viernes, 18 de julio de 2025

El dedo acusador : relato breve sobre rumores y traiciones.


El dedo acusador : relato breve sobre rumores y traiciones.

¿De qué trata este relato corto?

Este cuento narra la vida de Candela, una mujer que desde niña obtiene poder al señalar a los demás...

 

Candela Peñas tenía un vicio desde pequeña: le encantaba señalar con su dedo. Se chivaba de todo y de todos. Era un pequeño sabueso a la caza de pequeños delitos. Ya su abuela se lo decía: “ese dedo será tu perdición”. Pero Candela lograba cosas, la mejor de todas: atención.

En el colegio, los niños se cuidaban de ella. Una mañana, Carlitos se atrevió a esconder sus tijeras detrás de una maqueta. Creía que había pasado desapercibido. Lo único que quería era evitar recortar, cosa que odiaba. Llamó a la maestra con cara de preocupación.

—Seño, no encuentro las tijeras…

—¡Otra vez! ¡Carlos!, tienes que ser más cuidadoso con tus cosas. A ver…, Sara, cuando termines de recortar, le pasas tus tijeras a Carlos.

El dedo de Candela surcó el aire como un rayo.

—¿Qué pasa, Candela?

—Yo sé dónde tiene las tijeras. Las ha escondido detrás de la maqueta. ¡Lo he visto!

—¡Carlos! Ve a recoger las tijeras y no vuelvas a hacerlo.

Carlos, con la cabeza gacha y los pies a rastras se dirigió a la maqueta con una vergüenza que no le cabía dentro. Odió a Candela con todas sus fuerzas.

Candela fue creciendo y su dedo siguió señalando, pero se rodeó de sutileza. Pequeños descalabros y acusaciones la hicieron ser más cauta. Si quería ser bien vista entre sus iguales, tenía que encontrar otras formas menos evidentes.

Pasó de acusar ante los profesores a señalar entre sus compañeros. Se mostraba observadora y cauta en palabras, oyendo a unos y a otros, sin destacar. Cuando encontraba algo suculento, entonces pasaba a la acción. Una vez fijada la víctima, en su ausencia empezaba a murmurar y sacar fuera de contexto lo que había dicho: retorcía, desdecía y añadía cosas.

Para entonces lo que había comentado quien quiera que fuese ya no tenía nada que ver con lo que había dicho. Ya era un rumor que corría deslenguado y retorcido de una punta a otra. La persona afectada se sentía desconcertada por la corriente de miradas recelosas y el vacío que se encontraba a su paso.

Carla se encontró con Candela y sufrió su picadura. No sabía quién ni por qué conspiraba contra ella. Había dicho algo en apariencia inofensivo que fue captado como una oportunidad:
—No me gusta la nueva forma de vestir de Andrea —dijo—. Me encantaba cómo vestía antes, pero ahora, no sé por qué ha cambiado tanto.

No dijo más. El comentario se quedó en el aire como a la espera de disolverse por insignificante, pero unas manos diestras lo tomaron para tejer una tela de araña.

Minutos más tarde, a Andrea le llegó aderezado con veneno:
—No quiero meterme en problemas, te lo digo para que sepas con quién andas. Carla va riéndose a tus espaldas por la ropa que llevas. Me cuesta decírtelo, pero… dice que pareces una buscona.

El veneno surcó en el corazón de Andrea y sus allegadas, expandiéndose al resto de la clase.

Carla se convirtió, a ojos de sus compañeros, en una criticona con lengua de serpiente. Empezaron a evitarla y a rodearla de silencios.

Andrea no sería la última, Candela seguía escalando puestos y encontrando víctimas a su paso. Con los años fue perfeccionando su técnica. Lo mejor es que ella parecía tan inofensiva, tan calladita, tan respetuosa que nadie se apercibía de su dedo letal.

Pasaron los años. Ya no era una joven sino una mujer adulta con hijos. No había cesado en su vicio, sino que seguía puliéndolo.

Un día estaba lanzando un dardo para dar de lleno a una madre que se había atrevido a decir algo osado.

Tenía sobre ella esa mirada plena que tanto gustaba, se deslizaba como una araña sobre la expectación colgada al hilo de sus palabras. Sentía la euforia de la dopamina recorrer los circuitos de su cerebro.

—No es por meterme donde no me llaman, pero he oído acusaciones muy graves en boca de una de las madres…

Su éxtasis no le permitió apreciar las vibraciones…

¡Zas! No había ni terminado la frase cuando su dedo se irguió y la señaló con furor acusatorio. Candela con un esfuerzo que la sobrepasaba, trató de echarlo hacia atrás, pero fue en vano. Su interlocutor, la delegada de clase, la miraba atónita. La escena era grotesca: una madre luchando contra su propio dedo, que parecía cobrar vida propia. Parecía que se había vuelto loca.

Candela se rindió. En ese momento su dedo se calmó y volvió a ser una parte más de su cuerpo, sujeto a control voluntario. No terminó la frase, se despidió llena de vergüenza y se fue a su casa. Allí, rodeada de la intimidad de su hogar, una frase detonó en su cerebro:

Niña, ese dedo será tu perdición

Y por primera vez, entendió que era verdad.

 ¿Qué te hizo sentir esta historia?

¿Has vivido situaciones similares? ¿Qué opinas del personaje de Candela? Os leo en comentarios.

@ana.escritora.terapeuta.

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domingo, 13 de julio de 2025

El tenderete (2): El desenlace. Relato irónico y con crítica social sobre las quejas y las ofensas.

 


El tenderete (1): la llegada

Se levantó, cogió su abrigo y su sombrero y salió del despacho. Hacía una mañana espléndida de primavera. Caminaba tranquilo, sin prisas. A su paso iba saludando a sus vecinos. Al doblar la calle, se internó en la plaza y vio el destartalado puestecillo. Se acercó, y nada más llegar, el hombrecillo lo recibió con honores:

Buenos días, un hombre de porte tan elegante no puede menos que ser el alcalde. ¿En qué puede servirle un humilde servidor? ¿Viene a por más notas?

Emmmm... puede ser… —admitió titubeante, pues se sentía ridículo, mientras miraba hacia un lado u otro para comprobar si alguien lo había visto.

Entiendo…, tome —le dijo el hombrecillo, al tiempo que, le pasaba con discreción dos tacos de notas—. ¿Cree que tendrá suficiente con éstos?

Ummm…, puede… —le contestó Mateo al recogerlos, carraspeando un poco para darse importancia.

¿Puede un servidor, servirle en algo más? —le preguntó el tendero con gesto algo teatral.

¡Sí! —le contestó con firmeza Mateo—. Mi aguacil habrá puesto en su conocimiento que es de obligado cumplimiento para montar un puesto ambulante en la plaza, la correspondiente solicitud del mismo, acompañada del abono de la correspondiente tasa.

Mateo se irguió todo lo que pudo para imbuir su mensaje de toda su autoridad. Se sentía satisfecho de su parrafada. De pequeño, le premiaban en el cole por juntar tantas palabras seguidas, y de manera tan pomposa, para decir algo que muchos despachaban con una sencilla frase. Se creía todo un maestro consumado en el arte de la oratoria. Le gustaba oírse a sí mismo. La realidad era bien distinta: sus vecinos no soportaban sus arengas. Él notaba que se mostraban inquietos y con ganas de marcharse en cuanto empezaba a abrir la boca, pero lo achacaba a la envidia y a la poca cultura. Lo había anotado en una de las notas.

¡Aja! ¡Entendido! ¿Algo más, su señoría?

No, eso es todo —respondió el alcalde satisfecho de haber ejercido su autoridad.

El día transcurrió a un ritmo frenético. Unos iban y otros venían. Todos impelidos por la necesidad de verter sus quejas, que parecían no dejar de crecer. El hombrecillo no daba abasto. Tuvo que sacar cajas y más cajas, tacos y más tacos, pues no había suficiente para tanta queja. Una señora mayor, Lourdes, lo miró de forma compasiva.

Le estamos dando mucha faena, ¿verdad?

Es mi trabajo y estoy más que acostumbrado. No me quejo.

¿En todos sitios es como aquí? —preguntó curiosa.

Ya lo creo que sí. La queja es un vicio muy querido y extendido, señora.

¿Ha comido algo? —No, pero no se preocupe por mí. En serio, estoy bien.

Lourdes lo miró y sintió ternura por aquel extraño hombrecillo. Dejó su taco sin estrenar a un vecino que se estaba impacientando en la cola, y se fue a su casa. Al regresar, vio que la cola se había disuelto. Llevaba una canastilla con un bizcocho, una botella de agua y unas piezas de fruta en su interior.

No voy a irme de aquí si no aceptas lo que te traigo —Le dijo con rotundidad.

Bueno, si se pone así, lo acepto. Muchas gracias, Lourdes. ¿Quiere llevarse otro taco? Acabo de sacar más.

¿Cómo sabe que me llamo Lourdes? En ningún momento le he dicho mi nombre —preguntó Lourdes con recelo.

Me has pillado —admitió el hombrecillo—. En realidad, lo sé todo de vosotros.

¿Es un agente del gobierno?

¿Del gobierno? —se sorprendió medio riendo el hombrecillo—. En absoluto. Digamos que soy un servidor del Universo, igual que usted, igual que todos, solo que no lo saben. Insisto, ¿se lleva otro taco? Ahora no hay gente, pero me temo que no tardaran en volver.

No, no lo quiero. Ayer me di cuenta de lo estúpido que resulta quejarse. No quiero volver a quejarme nunca más. Si necesita algo, cualquier cosa, incluso un lugar donde refugiarse a la noche, mi casa es la última de la calle que gira a la izquierda, el número 7.

De acuerdo, muchas gracias, Lourdes.

Antes de irme, me gustaría conocer su nombre.

Es de justicia, Lourdes. Me llamo Salvador.

Bonito nombre. Adiós, Salvador, que tenga un buen día.

Adiós, Lourdes, encantado de volver a verte y muchas gracias por tu amabilidad.

Al día siguiente, los vecinos de Valdevaquerilla estaban consternados: el puesto y el hombrecillo habían desparecido. La plaza lucía desierta, como de costumbre. Como no tenían otro sitio donde acudir a quejarse, fueron al ayuntamiento. El alcalde no daba crédito. Se había marchado sin despedirse y sin pedir la licencia, y, encima, se había llevado todas las quejas de sus vecinos, incluidas las suyas propias. ¡Menuda desfachatez la suya! El enfado y el descontento iban calentando el ambiente.

¡Podemos denunciarlo! —propuso Anastasio, uno de los vecinos más mayores del lugar.

¿Con qué cargos y con qué datos? ¿Estafa? —preguntó Mateo con aire socarrón.

¿Cómo? —preguntó Matilda, que era una de las mujeres que lo cazaba todo al vuelo y que tenía una de las lenguas más afiladas del pueblo— ¿de modo que ha montado el puesto sin licencia?

El alcalde se arrepintió, en el acto, de no haber ocultado ese detalle. No sabía cómo salir del atolladero. Sus habilidades de oratoria se quedaron en el trastero. Todos los vecinos lo miraban furiosos. Nunca antes, habían estado tan de acuerdo. Mateo sentía en sus carnes todas las quejas del pueblo. Isidoro, fiel a su cargo, acudió en su defensa:

Mientras ibais a quejaros al puesto, ninguno de vosotros os preocupasteis por la licencia, así que, ahora, id a quejaros con viento fresco afuera. ¡Fuera, he dicho! —exclamó con una autoridad inusual en él, pues se veía en la necesidad de socorrer al alcalde.

Los vecinos se fueron a debatir sobre el asunto a la plaza del pueblo. Todos discutían a la vez, sin escucharse los unos a los otros. Como era de esperar: no sacaron nada en claro, pero se despacharon a gusto. Pusieron a parir al hombrecillo y al alcalde. Incluso, alguno insinuó denunciar al alcalde por trato de favor e incumplimiento del reglamento. Estaban tan afanados en su protesta que no advirtieron la aparición de Lourdes. Al ver que no había manera de hacerse notar, se sentó en un banco a observarlos. Después de un buen rato de contemplación, Luciana, la mujer que regentaba la única tienda de comestibles del pueblo, reparó en ella.

Lourdes, ¿y tú qué piensas? ¡Se ha llevado todas nuestras quejas! A saber… lo que hará con ellas. Y el alcalde lo ha permitido.

Lourdes la sonrió condescendiente y, aprovechando que todas las miradas estaban puestas en ella, se levantó y se dirigió al grupo:

Tengo noticias para vosotros de Salvador, el hombre del puesto.

Todos esperaron ansiosos sus palabras. Lourdes no tenía prisas y disfrutaba de la expectación creada. Así que, después de mantenerlos en vilo durante unos instantes que les parecieron eternos a sus vecinos, se decidió a hablar:

También tengo noticias para el alcalde. Salvador me ha dicho que tenéis que estar juntos para oírlas.

¿Y cómo sabemos que no te lo estás inventando? —preguntó Matilda con la sospecha surcando sus ojillos.

Ya me advirtió, Salvador. Podéis creerme o no. Estáis en vuestro derecho y es vuestra decisión. No gano nada con esto.

¿Y cómo sabes su nombre? ¿Eh? —prosiguió Matilda.

Muy sencillo, se lo pregunté y me lo dijo.

Pues yo vi desde mi ventana que ella se acercó al puesto a darle cosas —dijo Anastasio.

Sí, así es. Fui la única que se preocupó por conocer su nombre y ofrecerle hospitalidad. ¿Y…? ¿Queréis saber lo que me dijo o me marcho?

Todos se quedaron callados y pensativos. En estas que llegó el alcalde acompañado de Isidoro. Uno de los vecinos había acudido al ayuntamiento a darle el aviso. Mateo aprovechó la ocasión para recobrar su socavada autoridad. Ésta vez fue escueto y directo.

Lourdes, di todo lo que te ha dicho el hombre del puesto.

Los vecinos se extrañaron de oírlo hablar sin adornos. Pero, en esos momentos, lo importante era lo que Lourdes tenía que decirles, así que aguardaron impacientes.

Bien, me ha dicho que se ha ido porque ya ha terminado su trabajo en este pueblo. Habéis agotado a buen ritmo todos los tacos, así que ha partido a otro lugar.

Pues… —le interrumpió Avelina—. Delante de mí dijo que había barra libre para las quejas, así que no me cuadra.

Sí, así era: barra libre para las quejas, pero no para los tacos. Cuando se acabasen los tacos, su trabajo terminaba aquí.

Pues eso es muy tramposo. Nos ha engañado. Nos lo podía haber dicho —protestó Luisi.

No, él no os ha engañado, vosotros sí os habéis engañado.

La culpa la tienes tú —acusó Luisi con el dedo a Carmina—. Te he visto cómo acaparabas los tacos para ti y tu marido.

¿Yo? —preguntó Carmina escandalizada—. La envidia que me tienes te envenena. No soportas que sea la mujer del alcalde.

Los vecinos miraron a Carmina y a su marido con desconfianza y recelo. Sus mentes acariciaron la idea de que el alcalde y su mujer, podrían haber utilizado su posición de poder para atesorar más tacos de notas que nadie. La cosa tenía pinta de ponerse muy fea, de no ser porque Lourdes intervino para zanjar el asunto.

¡Basta ya de tantas tonterías! ¡Todos habéis sido avariciosos con los tacos! ¿Sigo con lo que me ha dicho que os diga o dejo que os matéis entre vosotros?

Los vecinos se callaron y dejaron hablar a Lourdes.

Son dos cosas: Una nota escrita para el alcalde, y una propuesta para que os sigáis quejando a gusto. Empiezo por la nota. ¿Alguien que sepa leer bien y que no sea el alcalde?

Sí, yo —se ofreció el aguacil, al tiempo que, se acercaba a Lourdes para recoger la nota.

Isidoro carraspeó un poco para aclarar su voz y comenzó a leer:

Antes de nada: mis disculpas al alcalde por no despedirme ni solicitar la licencia para el puesto.

Soy como la hierba que brota sin pedir permiso: un humilde servidor del 

Universo, no sujeto a las normas de las instituciones creadas por el hombre.

Por una parte, vecinos de Valdevaquerilla, debéis estarle agradecidos a

vuestro alcalde por no haberme desalojado de la plaza. 

De no ser por él, no hubiéseis podido quejaros con el gusto que lo habéis hecho. Así que dejad de 

acusarlo injustamente.

Por otra parte, en vista de la demanda de quejas, os hago una propuesta a través

de Lourdes. Espero que la disfrutéis. 

Un saludo de vuestro humilde servidor: Salvador.

Los vecinos y el alcalde acogieron las palabras de Salvador y se sintieron satisfechos por la explicación, aunque inquietos por lo que Lourdes tenía que decirles a continuación.

Bien, Salvador os ofrece la posibilidad de que vuestras quejas sean escuchadas por los mejores oídos. ¿Estáis dispuestos?

Los vecinos asintieron con la cabeza y esperaron a que siguiese contándoles, pero Lourdes les hizo el ademán de que la siguieran. Así fue como todos en comitiva la siguieron hasta un descampado donde había una tapia. Lourdes se volvió hacia ellos y les dijo:

Aquí es. Ahora, de uno en uno, id detrás del muro y entregad vuestras quejas.

Los vecinos se mostraron entre ansiosos y desconcertados. Querían dar el paso, pero ninguno se atrevía. Después de un tiempo de indecisión, el alcalde sintió que tenía que ser él quien se adelantase, así que les habló a sus vecinos para tener su aprobación. Los vecinos acordaron, por unanimidad, que fuese él quien se acercase primero.

El alcalde respiró hondo y fue tras la tapia. Lo que vio tras ella lo dejó atónito, sin palabras y por supuesto, sin quejas. Detrás del muro había un espléndido burro con una corona de cartón. Tras él, un cartel que rezaba: “Deposite sus quejas ante las mejores orejas. El Universo tomará nota”. Delante del burro había un sillón con una nota en la que se leía: “Siéntase, relájese y quéjese a gusto. Éste es su trono”.

Cuando el alcalde volvió, no parecía el mismo. No dijo nada, y cedió el turno a sus vecinos. Uno a uno vivió la experiencia. A partir del entonces, Valdevaquerilla no volvió a ser el mismo pueblo. Nadie volvió a quejarse nunca más. El pueblo se hizo próspero y creció en habitantes. En su plaza erigieron una gran estatua de un burro de grandes orejas que llevaba una corona, con una inscripción que rezaba: “Las mejores orejas para la queja”.

ANA CRISTINA GONZÁLEZ ARANDA

@ana.escritora.terapeuta.

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sábado, 12 de julio de 2025

El tenderete (1): La llegada. Relato irónico y con crítica social sobre las quejas y las ofensas.

 


Era un día como otro cualquiera. Nada parecía salirse del guion. La gente hacia lo esperado, lo que había aprendido desde que tenía uso de razón. Todos como pequeñas hormiguitas en sus puestos, afanándose en el día a día con su lista de quehaceres sin fin. Por eso, ese extraño puesto salido de la nada, en medio de la plaza del pueblo, llamó enseguida la atención de sus habitantes. Como estaba solitario, nadie se atrevía a aproximarse. Lo miraban con recelo y curiosidad. Sólo era un pequeño tenderete, tras el cual había un peculiar hombrecillo que vestía de forma un tanto estrafalaria con una túnica multicolor y un turbante dorado.

Lo que más intrigaba a todos era un cartel donde se leía: “Se aceptan quejas y ofensas”. Tuvo que pasar más de dos horas para que alguien se decidiera dar el paso y acercarse. Lo hizo Avelina, una de las viejas más osadas y cotillas del pueblo. Nada más llegar, le preguntó al tendero:

Y aquí ¿qué se vende?

Nada —le contestó divertido el hombrecillo exhibiendo una blanca sonrisa salpicada de huecos—. Sólo se admiten quejas y ofensas.

Uy, qué raro. ¿Y qué se gana con eso?

¿Liberarse de sus quejas para siempre? ¿Le gustaría, señora?

¿Eso es posible? —preguntó Avelina con desconfianza— No sé, no lo veo claro. ¿Qué hay que hacer?

Todo es posible, señora. ¿Ves estos tacos de notas? Pues tome tantos como necesite y escriba en ellos sus quejas y ofensas. Todas cuantas se les ocurra. No hay límites.

No sé escribir…

Eso no es un problema, señora. Usted coge una nota y le dice una queja en voz alta. La queja quedará registrada.

¡Ah! ¿Sí? ¿Tan fácil?

Sí, tan fácil y tan rápido. Es rapi-fácil y facili-rapi. Está chupado para usted. Sólo una queja por nota. Cuando las tenga listas, vuelve por aquí y me las trae. ¿Entendido?

¿Y qué me dará a cambio? —preguntó Avelina que no se mostraba del todo convencida.

Nada, por mi parte. El trato es entre usted, señora, y el Universo.

¡O sea, que puedo ganar algo! —exclamó Avelina con cierto brillo en sus ojillos.

Señora, toda causa tiene un efecto, y todo efecto tiene una causa.

¡Guau! ¡Vaya galimatías! No entiendo ni papa, pero, como es gratis, por probar no pierdo nada. Peor de lo que ya estoy, no me voy a quedar. ¡No señor! Y quién sabe…, sólo hay que hablarles a las notas. ¡Venga! Deme unas cuantas, que lo mismo hasta me sienta bien.

Tome, ¿tendrá suficiente con dos tacos? —le preguntó el hombrecillo mientras le daba dos tacos de notas.

¿Puedo venir a por más, si lo necesito? —preguntó Avelina para cerciorarse.

¡Faltaría más! Todas las veces que quiera y todos los tacos que necesite. Aquí siempre invita la casa. ¡Barra libre de quejas y ofensas! —exclamó el hombrecillo haciendo una gesticulación teatral, al tiempo que, extendía las palmas de sus manos hacia el cielo.

Vale, ya me voy yo más tranquila.

Señora, una cosa antes de irse. Cuando vuelva con las quejas, haga el favor de depositarlas en este buzón —dijo el mercader señalando una pequeña caja de cartón con una ranura.

Vaya…, yo pensaba dárselas a usted. ¿Cómo sabrá las que son mías?

El Universo todo lo sabe, señora. No se preocupe usted por eso. De mil amores, se las recogería, pero lo más seguro es que esté muy ocupado con sus vecinos.

Poco a poco, la gente fue acercándose. Primero con timidez hasta que, goteo a goteo, la confianza se abrió paso entre los lugareños. Había cierto júbilo en el ambiente. Todos querían hablar a la vez, por lo que el tendero tuvo que establecer turnos. Al cabo de una hora, ya había pasado casi todo el pueblo por allí, pues era un pueblo muy pequeño.

Todos se fueron llevando sus tacos de notas con la promesa de volver para depositarlos en el buzón. Algunos, incluso, se miraban entre ellos con recelo. Pascual, el panadero, iba renegando entre dientes:

Fijo que el Estanislao me pone una queja. “El desgracia'o ese me la tiene jur'á. 'Pos mira que me adelanto yo 'pa ponérsela”.

Pues a mí, seguro que me la pone la Luisi. No me quita el ojo de encima. ¡La envidia que es muy mala! —exclamó una mujer robusta de unos cincuenta años que se llamaba Carmina, y que era la mujer del señor alcalde.

Los habitantes de Valdevaquerilla, una vez pasaron por el puestecillo, volvieron a sus quehaceres con la mente puesta en el negocio de las quejas. De haber habido un barómetro que las midiese, ese día habría batido records de infarto.

El alcalde no era ajeno al rumor que se extendió por Valdevaquerilla. Como era un hombre con un férreo sentido del deber, a pesar de que sentía curiosidad, no se movió de su puesto. Hizo lo propio: mandar a Isidoro Contreras, el único aguacil del pueblo.

Cuando Isidoro Contreras llegó al puesto, apenas había un par de curiosos merodeando así que, fue directo al extraño hombrecillo.

Por orden de la máxima autoridad, le hago saber que necesita una licencia para montar un puesto ambulante. ¿La tiene?

¡AY! ¡Vaya! ¡Ya topamos con la autoridad y sus normas! Pues no, no la tengo, y lo sabes; así que, ahórrate las ceremonias. Y de paso, le das saludos al alcalde de mi parte, y le dices que aquí estoy para lo que necesite y mande: a su disposición y servicio —le dijo el hombrecillo mientras le hacía una cómica genuflexión, a modo de reverencia.

Isidoro se quedó sin palabras. No estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones y se sentía confundido. Después de un rato de lucha interna, logró vislumbrar una salida.

Vaya al ayuntamiento, solicite una licencia y pague la tasa. Yo mismo le rellenaré la inscripción.

De acuerdo, pero antes de marcharse con las manos vacías. Tome esto —le dijo el hombrecillo, mientras le daba dos tacos de notas—. Uno para usted, y otro para el Ilustrísimo Señor Alcalde.

¿Papeles en blanco? No gracias, tenemos muchos en el ayuntamiento.

No, no son papeles en blanco. Son notas para recoger quejas y ofensas. ¿Acaso, usted no las tiene?

¿Notas?

No, quejas y ofensas.

Pues… —dijo rascando su cabeza—como todo el mundo, supongo…

¡Ajá! Supone bien. Entonces, tome su taco y el del alcalde. Cuando los llenen, los traen aquí y los depositan en ese buzón. Una queja por nota. Si necesitan más, vienen a por más.

Isidoro cogió los dos tacos sin mucho convencimiento. Desde muy pequeñito le habían enseñado que era de mala educación no aceptar lo que te ofrecían con amabilidad. Y él, era un hombre muy obediente. Volvió al ayuntamiento para informar al alcalde.

Bien, cuéntame. ¿Qué vende? —preguntó el alcalde mientras se echaba un caramelo de menta en la boca.

Pues no sé decirle… Creo que no vende nada. Regala tacos de notas para anotar quejas y ofensas.

¿En serio? ¡Es lo más absurdo y disparatado que he oído en mi vida! ¿Has puesto en su conocimiento el requerimiento de solicitar una licencia para montar un puesto ambulante, Isidoro? —le preguntó Mateo, pues así se llamaba el acalde, mientras lo miraba inquisitivamente a los ojos.

Sí, mi señor. Así lo he hecho, pero…

Pero… ¿qué? Ha dicho que vendrá a solicitarla, ¿verdad? ¿No es así, Isidoro?

Podría ser… No me ha dicho ni que sí ni que no. Me ha dado esto —dijo el aguacil, sacando los dos tacos de notas de su cartera—: uno es para usted, y otro, para mí.

¿Papeles? ¿Y para qué se supone que queremos papeles? —preguntó entre sobresaltado y extrañado Mateo.

Dice que para que anotemos nuestras quejas y ofensas. Lo que usted me diga, señor. ¿Quiere que lo desaloje de la plaza?

No, hombre, no seas bruto. Todavía tenemos que darle algo de tiempo para que venga a hacer la solicitud. Además…, ¡para una vez que pasa algo en este pueblo…! —exclamó Mateo con la mirada perdida.

Bueno, si no hay nada más por lo que se me requiera, me retiro a mi puesto —dijo Isidoro a modo de despedida. Esperó un rato a que el alcalde le contestase y, como vio que estaba en otro mundo, se marchó en silencio a sus asuntos.

    La mente de Mateo vagaba muy lejos en el tiempo. Visitaba las imágenes que poblaban sus anhelos y deseos de juventud. Él siempre se imaginó viviendo en la gran ciudad, con un puesto político de los buenos. Esos que ameritan un gran despacho y reconocimiento social. Se veía elegante, bien trajeado y ocupándose de cuestiones importantes. Pero… Lucas, ese trepa malnacido, le quitó el sitio. Tenía un padrino con más poder, y él, con su enorme valía, quedó relegado a ejercer de alcalde de un pueblucho como el de Valdevaquerilla. Era pensarlo y crisparse, ya tenía los puños fuertemente contraídos cuando una mosca empezó a rondarle. Al principio, ofuscado como estaba, pensando en la cara odiosa de Lucas no le prestó atención y la ignoró. La mosca tomó confianza y se volvió atrevida. Trató de espantarla con la mano, como se hace cuando se tienen malos pensamientos, pero la mosca empezó a merodearle con más insistencia.

    Mateo, tuvo que abandonar sus deseos de venganza para otra ocasión. Se dirigió hacia el mueble aparador, y tomó un spray insecticida con el que roció sin piedad a la osada mosca. Tras consumar el asesinato, se sintió mareado, y abrió la ventana para que el aire renovase la intoxicada atmósfera del despacho.

    Se sentó aturdido y contrariado en su sillón y puso las manos sobre el escritorio. Sus ojos se posaron sobre el taco de notas. Observó que el aguacil se había llevado el suyo. Pensó en cogerlo y, al mismo tiempo, pensó en no cogerlo. Tras unos momentos de indecisión, se decidió a tomar el taco de notas. Pensó, “Total, del aburrimiento no hay quien te saque, Mateo…”

    Abrió el primer cajón de su escritorio, sacó su preciada estilográfica montblanc y se enfrentó al blanco inmaculado de las notas. Empezó a escribir. Al principio tenía que pararse a pensar lo que escribía, pero llegó un momento en el que parecía que la estilográfica iba sola. Terminó de llenar todas las notas en un periquete. Miró el reloj. Habían pasado sólo 5 minutos desde que empezó a escribir. “Caray, pues sí que tengo quejas acumuladas de años. Me faltan más notas…”, pensó. Iba a llamar a Isidoro, pero cambió de idea. Le sentaría bien dar un paseo y estirar las piernas.

El tenderete (2): el desenlace

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sábado, 5 de julio de 2025

Desaparecida


Era una mañana lúcida para Andrea. Se sentía feliz y radiante por dentro. Se vistió sin pretensiones y salió a caminar por un sendero. Quería sentir la caricia de los primeros rayos de sol sobre su piel y la brisa del amanecer sobre su rostro. El mar de color dorado se extendía a un lado y otro como una invitación a la calma. Oía los trinos de las aves que surcaban el cielo. Caminó ligera y consciente de cada uno de sus pasos.

De vuelta, decidió pasarse por el supermercado y comprar una baguette de pan para el desayuno. Estaba en la sección de panadería cuando fue abordada por una de sus vecinas, Carmen. Andrea la escuchó atentamente mientras Carmen la entretenía con su cháchara.

Las palabras surgían como un torrente atropellado invadiendo el espacio. Al principio salían nítidas y luego iban juntándose unas y otras hasta formar una amalgama confusa. Andrea quería salir de allí, pero la locuacidad de su vecina le disparaba a quemarropa. No había tregua para la despedida.

El aturdimiento empezó a hacer mella en su cuerpo. Las piernas, primero temblorosas, luego frágiles. Hacía rato que ya no escuchaba. Solo un zumbido, un eco, un remolino que giraba sobre sí mismo. Su mente se tiñó de fatiga y un sudor frío empapó su piel. Poco a poco, sin saber cómo, se fue desvaneciendo en el aire. Sus contornos se difuminaron como una nube cuando se dispersa hasta desaparecer por completo. Como si nunca hubiera estado, como si fuera aire. Sus dedos se fundieron con el espacio, el aire la atravesó, sus pies se volvieron volátiles.

Pero Carmen no tenía ojos para ver sino oídos para escucharse. Disparaba palabras que borraban cualquier vestigio de presencia. Tan entretenida estaba en su monólogo que casi se sobresaltó al sentir un toque sobre su hombro. Se giró y se topó con su hermana, que la miraba extrañada.

—¿Qué haces, Carmen? ¿Por qué estás hablando sola?

—¿Yo? —preguntó tomada por la sorpresa— Con Andrea, ¿no la ves?

—Carmen, ¡estás hablando sola! No hay nadie a tu lado.

Carmen se giró desconcertada hacia el sitio donde situaba a su contertulia y sus ojos se encontraron con un vacío que la heló por dentro. Sintió miedo y vergüenza al mismo tiempo. No quiso mirar a su alrededor. Un pensamiento la sacudió como un latigazo mental: “¿No será que estoy loca?”

Su hermana la tomó del brazo. Con toda la discreción de la que pudo armarse, se la llevó de allí. De fondo, se oía un rumor que se extendía como un oleaje creciente en un mar de cuchicheo y miradas punzantes.

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sábado, 28 de junio de 2025

La tienda de las excusas usadas

 


Mateo sentado en su pupitre clavaba las pupilas en la hoja en blanco. Sus manos se retorcían por debajo de la mesa. De un momento a otro, caería la sentencia. Oía retumbar sobre el piso los tacones de la seño Matilde. Se sabía presa antes de ser oteada. Su corazón se estremecía como en una pista de autos locos.

Por alguna extraña razón, la seño aquel día lo había dejado para el final. Pasó varias veces a su lado, lo miró de soslayo y lo sobrepasó sin detenerse. Mateo quería terminar la agonía cuanto antes. Sentir el golpe seco de sus palabras sobre su nuca y su mirada glacial. Pero tuvo que esperar.

—Mateo, dame tu excusa de hoy.

—Yo… es que…

—¡No me digas que te has quedado sin excusas!

Mateo tragó saliva. Tenía en mente decirle que su perro se había comido la página y que quedó tal mal que tuvo que arrancarla del cuaderno. Pero se le atascaba en la garganta. No le salía.

—De acuerdo. Te quedas sin recreo. Quiero que me escribas una buena excusa. Que tenga una extensión mínima de 100 palabras y que me la pueda creer.

Mateo se quedó a solas en el aula. El número 100 retumbaba en su mente como un eco maldito. Él era un niño de acción. Ese número asociado a la cantidad de palabras era una montaña de escalada imposible.

Fuera se oía el bullicio de los niños que trotaban en la explanada de cemento del patio. El sol se colaba por las ventanas y se posaba osado sobre su pupitre. Mateo extendió sus manos para recibir su calor. Un recuerdo se coló en su mente. Tita Greta le comentó una vez que para encontrar una buena excusa había que ir a la tienda de las excusas usadas. Justo ahora necesitaba una, y de las buenas.

Cerró sus ojos y se esforzó por imaginar, pero no resultó. “Vaya castigo”, pensó, “de todas formas estoy perdido”. Mateo se dio por rendido antes de empezar a escalar. Comenzó a explorar con los ojos los rincones de la clase. Cuando menos se lo esperaba se topó con algo fuera de lugar. Al lado de la estantería donde solían colocar sus materiales escolares, vio una puertecita verde diminuta. Le extrañó porque había mirado millones de veces antes y nunca la había visto. Pero, ¿qué puede importarle esa diminuta cuestión a un condenado?

Se levantó y se dirigió hacia la puertecilla. La empujó hacia dentro y entró gateando hacia su interior. Una vez dentro, después de acomodar su vista a la penumbra, se encontró frente a un largo mostrador tras el cual había una señora mayor con gafas gruesas. La estancia olía a nuevo y a papel como una tienda de libros.

—¿Vienes a por una buena excusa? ¿Verdad?

—Pues sí. Pero no tengo dinero para pagarla —admitió desesperanzado.

—Lo único que hace falta es que tengas una necesidad. ¿La tienes?

—Sí…

—Vale, dime motivo y extensión en palabras.

Mateo empezó a hablarle a la mujer como si la conociera de toda la vida. A medida que iba hablando, la carga que llevaba encima empezaba a aligerarse. Cada vez le importaba menos su castigo y la sentencia. Se sentía más alto, más fuerte. Le daba igual si salía de allí sin excusas, ya no las necesitaba.

La mujer lo escuchaba con atención sin anotar nada. De vez en cuando le acompañaba en su relato con una sonrisa.

—Bien, Mateo, ya tengo todo lo que necesito. No hace falta que me digas más.

Se desplazó hacia una especie de caja registradora que había sobre el mostrador, giró la palanca hacia detrás y hacia delante. Tras numerosos clics, la caja devolvió un folio escrito.

Mateo recibió con una sonrisa en sus ojos el escrito y lo dobló.

—Gracias.

—Gracias a ti, joven. Es momento de que te marches. Falta poco para que toque el timbre.

Mateo volvió otra vez hacia la pequeña puerta verde y salió a su clase. Se sentó en su silla y esperó a que sonase el timbre. Un sonido metálico rugió en el edificio. Los niños empezaron a entrar de forma ordenada. La seño Matilde los siguió hasta la clase.

Una vez que se sentaron, les mando una nueva tarea. Después se dirigió hacia el pupitre de Mateo. Tomó el folio con sus manos y se dispuso a leerlo:

<< Hay un montón de excusas usadas: mi perro se comió el folio, mi madre se dejó la llave dentro de casa y hasta que no vino mi padre, a la noche, no pudimos entrar, etc… pero en realidad no necesito ninguna. No lo hice porque escribir no es lo mío, porque no le veo sentido a hacer una redacción sobre un tema que no me interesa nada. Lo siento, pero ni puedo ni quiero ir contra mí mismo. Si quiere castígueme, déjeme sin recreo, mándeme cien redacciones de cien palabras que no haré o preocúpese por lo que me motiva de verdad>>

Los ojos de la seño Matilde parpadeaban inquietos mientras iban recorriendo las líneas del folio. Cuando terminó de leer, lo dejó sobre su mesa sin decir nada. Se fue hacia su tarima y Mateo se quedó en su pupitre. Como se aburría, tomó su cuaderno y empezó a dibujar un día sin paredes.

@ana.escritora.terapeuta

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martes, 17 de junio de 2025

El carrito de la limpieza (3): Limpieza. Relato breve sobre Acoso Escolar.


Primera Parte: Encuentro.

Segunda Parte: Transformación.

Tercera parte: Limpieza.

A las tres semanas, el chico volvió. Suso lo observaba mientras se acercaba. Parecía otra persona. Caminaba diferente, con seguridad, con la cabeza bien alta y los hombros erguidos.

Cuánto me alegra verte, Aníbal. Ya no eres el mismo que se fue de aquí hace unas semanas.

Y todo, gracias a ti, Suso.

De eso nada. Tú decidiste dar el paso y yo solo te di el empujoncito. Has tenido el coraje y las agallas para hacerle frente a tus miedos. Has crecido Aníbal.

Tú me dijiste, qué tenía que hacer y cómo.

Cierto, pero tú lo hiciste. No olvides eso. He conocido a niños que se han dejado pisotear. Algunos, incluso, renunciaron a su vida. Cuéntame cómo fue todo. Quiero escucharlo. Sentémonos en la acera.

Se fueron al lado de los contenedores. Suso se sentó. Aníbal prefirió estar de pie para sentirse más libre en sus movimientos mientras le narraba su historia. Era la primera vez que tenía algo valioso que contar.

Estuve practicando varios días, pues Marcos no fue al cole. Al tercer día, cuando apareció, se le veía con ganas de bronca nada más colocarse en la fila. Me miró con esos ojos tan odiosos, le sostuve la mirada y él se sonrió. Cuando salimos al recreo, sabía que iban a venir por mí. No saqué ni el bocadillo porque quería estar alerta. Se me acercaron, rodeándome mientras me decían todas esas cosas: gordo, rata asquerosa y demás insultos. Yo los miraba sin bajarles la mirada y con el entrecejo fruncido. Como veían que no bajaba los ojos, empezaron a ponerse más agresivos, y se acercaron a pegarme. No te puedo decir lo que me pasó, pero sentí una furia incontrolable, y empecé a pegar golpes y arañar con todas mis fuerzas. Nunca había sentido tanta fuerza dentro de mí. Sus golpes no me hacían daño y sus palabras me resbalaban. Perdí la noción del tiempo. Tuvieron que venir los profesores a separarnos. Me llevaron al despacho del Director, llamaron a mi madre y me pusieron un parte por participar en una pelea de patio.

¿Qué les dijiste? —preguntó Suso intrigado.

Pues que yo sólo me defendía, y que lo iba a seguir haciendo mientras hiciese falta. Que ningún profesor se había preocupado por ayudarme.

¡Bien hecho!

¡Me da tanta rabia! ¿Por qué lo hacen?

Hay muchos motivos, pero todos se reducen a uno: La herida.

Ahora recuerdo que me dijiste que nadie merecía manchase con la sangre de nadie. Quiero que me lo expliques, porque desde que me lo contaste, no he dejado de pensar en ello.

Todos en nuestra vida necesitamos dos cosas: lograr la conexión y evitar el rechazo. Hay niños que desde muy pequeños no tuvieron la conexión con sus padres. O bien, no los trataban bien; o bien, los ignoraban completamente todo el tiempo, ya sea por las prisas, ya sea porque ellos mismos también tenían ese vacío; o bien, los dejaban a su aire, sin darles pautas claras que les marcaran un rumbo. El caso es que esos niños han ido creciendo con una herida que tratan de ocultar. En el fondo saben que son débiles, y por eso, asumir el control y el poder sobre otros les hace sentirse fuertes. ¿Lo entiendes ahora?

Sí, más o menos. Pero no les tengo lástima porque hacen mucho daño.

Todavía estás muy dolido para sentir compasión por ellos. Cuando sanes tu herida, lo verás de otra forma.

Puede, no digo que no. ¿Sabes Suso?

Dime, Aníbal.

He venido porque quería verte y hablar contigo para contártelo todo. Pero también porque tengo que advertirte de algo —dijo Aníbal con preocupación.

¿Acaso crees que corro peligro, Aníbal? —preguntó Suso, mostrando una sonrisa condescendiente, mientras oteaba el rostro del muchacho.

No te rías, esto es grave. Los he oído hablar en el recreo con los grandes. Quieren quemar tu carrito y pegarte una paliza.

¡Ay, criaturas …! ¡Qué se le va a hacer! —Exclamó con resignación— Los esperaré para darles la bienvenida y recibirlos con todos los honores. Se ve que les ha llegado su momento…

Yo de ti, no bromearía. Uno de los grandes conoce a un tipo de una banda callejera. Tengo miedo por ti, Suso.

Pues espántalo a escobazos, Aníbal. No les tengo miedo, así que no lo tengas tú por mí. ¿Entendido muchacho? —le preguntó Suso con autoridad, elevando el tono de voz.

De acuerdo, Suso, pero prométeme que tendrás cuidado. Tengo que irme ahora. Hasta luego.

He dicho que no te preocupes. Ellos son los que deben tener cuidado. Adiós muchacho.

A la semana siguiente, mientras atardecía, Suso terminaba de recoger su carrito para irse. Ya iba a disponerse a empujarlo calle arriba, cuando los vio aparecer. No iban solos. Les acompañaban tres más: un joven que rondaría los 16 años y otros dos, más mayores, de mirada siniestra, que iban armados con porras.

Ahí está ese viejo asqueroso —señaló Marcos con la cara surcada por el odio.

Sí, aquí estoy. Llevaba tiempo esperándoos. Se ve que andabais ocupados buscando ayuda. Aquí me tenéis a mí y a mi carrito. Siempre a vuestro servicio. ¿Qué queréis, pequeñas alimañas?

Marcos empezó a resoplar como lo hace un búfalo antes de embestir. Estaba tenso y rojo. Con las mandíbulas tan contraídas que amenazaban con estallarle. Portaba un pequeño bidón de gasolina que apretaba con fuerza. Los grandullones, de cabeza rapada y llenos de tatuajes hasta el infinito, empezaron a blandir sus porras contra la palma de su otra mano. Lo hacían al compás y rítmicamente. Un sordo rumor despiadado condensó la atmósfera, tornándola cargada y densa. Suso los contemplaba sin inmutarse. Iban aproximándose sin prisas, acortando distancias en un lento ceremonial macabro. Cuando estuvieron a poco más de un metro del barrendero, uno de los “cabezas rapadas” profirió un grito salvaje:

¡Al ataque! Quemad el carrito. Después nos ocupamos del maldito viejo.

Suso se echó hacia atrás con pasos lentos, mostrando su intención de no huir. Se quedó a una distancia prudencial del carrito. Los grandullones dejaron paso a los cuatro muchachos para que tomasen la iniciativa. Marcos y su acompañante de mayor edad se adelantaron. Los otros dos chicos se arrepintieron y echaron a correr. Marcos los abroncó a voces:

Malditos traidores. Sois unos gallinas. Os la tengo jurada.

Déjalos, Marcos. Ya ajustaremos cuentas. No pueden romper el pacto. Venga, rocía el carrito.

Marcos obedeció. Se acercó al carrito y empezó a rociarlo por fuera, con cuidado, para no mancharse la ropa.

Marcos, tienes que rociar más y abrir la tapa para darle bien por dentro. Así arderá mejor —le aconsejó el joven de dieciséis años, mientras sacaba un encendedor largo de su mochila.

Marcos siguió las instrucciones y cuando terminó de empapar el carrito por dentro y por fuera, dejó el bidón en el suelo. Los grandullones se aproximaron. Querían disfrutar del espectáculo, más de cerca. Suso los seguía con la mirada mientras iba pensando: —Eso es, chicos, acercaros más—.

Ya iba el otro joven a prender fuego con el mechero cuando algo salió del carrito. Era una especie de remolino oscuro que iba haciéndose cada vez más grande. Los cuatro se quedaron paralizados, sin capacidad de reacción. Sus ojos lucían vacíos y atónitos. El torbellino fue rodeándolos. Un zumbido ensordecedor se apoderó de la atmósfera. Los dos jóvenes y los dos grandullones, en un reflejo instintivo taponaron sus oídos con las palmas de las manos mientras se agachaban. El torbellino los acorraló por completo hasta tragárselos. Todo ocurrió con la brevedad de un suspiro. Apenas hacía un instante había cuatro jóvenes, y ahora, sólo un carrito y un barrendero que había acabado con su jornada de trabajo. Suso se acercó al carrito mientras entonaba una vieja melodía, cerró su tapa, lo asió y empezó a empujarlo calle arriba como cada tarde.

@ana.escritora.terapeuta.





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