El tenderete (1): la llegada
Se
levantó, cogió su abrigo y su sombrero y salió del despacho. Hacía
una mañana espléndida de primavera. Caminaba tranquilo, sin prisas.
A su paso iba saludando a sus vecinos. Al doblar la calle, se internó
en la plaza y vio el destartalado puestecillo. Se acercó, y nada más
llegar, el hombrecillo lo recibió con honores:
—Buenos
días, un hombre de porte tan elegante no puede menos que ser el
alcalde. ¿En qué puede servirle un humilde servidor? ¿Viene a por
más notas?
—Emmmm...
puede ser… —admitió titubeante, pues se sentía ridículo,
mientras miraba hacia un lado u otro para comprobar si alguien lo
había visto.
—Entiendo…,
tome —le dijo el hombrecillo, al tiempo que, le pasaba con
discreción dos tacos de notas—. ¿Cree que tendrá suficiente con
éstos?
—Ummm…,
puede… —le contestó Mateo al recogerlos, carraspeando un poco
para darse importancia.
—¿Puede
un servidor, servirle en algo más? —le preguntó el tendero con
gesto algo teatral.
—¡Sí!
—le contestó con firmeza Mateo—. Mi aguacil habrá puesto en su
conocimiento que es de obligado cumplimiento para montar un puesto
ambulante en la plaza, la correspondiente solicitud del mismo,
acompañada del abono de la correspondiente tasa.
Mateo
se irguió todo lo que pudo para imbuir su mensaje de toda su
autoridad. Se sentía satisfecho de su parrafada. De pequeño, le
premiaban en el cole por juntar tantas palabras seguidas, y de manera
tan pomposa, para decir algo que muchos despachaban con una sencilla
frase. Se creía todo un maestro consumado en el arte de la oratoria.
Le gustaba oírse a sí mismo. La realidad era bien distinta: sus
vecinos no soportaban sus arengas. Él notaba que se mostraban
inquietos y con ganas de marcharse en cuanto empezaba a abrir la
boca, pero lo achacaba a la envidia y a la poca cultura. Lo había
anotado en una de las notas.
—¡Aja!
¡Entendido! ¿Algo más, su señoría?
—No,
eso es todo —respondió el alcalde satisfecho de haber ejercido su
autoridad.
El
día transcurrió a un ritmo frenético. Unos iban y otros venían.
Todos impelidos por la necesidad de verter sus quejas, que parecían
no dejar de crecer. El hombrecillo no daba abasto. Tuvo que sacar
cajas y más cajas, tacos y más tacos, pues no había suficiente
para tanta queja. Una señora mayor, Lourdes, lo miró de forma
compasiva.
—Le
estamos dando mucha faena, ¿verdad?
—Es
mi trabajo y estoy más que acostumbrado. No me quejo.
—¿En
todos sitios es como aquí? —preguntó curiosa.
—Ya
lo creo que sí. La queja es un vicio muy querido y extendido,
señora.
—¿Ha
comido algo? —No, pero no se preocupe por mí. En serio, estoy
bien.
Lourdes
lo miró y sintió ternura por aquel extraño hombrecillo. Dejó su
taco sin estrenar a un vecino que se estaba impacientando en la cola,
y se fue a su casa. Al regresar, vio que la cola se había disuelto.
Llevaba una canastilla con un bizcocho, una botella de agua y unas
piezas de fruta en su interior.
—No
voy a irme de aquí si no aceptas lo que te traigo —Le dijo con
rotundidad.
—Bueno,
si se pone así, lo acepto. Muchas gracias, Lourdes. ¿Quiere
llevarse otro taco? Acabo de sacar más.
—¿Cómo
sabe que me llamo Lourdes? En ningún momento le he dicho mi nombre
—preguntó Lourdes con recelo.
—Me
has pillado —admitió el hombrecillo—. En realidad, lo sé todo
de vosotros.
—¿Es
un agente del gobierno?
—¿Del
gobierno? —se sorprendió medio riendo el hombrecillo—. En
absoluto. Digamos que soy un servidor del Universo, igual que usted,
igual que todos, solo que no lo saben. Insisto, ¿se lleva otro taco?
Ahora no hay gente, pero me temo que no tardaran en volver.
—No,
no lo quiero. Ayer me di cuenta de lo estúpido que resulta quejarse.
No quiero volver a quejarme nunca más. Si necesita algo, cualquier
cosa, incluso un lugar donde refugiarse a la noche, mi casa es la
última de la calle que gira a la izquierda, el número 7.
—De
acuerdo, muchas gracias, Lourdes.
—Antes
de irme, me gustaría conocer su nombre.
—Es
de justicia, Lourdes. Me llamo Salvador.
—Bonito
nombre. Adiós, Salvador, que tenga un buen día.
—Adiós,
Lourdes, encantado de volver a verte y muchas gracias por tu
amabilidad.
Al
día siguiente, los vecinos de Valdevaquerilla estaban consternados:
el puesto y el hombrecillo habían desparecido. La plaza lucía
desierta, como de costumbre. Como no tenían otro sitio donde acudir
a quejarse, fueron al ayuntamiento. El alcalde no daba crédito. Se
había marchado sin despedirse y sin pedir la licencia, y, encima, se
había llevado todas las quejas de sus vecinos, incluidas las suyas
propias. ¡Menuda desfachatez la suya! El enfado y el descontento
iban calentando el ambiente.
—¡Podemos
denunciarlo! —propuso Anastasio, uno de los vecinos más mayores
del lugar.
—¿Con
qué cargos y con qué datos? ¿Estafa? —preguntó Mateo con aire
socarrón.
—¿Cómo?
—preguntó Matilda, que era una de las mujeres que lo cazaba todo
al vuelo y que tenía una de las lenguas más afiladas del pueblo—
¿de modo que ha montado el puesto sin licencia?
El
alcalde se arrepintió, en el acto, de no haber ocultado ese detalle.
No sabía cómo salir del atolladero. Sus habilidades de oratoria se
quedaron en el trastero. Todos los vecinos lo miraban furiosos. Nunca
antes, habían estado tan de acuerdo. Mateo sentía en sus carnes
todas las quejas del pueblo. Isidoro, fiel a su cargo, acudió en su
defensa:
—Mientras
ibais a quejaros al puesto, ninguno de vosotros os preocupasteis por
la licencia, así que, ahora, id a quejaros con viento fresco afuera.
¡Fuera, he dicho! —exclamó con una autoridad inusual en él,
pues se veía en la necesidad de socorrer al alcalde.
Los
vecinos se fueron a debatir sobre el asunto a la plaza del pueblo.
Todos discutían a la vez, sin escucharse los unos a los otros. Como
era de esperar: no sacaron nada en claro, pero se despacharon a
gusto. Pusieron a parir al hombrecillo y al alcalde. Incluso, alguno
insinuó denunciar al alcalde por trato de favor e incumplimiento del
reglamento. Estaban tan afanados en su protesta que no advirtieron la
aparición de Lourdes. Al ver que no había manera de hacerse notar,
se sentó en un banco a observarlos. Después de un buen rato de
contemplación, Luciana, la mujer que regentaba la única tienda de
comestibles del pueblo, reparó en ella.
—Lourdes,
¿y tú qué piensas? ¡Se ha llevado todas nuestras quejas! A saber…
lo que hará con ellas. Y el alcalde lo ha permitido.
Lourdes
la sonrió condescendiente y, aprovechando que todas las miradas
estaban puestas en ella, se levantó y se dirigió al grupo:
—Tengo
noticias para vosotros de Salvador, el hombre del puesto.
Todos
esperaron ansiosos sus palabras. Lourdes no tenía prisas y
disfrutaba de la expectación creada. Así que, después de
mantenerlos en vilo durante unos instantes que les parecieron eternos
a sus vecinos, se decidió a hablar:
—También
tengo noticias para el alcalde. Salvador me ha dicho que tenéis que
estar juntos para oírlas.
—¿Y
cómo sabemos que no te lo estás inventando? —preguntó Matilda
con la sospecha surcando sus ojillos.
—Ya
me advirtió, Salvador. Podéis creerme o no. Estáis en vuestro
derecho y es vuestra decisión. No gano nada con esto.
—¿Y
cómo sabes su nombre? ¿Eh? —prosiguió Matilda.
—Muy
sencillo, se lo pregunté y me lo dijo.
—Pues
yo vi desde mi ventana que ella se acercó al puesto a darle cosas
—dijo Anastasio.
—Sí,
así es. Fui la única que se preocupó por conocer su nombre y
ofrecerle hospitalidad. ¿Y…? ¿Queréis saber lo que me dijo o me
marcho?
Todos
se quedaron callados y pensativos. En estas que llegó el alcalde
acompañado de Isidoro. Uno de los vecinos había acudido al
ayuntamiento a darle el aviso. Mateo aprovechó la ocasión para
recobrar su socavada autoridad. Ésta vez fue escueto y directo.
—Lourdes,
di todo lo que te ha dicho el hombre del puesto.
Los
vecinos se extrañaron de oírlo hablar sin adornos. Pero, en esos
momentos, lo importante era lo que Lourdes tenía que decirles, así
que aguardaron impacientes.
—Bien,
me ha dicho que se ha ido porque ya ha terminado su trabajo en este
pueblo. Habéis agotado a buen ritmo todos los tacos, así que ha
partido a otro lugar.
—Pues…
—le interrumpió Avelina—. Delante de mí dijo que había barra
libre para las quejas, así que no me cuadra.
—Sí,
así era: barra libre para las quejas, pero no para los tacos. Cuando
se acabasen los tacos, su trabajo terminaba aquí.
—Pues
eso es muy tramposo. Nos ha engañado. Nos lo podía haber dicho
—protestó Luisi.
—No,
él no os ha engañado, vosotros sí os habéis engañado.
—La
culpa la tienes tú —acusó Luisi con el dedo a Carmina—. Te he
visto cómo acaparabas los tacos para ti y tu marido.
—¿Yo?
—preguntó Carmina escandalizada—. La envidia que me tienes te
envenena. No soportas que sea la mujer del alcalde.
Los
vecinos miraron a Carmina y a su marido con desconfianza y recelo.
Sus mentes acariciaron la idea de que el alcalde y su mujer, podrían
haber utilizado su posición de poder para atesorar más tacos de
notas que nadie. La cosa tenía pinta de ponerse muy fea, de no ser
porque Lourdes intervino para zanjar el asunto.
—¡Basta
ya de tantas tonterías! ¡Todos habéis sido avariciosos con los
tacos! ¿Sigo con lo que me ha dicho que os diga o dejo que os matéis
entre vosotros?
Los
vecinos se callaron y dejaron hablar a Lourdes.
—Son
dos cosas: Una nota escrita para el alcalde, y una propuesta para que
os sigáis quejando a gusto. Empiezo por la nota. ¿Alguien que sepa
leer bien y que no sea el alcalde?
—Sí,
yo —se ofreció el aguacil, al tiempo que, se acercaba a Lourdes
para recoger la nota.
Isidoro
carraspeó un poco para aclarar su voz y comenzó a leer:
Antes de nada: mis disculpas al alcalde por no despedirme ni solicitar la licencia para el puesto.
Soy como la hierba que brota sin pedir permiso: un humilde servidor del
Universo, no sujeto a las normas de las instituciones creadas por el hombre.
Por una parte, vecinos de Valdevaquerilla, debéis estarle agradecidos a
vuestro alcalde por no haberme desalojado de la plaza.
De no ser por él, no hubiéseis podido quejaros con el gusto que lo habéis hecho. Así que dejad de
acusarlo injustamente.
Por otra parte, en vista de la demanda de quejas, os hago una propuesta a través
de Lourdes. Espero que la disfrutéis.
Un saludo de vuestro humilde servidor: Salvador.
Los
vecinos y el alcalde acogieron las palabras de Salvador y se
sintieron satisfechos por la explicación, aunque inquietos por lo
que Lourdes tenía que decirles a continuación.
—Bien,
Salvador os ofrece la posibilidad de que vuestras quejas sean
escuchadas por los mejores oídos. ¿Estáis dispuestos?
Los
vecinos asintieron con la cabeza y esperaron a que siguiese
contándoles, pero Lourdes les hizo el ademán de que la siguieran.
Así fue como todos en comitiva la siguieron hasta un descampado
donde había una tapia. Lourdes se volvió hacia ellos y les dijo:
—Aquí
es. Ahora, de uno en uno, id detrás del muro y entregad vuestras
quejas.
Los
vecinos se mostraron entre ansiosos y desconcertados. Querían dar el
paso, pero ninguno se atrevía. Después de un tiempo de indecisión,
el alcalde sintió que tenía que ser él quien se adelantase, así
que les habló a sus vecinos para tener su aprobación. Los vecinos
acordaron, por unanimidad, que fuese él quien se acercase primero.
El
alcalde respiró hondo y fue tras la tapia. Lo que vio tras ella lo
dejó atónito, sin palabras y por supuesto, sin quejas. Detrás del
muro había un espléndido burro con una corona de cartón. Tras él,
un cartel que rezaba: “Deposite sus quejas ante las mejores orejas.
El Universo tomará nota”. Delante del burro había un sillón con
una nota en la que se leía: “Siéntase, relájese y quéjese a
gusto. Éste es su trono”.
Cuando
el alcalde volvió, no parecía el mismo. No dijo nada, y cedió el
turno a sus vecinos. Uno a uno vivió la experiencia. A partir del
entonces, Valdevaquerilla no volvió a ser el mismo pueblo. Nadie
volvió a quejarse nunca más. El pueblo se hizo próspero y creció
en habitantes. En su plaza erigieron una gran estatua de un burro de
grandes orejas que llevaba una corona, con una inscripción que
rezaba: “Las mejores orejas para la queja”.
ANA
CRISTINA GONZÁLEZ ARANDA
@ana.escritora.terapeuta.
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