré sentado en el sofá. En su regazo tenía un bonito pavo real, que acariciaba con ternura.

No te preocupes, cariño, te cuidaremos siempre —le decía mi padre al animal.

Papá …, yo…solo… —acerté a balbucear consternado.

Lo sé, Daniel. No te sientas mal. Estaremos bien. La cuidaremos. Nos las sabremos apañar. ¿Quieres acariciarla?

No sé, papá. ¿Y si me da un picotazo? —Le pregunté desconfiado.

¡Ah, no! ¡Ahora es inofensiva! ¿Verdad, cariño? —le preguntó mi padre mientras la miraba—Se dejará querer, tócala sin miedo.

Me acerqué cauteloso, y coloqué mi mano extendida sobre su cuerpo de plumas. Ella me miró con sus ojos redondos, y se dejó acariciar. Era suave y cálida como una caricia…

@ana.escritora.terapeuta



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